Categorías: Opinión

La hora de la verdad

Hace unos días se hicieron públicos los resultados de un estudio encargado por la Ciudad que constata un notable incremento de la pobreza en Ceuta. Uno de los datos más llamativos ha sido la constatación de la desigual incidencia de la pobreza según la afiliación cultural de los afectados por esta lacra social. Según han destacado los medios de comunicación, el 65% de musulmanes pasan necesidades, mientras que sólo el 15% de la población cristiana se encuentra en esta situación de graves penurias socioeconómicas. En términos más globales, la tasa de riesgo de pobreza es de 33,7 %, más de doce puntos por encima de la media nacional (21,8%),  –si tenemos en cuenta a los indicadores que utiliza el INE–, y se elevaría a un 44,5%, en caso de basarnos en los indicadores que maneja la Unión Europea.  
Partiendo de la base de que la tasa de pobreza en España es elevada en el contexto europeo y que se ha incrementado de manera notable debido a la profunda crisis económica en la que llevamos inmersos más de un lustro, tendríamos que intentar explicar cuáles son las causas que sitúan a Ceuta y Melilla a la cabeza de las ciudades con mayores niveles de pobreza en nuestro país. Para evitar llegar a conclusiones erróneas tenemos que aplicar un método de análisis integral y holístico, ya que, como comentaba Edmund Burke,  no podemos asumir el estudio de “nada que tenga que ver con acciones o asuntos humanos observando sólo la cosa en sí, desprovista de toda relación con lo que la rodea, en la desnudez y el aislamiento de una abstracción metafísica”. Sólo una visión global (filosófica, cultural, moral, económica, social y ecológica) puede hacernos capaces de entender y modificar los imperativos que modelan nuestro entorno socioeconómico. De igual manera, resulta vital evitar confundir “bases” con “causas” y con “razón”.
Desde nuestro punto de vista, como venimos insistiendo largo tiempo, la base de nuestros graves problemas de sostenibilidad económica, social y ambiental radica en la amplia superación de la capacidad de carga de nuestro aislado y limitado territorio. La población de Ceuta no ha dejado de crecer en los últimos años, a un ritmo que ha superado cualquier previsión y posibilidad racional de atender las necesidades de su desorbitado número de habitantes. Hemos olvidado que, como todo organismo natural, una población debe tener límites definidos. En opinión del arquitecto y urbanista Leon Krier, una ciudad “ha de tener un máximo y un mínimo en cuanto a superficie y volumen, planta y silueta, y en cuanto al número de habitantes y actividades que puede albergar”, es decir, en cuanto a la posibilidad real de un determinado mercado laboral de absorber la fuerte demanda de empleo, cuyos demandantes, para mayor dificultad, presentan un bajo nivel de empleabililidad por sus graves carencias académicas y formativas. Aunque puede resultar una perogrullada, por lo que nos excusamos, la gente pobre, generalmente no tiene más que un medio para salir de esta situación: el trabajo. Unas posibilidades laborales que son muy limitadas en un territorio de las dimensiones de Ceuta, lo que dificulta o imposibilita el desarrollo de actividades productivas en el primer sector (agricultura, ganadería, etcétera) –nicho tradicional de empleo de los trabajadores sin cualificación (la inmensa mayoría en Ceuta)–; en el sector secundario o industrial, sin casi posibilidad de implantación por la falta de espacio; o en un sector terciario desproporcionado que resulta imposible seguir aumentado, sobre todo en el empleo público.
No sin razón algunos agentes sociales y responsables políticos inciden en la importancia de invertir en la educación y la formación profesional de los desempleados para incrementar sus posibilidades de encontrar encaje en el cada día más restringido mercado laboral.  Sin embargo, nadie recae en una sencilla observación: resulta inútil formar parados en determinadas especialidades, si no se les ofrece ocupación. Ahora bien, dado que por motivos estructurales Ceuta no puede ofertar los puestos de trabajo que reclama una población en vertiginoso crecimiento, toda política que no facilite la emigración será vana. A diferencia de lo que pareciera razonable, estamos haciendo todo lo contrario. Estamos favoreciendo el inmovilismo y, lo que es todavía más preocupante, propiciando la inmigración con destino a Ceuta. El motivo de esta llegada de inmigrantes o el retorno de ceutíes a su tierra natal es la generosa política social que despliega la Ciudad Autónoma de Ceuta. Y no lo decimos nosotros. La propia Consejera de Asuntos Sociales de la Ciudad reconocía en este mismo medio que “esta ciudad es una de las que mejores condiciones tiene en cuanto a la accesibilidad de las prestaciones y ayudas que se entregan a las personas que lo necesitan”. Parece que no terminan de tener claro que intentar solucionar la pobreza a escala local, lo único que consigue, –según comenta el sociólogo Edward Glaeser–, “es aumentar el nivel de pobreza de esa ciudad atrayendo a ella a más pobres”. La alternativa, como proponía Albert Camus para el caso argelino, es la elaboración “de un plan general e inteligente, cuya aplicación se realice con método. De nada sirve una política de políticos, hecha de medidas a medias, de pequeñas caridades y de subvenciones diseminadas”. No creemos que la caridad sea un sentimiento inútil. Pero sí creemos que, en ciertos casos, como el de Ceuta, sí lo son sus resultados, y es entonces menester una política social constructiva y realista.
