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La ciudad cacofónica

Uno de los problemas de nuestra sociedad es la falta de creatividad y de sentido de la totalidad. Es difícil crear una nación integrada, un mundo interconectado, sin comprender a todos los elementos integrantes (individuos, grupos y naciones) y sin concebir toda y cada una de estas fases de integración de manera conjunta. Buena parte del pensamiento moderno se ha dedicado a intentar determinar los medios y los fines que deben regir esta unión orgánica de la persona, el grupo y el pueblo. Casi todas las propuestas de análisis han incurrido en el mismo error,  ya que han dividido el problema, dando a sus partes una falsa perspectiva, como si cada uno de los elementos constituyentes de la sociedad siguieran uno a otro correlativamente, cuando si queremos que haya evolución, todas las partes han de construirse a la vez. Para explicar esta teoría, Waldo Frank echó mano, ­en su obra El redescubrimiento de América, de una metáfora muy sugerente: la nación sinfónica. Nosotros vamos a reducir la escala espacial y llevar esta idea a la realidad de una ciudad, Ceuta.
Antes de explicar cómo debe funcionar una ciudad sinfónica veamos cómo suenan algunos de sus instrumentos. Empecemos por los grupos, como ente intermedio entre la persona y el pueblo. Cojamos, como ejemplo, una agrupación de entidades religiosas o un sindicato. Todos estos grupos, según Waldo Frank, “proclaman sus derechos, luchan por ellos, se quejan de injusticias. Escogen por jefes a los más astutos, a los que saben sacar partido de todo y forzar a sus superiores a mirarlos con respeto. Hasta en sus momentos de más expansión, en sus horas de asueto, se muestran condescendientes consigo mismos y acaparadores de poder. Tratan de conseguir toda la independencia y autonomía posibles. Aunque repiten una vez y otra que sus demandas de derecho no significa más que el deseo de ser tratados como sus hermanos, la verdad es que se consideran como cosa aparte y… como muy superiores. Miran a su ciudad como un saco, del cual se pueden sacar muchas cosas, y en sacarlas compiten con los demás grupos. La injusticia significa para ellos que no tienen suerte –más no para ser ellos mismos, sino para medrar a sus anchas–. Viven inconscientes de los problemas del país y no despiertan más que cuando la circunstancia los aguijonea o cuando chocan contra la dureza de las puertas que quieren abrir (algunos, como en nuestra ciudad, las rompen a patadas cuando les hacen esperar). Están tan ocupados mirando los tesoros materiales o convenciendo al mundo y a sí mismos de sus propias virtudes, que no tienen energía ni tiempo para conocerse a sí mismos”.
Imaginamos que al leer el párrafo anterior muchos habrán identificado algunos de esto grupos y a sus líderes carismáticos, personajes que se distinguen por su desproporcionada autoestima, menosprecio a la inteligencia de los demás, concentración de poder y acaparación de cargos representativos. Se consideran tan brillantes e inteligentes que no escuchan a nadie. Su ensimismamiento roza lo patológico. Sus declaraciones siempre son categóricas y cargadas de menosprecio hacia las ideas y planteamientos de otras personas y grupos. Nunca una duda. Nunca un atisbo de autocrítica. Nunca un reconocimiento de los errores cometidos en el pasado y  en el presente. Nunca la petición de un perdón sincero. Nunca un reconocimiento sincero a las actividades ajenas. Son seres incapaces de construir un proyecto en el que su figura no ocupe un lugar predominante. La duda, el autocuestionamiento, la autocrítica están ausentes en su discurso y en su acción.
En cuanto a los grupos que suenan por su cuenta en esta desafinada ciudad, los más importantes y representativos son las distintas comunidades que conforman la realidad social de Ceuta. Cada uno de estos grupos manifiesta una enorme dificultad a la hora de identificar su causa particular con la del conjunto de la sociedad ceutí.   Algunos en particular, en concreto los más desfavorecidos, en vez de relacionar su agravio particular con la patología del todo, es decir, con los males que provoca un sistema económico basado en las desigualdades de acceso a la riqueza colectiva, cargan la culpa de su situación a los otros grupos, creando un ambiente hostil en el que reina la desconfianza, el resentimiento y el rencor. Si comprendieran que las causas de sus males no tienen que buscarlas entre sus conciudadanos obtendrían a cambio el reconocimiento y la participación de los otros grupos. Si los miembros de estos grupos desfavorecidos se unen exclusivamente para luchar por ellos mismos, nadie puede culparles, pero su lucha quedará debilitada por sus propias limitaciones. Como nos recuerda Waldo Frank, “el todo abarca las partes y las transforma; la parte que se erige a sí misma en todo, ignora el todo y lo reforma”. Y esto es a lo que muchos grupos aspiran: a un reforma superficial o simplemente a esperar su turno para beneficiarse de los privilegios y prebendas que se desprenden de la ostentación del poder político. Critican el enchufismo, el amiguismo, los tráficos de influencia simplemente porque ellos no se benefician de ellos. Esperan agazapados su oportunidad para cometer los mismos pecados morales que ahora cometen los actuales detentadores del poder.
