Categorías: Opinión

La falta de urbanidad en la arquitectura actual

Al finalizar la conferencia del Sr. Gómez Barceló sobre “la arquitectura en Ceuta en el período de entreguerras”, enmarcada en las XIV Jornadas de Historia organizada por el IEC, se suscitó un debate en torno a la conservación del patrimonio arquitectónico local. La discusión partió de una pregunta dirigida al ponente en la que se solicitaba su opinión respecto a la protección del patrimonio cultural del periodo analizado en su disertación. La respuesta fue clara: no se estaba haciendo todo lo que se debería de hacer para asegurar la preservación de nuestros edificios de mayor interés patrimonial. La afirmación del Sr. Gómez Barceló fue contestada por algunos de los presentes en el acto, entre ellos por un conocido arquitecto ceutí. Desde el punto de vista de este arquitecto, apreciado y respetado por nosotros, resulta inviable pretender el mantenimiento de una parte significativa de los inmuebles que conforman el centro histórico y al mismo tiempo abogar por la limitación de la expansión urbana, como dijo pretenden “algunos”. Y claro, como entre esos “algunos” estamos quienes formamos parte de Septem Nostra, no tuvimos más remedio que solicitar la palabra para explicar nuestros argumentos a favor de establecer unos límites racionales al crecimiento urbano de Ceuta. Así expusimos que, tal y como sabiamente dejó por escrito Aristóteles, todos los organismos tienen un límite mínimo y uno máximo de crecimiento que una vez superado pone en serio peligro su supervivencia. Este concepto aplicado a las ciudades supone la imposibilidad de mantener un crecimiento urbano a espaldas de la capacidad de su territorio para satisfacer las necesidades básicas de la población, a la vez que permita la conservación de sus bienes culturales, naturales y paisajísticos. Ceuta, con una densidad de población superior a los 4.000 hab/Km2, al igual que una densidad edificatoria que triplica lo deseable, no puede retrasar por más tiempo la apertura de un debate ciudadano sobre esta delicada cuestión. Pensamos que quienes consideran nuestra propuesta de disparatada carecen de una visión holística de la realidad y de capacidad de anticipación para vislumbrar las consecuencias de continuar por la senda de desarrollismo urbano.
Entendemos el desconcierto y la frontal oposición de los poderes políticos, económicos y profesionales a la hora de asumir de manera irremediable el establecimiento de un límite al crecimiento y expansión de la ciudad. Afortunadamente, algunos arquitectos comienzan a hacer autocrítica de su profesión y a reconocer su responsabilidad en los problemas de sostenibilidad que padecemos en las ciudades de nuestro país. Así el conocido arquitecto Andrés Canovas, declaró en una entrevista en “El Mundo” (29/4/2011): “yo siempre digo que no hay que escuchar a los arquitectos lo más mínimo. Es una profesión respetable, claro, pero no muy creíble. Hemos hecho las ciudades que hemos visto…o, por lo menos, hemos sido la punta de lanza del liberalismo más soez”. Tanto se ha cortado lo más mínimo el arquitecto Luis de Garrido, al declarar que existen dos tipos de arquitectos, el que tiene algo que decir, y un segundo tipo que “no tiene nada que decir, al que no le dejan decir nada, y con poco talento. Es el tipo de arquitecto que hace la mayoría de los edificios de España, y los promotores los eligen así para que les den las menos complicaciones posibles y le alisen el camino hacia el negocio rápido y fácil. Por desgracia éste es el tipo de arquitectura que está haciendo (deshaciendo) nuestras ciudades (un colega la denomina con bastante buen criterio “arquibasura”). Los promotores hacen vivienda para hacer negocio, y como el verdadero negocio está en la calificación del suelo, el edificio se convierte en un mero trámite para cerrarlo. Por eso no interesa a nadie que el edificio sea bueno, simplemente que cumpla por los pelos la normativa. El margen de libertad que el promotor deja al arquitecto es ridículo, y si el arquitecto le pone problemas, el promotor acude a otro de trato más fácil y con menos talento todavía”.