Junto a las dificultades de orden geográfico, que hemos descrito con anterioridad, tenemos que referirnos a los problemas de orden histórico y cultural, que pueden explicar los altos niveles de pobreza que se detectan en Ceuta y su desigual incidencia en las dos principales comunidades que comparten el territorio ceutí en la actualidad. Para hacer este análisis no podemos situarnos en un plano de perspectiva local o nacional. Tenemos que elevar nuestro entendimiento hasta un punto que nos permita entender las raíces profundas de las graves desigualdades económicas que hoy día se dan en todas las naciones, incluso en el seno de los países más ricos del planeta. El acceso a la riqueza, –después de un tiempo de esfuerzo para reducir la brecha entre ricos y pobres, una de las causas de las dos guerras mundiales que asolaron Europa–, cada día se aleja de más personas por todo el mundo, debido a las políticas neoliberales que se extendieron a partir de mediados de los años 80.
La distancia entre ricos y pobres varía  de un país a otro. En la lista de países por índice de desarrollo ajustado por desigualdad (IDHD), España ocupa el puesto 20, mientras que el vecino reino de Marruecos se sitúa en los puestos finales del listado, en la posición número 89, de las 132 naciones analizadas. Cuando dos realidades socioeconómicas tan dispares se separan por una delgada línea fronteriza, el trasvase poblacional de la zona deprimida a la emergente es difícil de regular. Ello conlleva importantes consecuencias sociales, económicas y culturales. En la conformación de una sociedad son fundamentales la comunicación, la comunión y la cooperación que, a su vez, dependen de símbolos comunes que dotan al cuerpo social de significados, funciones y valores compartidos. Este complejo proceso de integración sociocultural exige un ritmo lento de intercambio y asimilación, al igual que un caudal en el flujo migratorio que no rebase las dimensiones de cuerpo social receptor. Ambas circunstancias nunca se han dado en Ceuta. En nuestra ciudad hemos recibido una constante y rápida llegada de población de origen marroquí que ha recabado en Ceuta con unos bajos índices académicos y culturales. La socialización e integración de los componentes de esta migración ha sido una labor quimérica que, a la vista está, no ha conseguido los objetivos perseguidos por las autoridades y por el conjunto de la sociedad receptora. En estas circunstancias de imposición de un contexto multicultural, cualquier cultura autóctona, –tal y como advierte el pensador Ken Wilber–, “se rasgará por sus costuras más rápidamente de lo que tardamos en pronunciar el término desconstrucción”.
Es evidente que en un artículo periodístico no podemos extendernos, más de lo que lo hemos hecho, en explicar y desarrollar nuestras tesis. Unos estarán de acuerdo y otros no. Lo que pensamos es que todos deberíamos coincidir en no frivolizar y simplificar en exceso un  problema, el de la pobreza y la desigualdad social, que puede desestabilizar nuestro ya de por sí inestable equilibro social. Nos preocupan los mensajes, más o menos explícitos, que hablan de una supuesta discriminación de los ceutíes musulmanes como principal causa de los altos índices de pobreza que azotan a los miembros de esta comunidad. Tal discriminación no existe desde el momento en que todos, con independencia de nuestra étnica, religión o afiliación cultural, compartimos la nacionalidad española, status que nos reconoce,  sin distinción ninguna, una serie de derechos y obligaciones. Aquí no han existido ni existen leyes segregacionistas ni privilegios especiales por pertenecer a una comunidad u otra. Todos estamos obligados a mantenernos en un adecuado equilibrio entre justicia y derechos individuales, por un lado; y respeto a las normas y asunción de responsabilidades cívicas, por otro.
Más preocupante resulta todavía que algunos se afanen, por motivos espurios, en señalar a ilusorios responsables de la pobreza de un sector importante de la sociedad ceutí. A algunos les encanta el papel de acusador y no se cortan al señalar con su dedo a sus propios vecinos, cuya culpabilidad estriba en gozar de una mejor situación económica, como los responsables de la pésima situación que les ha tocado vivir a personas con las que comparten espacio y destino. De manera consciente o inconsciente están fomentando el resentimiento y el deseo de venganza en una de las partes, y el recelo y la desconfianza en la otra.
De igual modo, algunos carecen de una mínima aptitud para emitir un juicio crítico sobre los dirigentes políticos sin caer en la demagogia y la estúpida simplificación. La capacidad de crítica vigilante a la clase política, considerada fundamental por Martha C.Nussbaum para el fomento de una democracia humana y sensible, tiene que venir acompañada por “una idea realista y fundada de las posibilidades concretas que las autoridades tienen a su alcance”.  De nada vale concentrarse en las puertas del Ayuntamiento para lanzar proclamas en nombre de un colectivo supuestamente  “maltratado, arrinconado y desoído”, al que las autoridades se permiten jugar con su pan y su leche,  y cuyos derechos piensan arrancar de las garras de unos malvados políticos que viven encerrados en sus palacios. Las personas que se dedican a propagar este tipo de mensajes merecerían la desaprobación de toda la sociedad ceutí y una respuesta firme de la opinión pública. No, no es éste el camino que nos puede conducir a solucionar un problema, ya no político, sino humano, como es la pobreza. Ante esta dramática situación no caben declaraciones incendiarias y enfrentistas ni buenos deseos y palabras superfluas.
Es la hora de la verdad. Ha llegado el momento de reconocer la capacidad real de nuestra ciudad para dotar de una vida digna a quienes residen en ella y la hora de tomar medidas para evitar que la elevada presión a la que venimos sometiendo al cuerpo social y al propio territorio no derive en un estallido de imprevisibles consecuencias. Como dijo Albert Camus, todos somos responsables solidarios, cada uno de nosotros debe dar testimonio de lo que hizo y de lo que dijo, a lo que añadiríamos, ...y de lo que calló. Nosotros creemos que hemos dado cumplido testimonio de nuestra opinión y nada nos queda por agregar.

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