Según los principios de la arquitectura clásica, tal y como fueron expuestos por Vitrubio, los edificios tienen que diseñarse a partir de las metas de la utilitas (utilidad), la venusta (belleza) y la firmitas (solidez). Estos principios se han mantenido inalterables durante la mayor parte de la historia de la arquitectura. Tanto es así que a principios del pasado siglo XX, el arquitecto norteamericano Louis Suvillan hizo célebre el lema: “la forma sigue siempre a la función”, reafirmando la idea de que el arquitecto debe tener siempre presente el uso previsto para los edificios que proyecta. Podría parecer un principio de aquellos que calificamos de sentido común, pero no es tan evidente como parece. De hecho asistimos desde los años setenta al cuestionamiento del funcionalismo como corriente principal dentro de la arquitectura. Por aquel entonces, el arquitecto Philip Johnson, ideólogo del llamado estilo universal, se desprendía de la responsabilidad de diseñar edificios que se ajusten a la función o al uso previsto, senda por la que han seguido la mayoría de los arquitectos hasta nuestros días.
En los últimos años, el lema de Suvillan se ha invertido. Ya no es la forma la que sigue la función, sino que es la función la que se tiene que adoptar a la forma. Sorprendentemente, los arquitectos más radicales de esta postura, lejos de ser relegados como estrafalarios o excéntricos, se han convertido en la élite de la arquitectura actual. Entre ellos cabe citar a Frank Gehry, Peter Eisenman o Richard Meier, que tan buena acogida han tenido en España durante la “década prodigiosa” de la burbuja inmobiliaria y el despilfarro autonómico. El glorioso paso de éstos y otros arquitectos por nuestro país ha sido analizado por el crítico de la arquitectura Llátzer Moix, en un libro al que ya nos hemos referido en anteriores ocasiones: “Arquitectura milagrosa. Hazañas de los arquitectos estrella en la España del Guggenheim” (Anagrama, 2011).
Según se comenta en este magnífico libro, nuestros ínclitos políticos cayeron rendidos en los brazos de los arquitectos estrella convencidos “de que los edificios estelares poseían poderes extraordinarios, si no sobrenaturales. Es decir, que garantizaban visibilidad global, atraían a multitudes turísticas y estimulaban la economía global”. De modo que “la arquitectura pasó a ser considerada mano de santo”.
A Ceuta, el afamado arquitecto portugués Alvaro Siza nos hizo el favor de probar el milagro arquitectónico con su obra del complejo cultural de la Manzana del Revellín.
No sabemos por qué no se obró el milagro en nuestra dulce, pequeña y marinera ciudad. Aquí no han llegado los miles de turistas que atrae el Guggenheim de Bilbao, ni siquiera la inauguración del auditorio mereció más de diez segundos en el Telediario. Tanto abusar de los milagros ha llevado a la absoluta incredulidad de la gente. Sin embargo, los políticos aún mantienen intacta la fe en la arquitectura y si no pueden ofrecerle más presentes monetarios es por la profunda crisis en la que han sumido a nuestro país debido a su fanática creencia en los dioses del Olimpo arquitectónico.
La confianza en el poder milagroso de la arquitectura es generalizada entre los políticos. La solución a los problemas de nuestra ciudad se confía de manera ciega e irreflexiva a la arquitectura y al urbanismo. Los ceutíes teníamos un serio problema con la atención sanitaria y pusimos todas las esperanzas en la construcción de un nuevo hospital que supliera al vetusto centro sanitario de la Cruz Roja.
Y después de una larga espera y cientos de millones de inversión hoy día contamos con todo un Hospital Universitario. Pensábamos que nuestros problemas se habían resuelto, pero resulta que los problemas siguen siendo los mismos, con la diferencia, eso sí, de contar con unas instalaciones modernas y renovadas. Si la función principal de un hospital es dar la mejor atención médica a los pacientes, podemos decir que el nuevo hospital no ha supuesto ninguna mejora ostensible. La falta de especialistas médicos y la escasez de la plantilla de técnicos, subalternos y personal administrativo es todavía más evidente cuando se ha trasladado a un edificio desproporcionado para las necesidades de Ceuta, tanto que la mitad del hospital se encuentra literalmente vacío. De igual modo, los casos de negligencias médicas se han disparado desde la apertura del nuevo hospital, algunos de los cuales han terminado en el juzgado. Detrás de estas denuncias se esconde la falta de médicos cualificados y experimentados en ciertas especialidades como la pediatría, entre otras.
Otro ejemplo similar al del hospital puede ser el de las infraestructuras culturales. Hoy día contamos con un auditorio en la Manzana del Revellín y en unos meses se tiene prevista la apertura de la biblioteca estatal en Huerta Rufino. ¿Supondrán ambos edificios un salto cualitativo en el nivel cultural y en el hábito de lectura de los ceutíes?. Nos tememos que no. Hace unos meses, el programa “Salvados” de la Sexta, presentado por Jordi Évole, realizó un reportaje titulado “cuando éramos cultos”. En él repasaba algunas de las inversiones en equipamientos culturales, como la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia o la Ciudad de la Cultura de Santiago de Compostela. Sobre esta última fue muy llamativo el contraste entre los cerca de cuatrocientos millones de euros gastados en el complejo diseñado por Peter Eisenman, algunos de cuyos edificios aún no se conoce qué uso se le van a dar, y la carestía de medios para mantener una biblioteca en la que se desarrollaba un éxitoso programa de fomento de la lectura que habían tenido que suspender por falta de recursos económicos.
Hemos pasado, en definitiva, de una arquitectura dedicada a atender necesidades cívicas a la arquitectura del milagro perpetuo. En la simple construcción de los edificios quiere encontrarse la solución de las demandas ciudadanas. Del funcionalismo hemos llegado al formalismo y de ahí directamente al nihilismo arquitectónico. Hemos olvidado que quien hace bueno a un hospital son los médicos y el personal que allí trabaja; que los centros culturales no hacen a la gente más culta, sino que la cultura depende de la educación y el fomento de la inquietudes intelectuales; que la simple presencia de una biblioteca no hace a la gente lectora, sino que el amor a los libros se adquiere en el entorno familiar y educativo.
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