No se crean que éste  modus operandis es exclusivo de los grupos minoritarios y de sus líderes. En opinión de Waldo Frank los grupos preponderantes –Cámaras de Comercio, Confederación de Empresarios, colegios profesionales, iglesias, etcétera…– actúan de la misma manera. “Si se lamentan menos, es porque pueden amenazar más; si piden menos, es porque tienen más que defender; si tienen menos afán de verdad, es porque la verdad significa cambio  y todo cambio es merma para ellos… Todos en suma, son pequeños rebaños, compuestos de pequeños yos, pero ruidosos y absolutos. Y su suma es la masa social, que pisotea todo cuanto no encaja en su actitud de complacencia propia. Todos son pasivos: ninguno hace nada, y los más agresivos son los más pasivos”. Cuando, pongamos otro ejemplo, el trabajador se esfuerza por sacar lo más posible de los procedimientos capitalistas, no es menos pasivo ante el orden capitalista porque promueva huelgas y manifestaciones.
En definitiva, la tendencia de los grupos en erigirse en yo absolutos, movidos por una voluntad atomizada y un ansia de acaparación de poder, los pudre. Predican los principios que dicen defender, sin vivirlos, o tratan de vivirlos como si la parte que representan pudiera influir en la totalidad de su limitado plano exterior. Al asumir el papel de parte –aunque benévola e inconsciente– rompen la unidad orgánica con el todo, unidad que sus ideales proclaman al viento sin que ellos mismos lo escuchen ni llegue a oídos de nadie.
Sin embargo, son abundantes las formas menos benévolas de parcialismo. Los “partidos” políticos son precisamente lo que su nombre indica: representación de una “parte”. Tal y como comentaba Mumford en “La conducta de la vida”, “El mundo se ha dividido, en primer lugar, en dos grandes grupos: los conservadores y los radicales, o como los llamó Comte, el partido del orden y el partido del progreso, como si tanto el orden y el cambio, la estabilidad y la variación, la continuidad y la novedad, no fueran igualmente fundamentales atributos de la vida”. La mayor parte de los partidos, incluso cuando tienen la oportunidad de gobernar, rara vez consiguen desprenderse de su parcialidad. Aunque todos dicen que gobernarán para “todos”, en la práctica gobiernan para una “parte”, la que les ha votado. Su discurso, en el gobierno o en la oposición, siempre busca más la división que la comunión. De hecho de esta división ficticia depende alcanzar el poder. Cuanto más polarizada esté la sociedad, más fácil será conseguir el respaldo electoral que permitirá al partido triunfador hacerse con el control de la administración local, autonómica o nacional. Este descabellado planteamiento provoca un fraccionamiento de la sociedad que impide o dificulta la consecución de objetivos comunes que nos permitan salir de la actual crisis multidimensional en la que estamos inmersos. En el caso particular de Ceuta, donde la disociación no es sólo política, sino también étnica, cultural y religiosa, supone un riesgo añadido ejercer de aprendiz de brujo con los sentimientos de los ciudadanos. En una ciudad con las singularidades de Ceuta estamos obligados a trabajar con la mente siempre puesta en el bien de todos y del “todo”, dejando al margen parcialidades y cortoplacismos.
Necesitamos grupos que dejen de trabajar por  “las partes” y se involucren en la definición de una totalidad integradora, equilibrada y plena. Una totalidad en la que “las partes” no se vean oprimidas por el “todo”, pero participen de manera activa, armoniosa, consciente y dinámica. Así es como suena una sinfonía frente al ruido del rebaño.
En una sinfonía, tal y como la describe Waldo Frank, “cada nota surge, habla y desaparece para siempre. Un conjunto de notas se agrupa formando las melodías y los temas; se entrelazan, constituyendo los acordes, que también se levantan y caen, suben y bajan como el flujo y reflujo de la marea. Las innumerables notas que componen la sinfonía alzan por un instante sus voces breves, pasan, y solo la sinfonía queda. Del mismo modo será una nación, con la diferencia de que el que la cree no estará fuera de la música. El creador habrá de ser también una nota individual y un grupo de notas para construir la estructura de la totalidad, conociéndola y viviéndola personalmente en sus  diferentes partes".
Ceuta, para nuestra desgracia, no suena a sinfonía, sino a cacofonía. No hemos sido capaces de consensuar una partitura armoniosa. Todos quieren llevar la voz cantante e imponer su particular melodía. El director hace tiempo que ha perdido el control de la orquesta y los instrumentistas no consiguen ponerse de acuerdo. Todo ello provoca un ruido ensordecedor que contrasta con el silencio cómplice de una sociedad adormecida, conformista e indiferente ante los problemas que ponen en peligro el futuro de nuestra ciudad. Tal y como declaró Albert Camus en la introducción a su obra “Problemas de nuestra época”, “todos seremos responsables solidarios, cada uno de nosotros, debe dar testimonio de lo que hizo y de lo que dijo”. Y también, añado yo, de lo que calló y consistió.

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