Opinión

La extrema derecha

No hay error más peligroso que el de confundir la causa con el efecto; yo lo llamo la verdadera perversión de la razón”. Este lúcido pensamiento de Nietzsche nos puede servir de punto de partida para intentar interpretar correctamente el fenómeno político que se está extendiendo por todo el planeta a un ritmo preocupantemente vertiginoso: el regreso del fascismo como ideología capaz de pugnar por la hegemonía cultural (lo que equivale a decir política y social).
Es un peligro cierto que no se está dimensionando adecuadamente. Porque de una manera quizá asaz ingenua se está tratando el auge de la extrema derecha como algo residual, anecdótico o pasajero; pero en cualquier caso como “otra” corriente de opinión o pensamiento capaz de encontrar acomodo en el sistema democrático. Los pronunciamientos y propuestas que formulan los nuevos apóstoles del fascismo se perciben como soluciones más o menos imaginativas, drásticas o disparatadas; pero sin cuestionar su compatibilidad con la democracia. Se consideran retoques o concesiones asumibles por el sistema que pueden resolver (o al menos intentarlo) fenómenos imprevistos (en su naturaleza o dimensión) sin que ello implique la impugnación de muestro modelo de sociedad. Dicho de otra manera, se entiende, cándidamente, que sólo estamos ante una leve y coyuntural alteración de la correlación de valores entre libertad (a la baja) y seguridad (al alza), que calibra todos los regímenes políticos desde la ilustración, para ajustarla a la nueva realidad. Pero esto son sólo los efectos, no las causas.

“De una manera quizá asaz ingenua se está tratando el auge de la extrema derecha como algo residual, anecdótico, pasajero”

La causa última de la que emana la extrema derecha es la negación de la declaración universal de los derechos humanos. Este documento resume el ingente esfuerzo de la humanidad por articular desde la razón un modo de convivencia universal basado en la cooperación entre iguales. Es el código ético de mayor alcance y profundidad jamás logrado. Su artículo primero encierra la clave de cualquier organización social aceptable en el siglo veintiuno (tras un largo, y sangriento proceso de aprendizaje): “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. A partir de ahí, cabe un debate todo lo amplio e intenso que se quiera sobre el modo en que se debe materializar este principio universal. Pero lo que no cabe, bajo ningún concepto, es asumir su quiebra. Porque eso implica una involución histórica que amenaza con el inicio de una nueva y tenebrosa era marcada por la supremacía de la violencia en todas sus versiones y manifestaciones.
Todas las ideologías denominadas de extrema derecha encuentran su origen intelectual en la idea de que “no todos los seres humanos somos iguales”, sino que existen diversas categorías a las que les corresponden derechos diferentes (no se excluye de esta discriminación ni siquiera el derecho a la vida en casos extremos). La aplicación de este principio puede llevar a asesinar a millones de judíos, a exterminar al pueblo palestino, o a ametrallar mejicanos en una frontera. Pero también sirve para justificar el racismo (“ellos y nosotros”). Para abrazar la xenofobia (“primero los nuestros”). Incluso para clasificar a los menores (según su procedencia). Y éste es el descomunal riesgo que estamos corriendo. Si terminamos por aceptar que la humanidad es susceptible de ser segmentada en función de una serie de características predeterminadas que, además son las que legitiman los derechos que le son inherentes a cada grupo, nos estaremos adentrando en un callejón sin salida: ¿Quién se atribuye la capacidad de establecer el orden jerárquico? ¿El más rico? ¿El más poderoso? ¿El más numeroso? ¿Vuelta a la edad media?

“La extrema derecha no es una forma alternativa de solucionar los problemas que tenemos”

Estamos viviendo un tiempo muy complicado y convulso. Todos los momentos de incertidumbre lo son. El neoliberalismo, como relato capaz de marcar una agenda universal, ha entrado en una inesperada crisis. Diversos factores de extraordinaria fuerza, todos ellos vinculados al fenómeno de la globalización, han dejado sin una respuesta convincente a la ideología dominante. Y este vértigo es el que provoca un intento furioso y desesperado de encontrar alternativas en el llamado “repliegue identitario”. Un terreno abonado para el resurgir de ideas anacrónicas siempre regadas por el miedo.
Sobre esta cuestión no se profundiza mucho (o nada) porque sigue estando muy extendido el error de pensar que nuestro régimen político (sobre el que expresamos un notable índice de satisfacción) es una especie de orden natural que no es preciso cuidar. Son demasiadas las personas que piensan que la libertad existe como un bien “per sé”, que es imposible que se evapore de nuestras vidas. Nada más lejos de la realidad. Todos los valores sociales son constructos que están permanentemente en liza. Y esto nos obliga a todos, sin excepción, a mantener una actitud responsable y activamente comprometida en la defensa de los principios democráticos. En cada uno de nuestros actos. En cada una de nuestras opiniones.
La extrema derecha no es una forma alternativa de solucionar los problemas que tenemos. Es una forma diferente de concebir la convivencia en sociedad, basada en la institucionalización de una división intrínseca que sólo puede conducir a la destrucción por depredación. Cuando alguien dice, asiente o aplaude (inconscientemente) que es bueno y “necesario” construir muros, poner vallas y concertinas, abandonar menores a su (mala) suerte, dejar a personas a la deriva en alta mar, o negarse a socorrer a personas vulnerables (por tener determinado origen o condición); no está ayudando a solucionar un problema, sino que está contribuyendo a legitimar socialmente un nuevo modo de fascismo de trágicas consecuencias para el conjunto de la humanidad, para nuestro país, e incluso para él mismo (tarde o temprano). Otra cosa son los fascistas por convicción. Esos no tienen arreglo. Son excrecencias nocivas e inservibles de la especie humana.

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