El referido arquitecto Andrés Canovas, en otras declaraciones a la prensa, llegó a manifestar que “sólo el 1% de las casas que se construyen son buenas viviendas”. Ante este panorama dantesco nadie tendría que extrañarse del auge de los movimientos ciudadanos que luchan por la conservación del patrimonio edificado. Quienes nos definimos como conservacionistas nos empeñamos en preservar el patrimonio arquitectónico precedente porque apreciamos que su valor es, en general, superior a los edificios que vienen a sustituirlos. Lo que nos atrae de la arquitectura anterior a la imposición del llamado estilo internacional es su escala humana, los bellos balcones con forjado de hierro, los detalles decorativos, el uso de la línea curva, la respetuosa dialéctica entre armonía  y originalidad, tal y como apreciamos,  por ejemplo, en la calle Alfau. Ningún edificio es exactamente igual, cada uno tiene su personalidad, pero evitan distorsionar el conjunto y se alejan de los principios rupturistas de la arquitectura que se practica hoy en día.
La arquitectura, como cualquier arte, es reflejo de la sociedad en la que surge. En una época en la que predomina el individualismo, la uniformidad, el pensamiento único, nuestros edificios resultan anodinos y deshumanizados. Nosotros echamos en falta lo que Bruno Zevi, en su conocida obra “saber ver la arquitectura”, llamaba la “urbanidad”, una cualidad de la que carecen “los maniáticos de hacerse notar, de afirmar su propia personalidad: tanto en los hombres como en los edificios”. Merece la pena traer aquí un pasaje de la mencionada obra de Bruno Zevi en el que realiza una crítica mordaz de la arquitectura mecanicista que ya empezaba a imponerse a mediados del siglo pasado. Dice así: “…En el gran baile de la moderna edilicia mercantilista, todos, inteligentes y cretinos, quieren imponerse y distinguirse, hablan y gritan simultáneamente, todos llaman la atención de sus vecinos, y nadie quiere escuchar: el resultado es una algarabía vacua que hace añorar las conversaciones educadas, ligeramente inhibidas, provechosas y agradables, de los edificios de los siglos pasados. El ojo experimentado descubre los verdaderos valores, aun cuando éstos no sean llamativos: quien tiene prisa en hacerse notar, tiene generalmente poco que decir”.
En Ceuta contamos con claros ejemplos de la falta de “urbanidad” de algunos arquitectos.  Observen el llamado edificio de colores o las torres del Sarchal, premiadas por su colegas de profesión, y entenderán la falta de humildad, el egocentrismo, el deseo de sobresalir a cualquier precio, el creerse más listo que los demás que caracterizan a una parte significativa de los arquitectos actuales. Tal y como manifestó Luis de Garrido, “la mayoría de los arquitectos están mucho más interesados en tener cierto poder social y adquisitivo que en la responsabilidad social, y mucho menos medioambiental”. Resulta llamativo y al mismo gratificante que la crítica más dura a la arquitectura de nuestros días provenga de personas del propio gremio. Muchos arquitectos están desertando de la arquitectura mercantilista que tantos perjuicios han causado a nuestra economía y nuestro medioambiente natural y urbano, y han tomado conciencia de que su profesión está abocada a un nuevo paradigma centrado en la rehabilitación de viviendas y edificios. Los profetas de esta nueva visión de la profesión de arquitecto están intentando hacerse escuchar por toda España. Sin ir más lejos, el año pasado tuvimos la oportunidad de escuchar en Ceuta a Margarita de Luxán, Catedrática en Expresión Arquitectónica, quien defendió que “lo importante es parar la construcción en España” y apostar “por rehabilitar las viviendas existentes y adaptarlas de manera que sean sostenibles”.
El mensaje que anuncia un giro axial en la arquitectura todavía no ha calado en Ceuta, donde aún perdura la visión del territorio como un escenario cargado de oportunidades de hacer dinero. La rehabilitación de edificios en Ceuta es testimonial. Aquí se sigue apostando por el arrasamiento del centro histórico y la ocupación de toda aquel “territorio virgen” que sea posible. El negocio es lo que mueve el urbanismo ceutí y éste está en manos de codiciosos promotores y de políticos irresponsables que poco o nada le interesan los problemas sociales o medioambientales que puedan derivarse de la aplicación de un modelo desarrollista del urbanismo en una ciudad superpoblada, desequilibrada y heredera de un patrimonio cultural y natural que estamos dilapidando para que algunos puedan lucrarse sin ningún tipo de escrúpulo ni cargo de conciencia.

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