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La cultura de los cines de verano

Como otras muchas costumbres la cultura de los cines de verano en Ceuta ha pasado a mejor vida. Quien no la haya conocido será difícil que pueda comprender el espíritu que animaba a aquellos ceutíes de entonces a asistir a los cines de verano. Entre todos la mataron y ella sola se murió, podríamos decir. Igual que ha habido desidia para mantener el cine África, esa misma desidia acabó con los cines de verano. En su lugar han surgido edificios de pisos y en los bajos de alguno de ellos se ha instalado un bingo. Ceuta es así con sus cosas y con sus hijos. A éstos los repudia, y acoge con cariño, con afecto, a extranjeros que vienen a instalarse, legal o ilegalmente, en su territorio. Un digno ceutí escribió que Ceuta es madrastra con sus hijos y afectuosa con los desconocidos, que se asientan en ella para esquilmarla. En fin, tal vez sea así en cualquier otro lugar.
Pero me estaba refiriendo a la cultura de los cines de verano de las décadas de los sesenta y de los setenta. Aquellos cines estaban instalados en unos lugares acogedores y en no pocos de ellos el aroma de la ‘Dama de noche’ nos cautivaba con su perfume. Había dos funciones, una empezaba a las nueve y cuarto y la segunda, a las once de la noche. Si se decidía, por ejemplo, asistir a la primera, a las nueve y cuarto, entonces tomábamos unas cervezas y unas tapas en un bar cercano al cine. Así, si íbamos a ir a la terraza que estaba en la Plaza de Azcárate, subiendo el Club Taurino, junto al Lope de Vega, pues nos metíamos en el bar Nieto, en donde Jaime, su dueño, nos atendía de maravillas. A la salida de la primera sesión volvíamos a hacer una parada o en el Taurino o en el propio Nieto. Si acaso optábamos por entrar en la terraza que estaba subiendo la calle en donde ahora se ubica la peluquería de Pedro, entonces podíamos tomar unas cervezas y unas raciones o tapas en el bar ‘Casi’, en donde el inolvidable Eduardo nos ponía unas raciones de ‘corazones de pollo enamorado’, como decía él. Imposible olvidar aquellos corazones y a Eduardo. En fin, en cualquier esquina, en aquel entonces, había un bar a tiro de piedra del cine de verano al que se quería asistir. Caso de decidirse por la segunda sesión, la de las once, pues íbamos a casa y una vez cenados nos citábamos en la puerta del cine correspondiente y para adentro. Eso sí, había que hacerse con un jersey o una rebeca pues si hacía levante podías agarrar una buena ronquera.
Los cines de verano tenían todas las ventajas que se puedan imaginar y, pienso, ningún inconveniente. Podías comerte un bocadillo allí dentro, podías fumar, beberte unas cervezas o bebidas de cola, y si en algún momento alguien hacía un comentario en voz alta, inmediatamente era reconocido por otro de los asistentes que le reprobaba con alguna gracieta. Y en ese plan. No digo nada cuando se acababa un rollo de la película y no estaba dispuesto el siguiente. Se armaba la marimorena y volaban los improperios. Pero todo en un ambiente festivo, alegre y divertido. Sin mala sangre.
Tal vez ahora, a distancia, nos parezca ingenua aquella excitación que sentíamos por acudir a los cines de verano. Decir que nos hacían felices tal vez sea demasiado, o no, pero, en aquellos años oscuros, en las pantallas de los cines, con el cielo estrellado por techo, veías otra clase de vida que nos encandilaba y nos hacía soñar. Y deseabas vivirla. Éramos ingenuos, cándidos, llenos de esperanzas, estábamos ahítos de buenos propósitos y pensábamos que teníamos todo el tiempo del mundo para realizarlos. Cuando uno es adolescente se cree capaz de todo. Después uno comprende que no es posible. Pero eso se aprende mucho más tarde, cuando acaso ya no haya tiempo. Después comprendes que el tiempo se te ha acabado y apenas has podido realizar casi nada de aquellos sueños primigenios. Posponemos nuestros buenos propósitos y de repente el tiempo se te ha acabado. Ya no tienes tiempo, muchacho, te dice una voz en tu interior, que te asusta, que te encoge el corazón.
Pero no es el momento de escribir sobre los sueños realizados y los que se han quedado en el camino. No, no quiero escribir ahora de eso. Quiero que los que conocieron esos cines y que los echan de menos sientan en su interior la llamada de aquel tiempo en que el mundo empezaba para nosotros los jóvenes, no teníamos pasado y el que nos contaban no nos interesaba, era el presente, nuestro presente, el que teníamos que vivir y bebérnoslo hasta la última gota.
¿A qué adolescente de aquellos tiempos le importaba el pasado? ¿El pasado? No, gracias. El presente, en todo caso, el futuro. Eso es. Y el cine de verano, con el calor del ambiente, con la sangre de nuestra juventud corriendo por nuestras jóvenes venas, era el lugar en donde nos dábamos cita para ver y soñar que existía otro mundo, otra vida y esa vida era a la que aspirábamos.
¿Recuerdas, amable lector, cuando quedabas citado con tu ‘Mariafri’ en la puerta  del cine de verano? No se te ha olvidado, ¿verdad? Imposible olvidarlo. Ahora lo recordamos y una punzada de melancolía se nos fija en lo más hondo de nuestro ser. Suerte que lo puedes contar. ¡Ah!, y cuéntaselo a los demás.

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