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La ciudad y nuestros mayores

Quizá ninguna etapa de nuestra vida ha sido tan olvidada por la civilización como la senectud. La familia tradicional  compuesta por tres generaciones –hijos/nietos, padres y abuelos–, se ha descompuesto y rara vez comparten techo y vivencias, excepto en acontecimientos familiares, ya sean felices o tristes. Nuestros mayores son quienes se llevan la peor parte de esta disolución de los vínculos familiares y sociales. Las personas mayores hallan sus vidas cada vez más reducidas y carentes de significados mientras que, de manera irónica, se prolongan sus días.
Es necesario restaurar a las personas mayores su merecida posición de dignidad. Un paso fundamental es restaurar los perdidos lazos familiares y sociales, reintegrando a las personas mayores en la vida social y familiar. Ellos y ellas pueden cumplir importantes funciones sociales, aprovechando su dilatada experiencia vital. Las mujeres mayores están llamadas a participar en la sociedad y en la familia facilitando su experiencia maternal y profesional. Por su parte, los hombres, aún al ritmo que impone su edad, están capacitados para tareas tan gratificantes como el mantenimiento de los jardines, la iniciación a ciertos oficios o el aprendizaje de las elementales normas de relación social. Su papel en la vida práctica que discurre en los ámbitos cívicos, laborales y personales debe ser reconocido para lograr la dignidad y respeto que debemos a nuestros mayores. Se lo merecen y, además, pueden ser muy útiles para reforzar la cohesión social mediante el diálogo intergeneracional.
Es cierto que con el paso de los años los órganos relacionados con la apreciación de los sentidos se deterioran. Nuestra vista pierde agudeza, la percepción de los sonidos es más dificultosa, nuestro olfato no es tan fino como antaño, las manos se vuelven ásperas y el gusto pierde intensidad. Nuestra vida mental puede verse afectada por la pérdida de memoria, pero no por esto pierde intensidad y profundidad. Los sentimientos de amor y respeto, por el pueblo o ciudad en el que uno ha nacido o reside, por la naturaleza y por los paisanos, se elevan. Es necesario alimentar estos sentimientos mediante actividades que incrementen su conocimiento sobre el lugar y sus gentes. Este debería ser un objetivo prioritario de los agentes sociales y políticos. Para alcanzarlo se podrían organizar visitas o charlas informativas al entorno urbano y natural. No son actividades tanto para enseñar, como para aprender. Una persona mayor tiene que sentir que su experiencia vital es útil para el desarrollo integral de las generaciones más jóvenes y convencerse de que son capaces de transmitir y recibir sentimientos de cariño, amor y respeto.
La vida de las personas mayores tiene que estar provista de sentido y esfuerzo. Requieren y es justo ofrecerles un toque de vida. Hay que establecerlos de nuevo dentro de la comunidad. Y al mismo tiempo satisfacer su búsqueda de retiro y concentración interior que marca la etapa de la senectud. Entramos en el cuadrante de la vida plena efectiva, acertadamente denominado “el claustro” en los diagramas diseñados por Patrick Geddes. Allí llegan los peregrinos del camino de la vida para elevar sus emociones espirituales y reforzar los cimientos de su espiritualidad fundamentadora, construidos a partir de los elementos que aportan la educación y la cultura. Sus muchas horas de tiempo libre tienen que combinarse entre el retiro para escuchar su voz interior, ya sea en los recintos religiosos o la propia naturaleza; y el estudio de las ciencias, la filosofía y la historia.
La profundización en esta vida interior del ser humano ha dado lugar a un sinfín de ideas que, a partir de la acción y la educación para toda la vida (paideia), han enriquecido la cultura y éstas han despertado su capacidad imaginativa. Mientras vivimos estamos haciendo planes y proyectos, inventando, soñando, escribiendo poesía, pintando cuadros, esculpiendo esculturas, construyendo monumentos, etc… Muchas personas mayores pierden el ansia de imaginar, proyectar y crear pensando que su tiempo vital se acaba y que ya no tienen tiempo para emprender nuevas acciones. Se equivocan porque piensan sólo en términos individuales y no colectivos. Su vida cobra mayor sentido y profundidad si dedican parte de su amplio tiempo de ocio a la ethopolítica, es decir, a la reintegración de la bondad, campo de la ética y los ideales. Estos ideales sociales, económicos o políticos, dirigidos hacia la formulación y la realización, –a través de la política y por medio de una “Iglesia Militante” o, dicho en términos laicos, de una “ciudadanía comprometida y activa”–, nos conducen a la referida ethopolítica o eupolítica.
La idea de que la labor de las personas mayores, –en general, la de todos–, es la mejora de la propia condición humana y que con nuestro esfuerzo podemos conseguirlo, aporta a la vida cierto sentido y confianza. Para reforzar este sentimiento debemos pensar que todos tenemos una responsabilidad en la transmisión y potenciación de la vida. No somos simples olas que transmiten la energía vital. Podemos llegar a ser una fuerza creativa que nos haga partícipes de la vida universal y colaboradores en la construcción de una realidad propiamente dicha y el perfeccionamiento de la naturaleza humana. De esta manera, nos alejamos de los intereses puramente individuales para trabajar en la noble tarea de situar, como decía Eucken, a la vida espiritual en el dominio de la humanidad.  Solo por este camino alcanza la vida una significación y un valor.
En la senectud el pensamiento elevado y la acción cívica están llamados a alcanzar su máxima expresión. La política, la cultura y el arte, son las manifestaciones de los ideales, las ideas y la imaginación que, a su vez, reposan en la ética, la síntesis y la estética, y éstas son las encargadas de ensalzar la bondad, la verdad y la belleza. Sobre estos pilares hemos de trabajar para lograr la implicación de las personas mayores en los problemas de su ciudad, en el planteamiento de soluciones y alternativas, desde su experiencia y conocimiento.
No podemos tampoco dejar de lado el contacto permanente con la belleza mediante la educación estética y la expresión artística. La huella del enriquecimiento de la belleza acometida por nuestros mayores debe tener reflejo en la imagen de la ciudad. La espiral de la vida la podemos cerrar aunando el esfuerzo de los niños y los mayores en el cultivo y mantenimiento de nuestros jardines. De este modo los espacios públicos se convierten en un punto de encuentro intergeneracional. Los más beneficiados de este encuentro serán, sobre todo, los jóvenes, pues, como decía Mumford, “hay peculiarísimos vínculos de simpatía entre éstos y la generación de sus abuelos, cuyos consejos atienden con más frecuencia y buena disposición que los de sus propios padres. ¡Cuántos desastres, brutalidad y delincuencia, tan frecuente en nuestras ciudades, se deberán a la ausencia de intercambio afectuoso y sincero y recíproco entre los miembros de las tres generaciones!".
Nuestros mayores tienen que ser bienvenidos en todos los círculos sociales y familiares, respetando y alentando su independencia, lo que aumentará su capacidad de amar y ser amados.

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