Opinión

La eterna 'KRISTALLNACHT', por Germinal Castillo

Dicen las expertas que un par de generaciones son suficientes para que la memoria lleve a cabo la misión para la que está concebida: olvidar. De hecho, cíclicamente, y obviamente a toro pasado, volvemos a condenar las mismas barbaridades que ya se cometieron hace algunos lustros. Este año se conmemoran los 80 años de una brutal efeméride: la “Noche de los cristales rotos” (“kristallnacht”), una tragedia que a casi nadie le dice ya nada.

Y sin embargo… Todo empezó el 7 de noviembre de 1938 cuando el joven judío polaco de origen alemán, Herschel Feibel Grynszpan, disparó sobre el tercer secretario de la embajada alemana en París, Ernst Vom Rath. El atentado fue, presuntamente, en represalia por la expulsión de la familia de Grynszpan hacia Polonia. El pretexto estaba servido. Lo que se presentó como un movimiento espontáneo fue, lógicamente, una acción dirigida por la cúpula nazi -en concreto por Goebbels- y ejecutada por las tropas paramilitares de Hitler. Nada fue dejado al azar. El pogrom contra las judías podía empezar.

Durante la noche del 9 al 10 de noviembre (dos días después del atentado), “grupos espontáneos” e “incontrolados” rompieron miles de escaparates de tiendas de judías, saquearon casi trescientas sinagogas, asesinaron a un centenar de judías y humillaron públicamente a miles de ellas.

El número de violaciones y de suicidios fue escalofriante. Se procedió a la detención de treinta mil personas y todas fueron transferidas a campos de concentración como Dachau o Buchenwald. De lo que se tiene menos conocimiento es de que el propio Reinhard Heydrich, responsable de los servicios de inteligencia de las SS, cursó unas órdenes estrictas y concretas en las que se decía que las alborotadoras no podían dañar a personas o propiedades alemanas no judías. Tampoco podían aplicar violencia a las extranjeras (aunque fuesen judías) y debían, obligatoriamente, extraer todos los archivos de las sinagogas y demás propiedades de las comunidades judías antes de llevar a cabo los destrozos.

Todo el material recopilado iría a los servicios comandados por Heydrich. De manual. Pero lo que ha estado oculto durante casi ocho décadas, y recientemente desvelado por el historiador y periodista de Düsseldorf Armin Fuhrer, es que la chispa que todo lo provocó fue un montaje y un asesinato deliberado del propio Hitler. Von Ribentropp, ministro de Asuntos Exteriores, tenía redactado un telegrama para la familia del diplomático alemán en el que se aseguraba que la pronta recuperación era evidente.

Entre ese telegrama y el de condolencia por el fallecimiento, Hitler envío a su médico personal para cuidar en exclusiva del herido. Las órdenes eran concretas y el tercer secretario de la embajada alemana debía ser un mártir. Lo que empezó por la rotura de escaparates terminó en la “solución final” y en el holocausto de los campos de exterminio. Y en esas estamos. Resulta evidente que está todo inventado, o casi. El repunte del antisemitismo, también. Esta vez el ataque es mucho más global, más sutil, más letal, más definitivo.

Ya no se trata de romper salvajemente los cristales de las tiendas judías, sino de hacer añicos todo aquello que puede ampararnos o formarnos como ciudadanas y, al mismo tiempo, anular nuestra capacidad analítica. La primera regla del autoritarismo dogmático siempre es suprimir el librepensamiento. Básico. Por ello, se destroza la educación pública y se destierra todo lo que sea susceptible de encaminarnos hacia el pensamiento crítico.

Al mismo tiempo, se protege, beneficia, subvenciona y alienta una educación privada en la que, si no lo remediamos, solo podrán estudiar las que tengan medios. De hecho, las medidas neoliberales del Gobierno actual así lo indican: la educación concertada supera las cifras de inversión pública de antes de la crisis, mientras que la educación pública recibe 6500 millones de euros menos que en el periodo precrisis.

Caminamos irremediablemente hacia los guetos educativos, y quizás ni siquiera seamos conscientes de ello. ¿Nadie se pregunta por qué? No, sin duda no van a ser solo los cristales de las escuelas los que van a volar en mil pedazos. La sanidad es otra de las dianas. Todas hemos comprobado una y otra vez las deficiencias de un sistema sanitario público en el que excelentes profesionales están aplastadas por una presión asistencial increíble, unas kilométricas listas de espera y una falta de medios evidente. Mientras, las compañías privadas se hacen de oro.

¿Alguien es capaz de justificarlo sin sonrojarse? ¿Cree que los escaparates terminan aquí? Desgraciadamente, no. Los sindicatos policiales y las asociaciones de la Guardia Civil cifran el déficit de personal en setenta y cinco mil personas.

Este número contrasta con los veintiún mil que considera Moncloa. Brutal y lamentable. La política de seguridad se limita a apariciones estelares del ministro de turno. La realidad es que frente a la demolición deliberada de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, solo queda el buen hacer de las profesionales que integran ambos cuerpos, dejándose la piel en su trabajo a pesar de las incompetentes instancias superiores que dictan las órdenes.

De pena o de vergüenza, o ambas cosas a la vez. Claro que, en consonancia con la anestesia generalizada que padecemos, tampoco vemos a muchas políticas de la oposición denunciando unas circunstancias absolutamente negativas que también nos afectan a todas. Más pena y más vergüenza aún.

No se lleve a engaños, todo esto es solo una pequeña muestra. Objetivos no faltan. Cristales por rompernos, tampoco. Usted, como siempre, sabrá lo que más le conviene, pero en el hipotético caso de que su ideal no sea vivir en una eterna “kristallnacht”, más vale empezar ya a reaccionar si no queremos que nuestra sociedad se divida en dos bandos: el de las que lo tienen todo, y el de las que nada tienen. Obviamente, siempre puede seguir pensando que esto no va con usted, que son cuentos sin sentido para asustar a niñas e incautas y que lo del par de generaciones es una chorrada. Está claro que lo peor de la esclavitud es que una misma se forje propias cadenas. Nada más que añadir, Señoría.

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