La sociedad española se enfrenta al desafío antidemocrático lanzado por la extrema derecha. Durante cuatro décadas, la ideología del odio y la exclusión ha permanecido encapsulada en el partido de lo que se ha venido en llamar la “derecha democrática”, siendo consciente de que el aún perdurable estigma de la dictadura franquista (horror, cárcel, tortura, mutilación y muerte) la convertía en una opción inasumible por la inmensa mayoría del pueblo español. Sin embargo, dos vectores diferentes en su origen, pero confluyentes en la misma dirección, han terminado por revestir el fascismo de una pátina de legitimidad social suficiente para abandonar las cavernas e iniciar (como ellos mismos dicen) la “reconquista” (eufemismo utilizado para designar al franquismo). El miedo de occidente a la inmigración (extendido progresivamente por toda Europa, incluido nuestro país); y el miedo a la ruptura de España (como consecuencia del conflicto catalán); han calado con tal fuerza en el imaginario colectivo que han alterado sustancialmente las prioridades del conjunto de los españoles. Asuntos trascendentales como la precariedad laboral (y el paro como su máxima expresión), la educación, la sanidad, el acceso a la vivienda, los servicios sociales o la ley de dependencia, han pasado a un segundo (o tercer) plano. Quien intenta resituar todos estos asuntos en la agenda política es tratado como un individuo extraño y desubicado. La preocupación está en otro lugar. Ahora la bandera manda. Pero no la bandera concebida como símbolo de la unidad de todos los españoles en los valores democráticos, sino como un escudo protector esgrimido con hostilidad contra el diferente. El temor de (casi) todos los partidos a verse relegados por el “nuevo sentir popular” ante esta creciente (y de momento imparable) ola, ha provocado una urgente e irreflexiva reformulación de sus postulados que dibujan un panorama tenebroso. Cada paso atrás, cada titubeo, cada concesión de un partido democrático es un éxito del neofascismo en su intento de imponer su perverso “sentido común”. En este sentido el PP (y aun en menor medida Ciudadanos), ya han claudicado y se han convertido en el funesto tren de cola de la locomotora antidemocrática. Uno de los carteles que circulan por las redes sociales pidiendo el voto para Vox lo explica todo con mucha claridad: “Votemos masivamente a Vox, y se acabarán las tonterías”. Lo que ellos llaman “tonterías” es la democracia. Las “tonterías” son los derechos individuales y sociales instituidos por los principios y valores democráticos. La terrible conclusión que están trasladando a una ciudadanía por momentos idiotizada es que la “democracia ya no sirve para solucionar los problemas, lo que se necesita es una mano dura que restablezca el orden como sea”. Esta es la batalla que se va a librar el próximo día veintiocho de abril. O sostenemos la democracia; o iniciamos la involución hacia una España machista, racista, xenófoba, aporófoba y clasista (eso sí, “Una Grande y Libre”). El objetivo de todos los españoles que se sientan demócratas es participar activamente (con su voto) para impedir el regreso del fascismo. Votar a cualquier partido de la derecha es votar contra España. La abstención es un pecado mortal.
En este inédito escenario, y aunque pueda parecer una paradoja, a la izquierda en Ceuta se le abre una nueva oportunidad. Los ceutíes podemos contribuir a la resistencia antifascista, si los partidos que representan a la izquierda actúan con generosidad e inteligencia. El hecho de que en Ceuta (único lugar de España junto con Melilla) las Elecciones Generales se disputen por el sistema mayoritario (no proporcional), que tanto ha castigado a la izquierda durante treinta años (la última vez que ganó el PSOE fue en mil novecientos ochenta y nueve), se convierte en las actuales circunstancias en un aliado. Al elegirse una única diputada (o diputado), y dos senadoras (o senadores) pudiendo votar a dos candidatos; o se gana o se pierde, aunque sea por un voto. La clara fragmentación del voto de la derecha en tres candidaturas, puede favorecer un triunfo de la izquierda. Es factible que aunque la suma de las derechas obtenga más votos, terminen perdiendo si somos capaces de presentar una única candidatura que aglutine a todas las fuerzas progresistas. Y aquí, como siempre, entra en juego el sentido de la responsabilidad de quienes se reclaman militantes de la izquierda política y social. No es difícil en esta ocasión materializar la unidad. Es perfectamente posible alcanzar un pacto programático de mínimos (no obstante los problemas de Ceuta están suficientemente diagnosticados y sus soluciones desde la izquierda suficientemente consensuadas); y el hecho de que se produzcan dos votaciones simultáneas pero diferentes facilita la articulación de una coalición electoral respetuosa con la posición relativa de cada cual y los intereses (legítimos por otra parte) de todas las formaciones políticas concernidas. Todos los partidos renunciamos a presentar candidatura al Congreso apoyando la del PSOE y este partido renuncia a presentar candidatos al senado apoyando a un grupo de “Senadores para Ceuta”, integrado por miembros del resto de partidos de la izquierda. Este es sólo un ejemplo, cabrían otras muchas fórmulas alternativas. Se podría ganar.
Sin embargo, la experiencia nos obliga a ser pesimistas. La izquierda de Ceuta está plagada de pardillos (una mezcla de ignorancia e ingenuidad en proporciones diversas) que, o no tienen muy claros los objetivos políticos (carecen de perspectiva ideológica), o por el contrario los tienen demasiado claros (son los suyos particulares). Lo cierto es que, sea por inconsciencia o por puro interés egoísta, al final se impondrá el sectarismo que ya forma parte de nuestro estéril ADN. La (ridícula) arrogancia de muchos afiliados al PSOE que no terminan de asumir la realidad de Ceuta (expresada son un solemne “somos el PSOE” como si fuera una religión), pesará lo suficiente para que, de nuevo, concurramos a las elecciones hasta tres candidaturas de izquierdas como mínimo, facilitando con nuestra irresponsabilidad que Ceuta esté representada en el Congreso (y en el Senado) por un energúmeno de Vox (o del PP que posteriormente se sumará a los de Vox). Han transcurrido treinta años y el PSOE aún no ha sido capaz de comprender que la “unidad de la izquierda” no consiste en que desaparezcamos todos menos ellos. Y así no hay manera. Aunque todo tiene su lado bueno. Podremos pasar otros cuatro años sentados en el sofá colgando en las redes sociales bonitas y conmovedoras citas revolucionarias y duras e ingeniosas invectivas contra las atrocidades que comete la derecha.
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