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La chica que rezaba desesperadamente

Siempre he sentido un gran respeto por las personas que rezan con convencimiento. Independientemente de cuál sea su confesión religiosa, toda persona que cree en la existencia de un ser superior y supremo y que existe la posibilidad de entrar en contacto con Él, de contarle sus grandezas y sus miserias de manera íntima y sincera, de ponerse en sus manos y pedirle su ayuda en los momentos de desesperación y de darle gracias por las cosas que le ha dado, para mí se merece el mayor respeto. Yo puedo estar más o menos de acuerdo con sus creencias y actitudes pero no soy quién para juzgarlo y, al menos, mi respeto lo tiene garantizado.

La vi por primera vez una mañana que yo iba caminando hacia mi trabajo y ella estaba de rodillas rezando como yo nunca había visto rezar a nadie frente al Cristo del Puente. Era joven, calculo que debía tener unos veintitantos años y me llamó la atención su pelo, un pelo castaño largo y ondulado que se extendía a lo largo de casi toda su espalda. Pero lo que más me llamó la atención fue su forma de rezar.

Rezaba con una intensidad como yo nunca antes había visto. Sus ojos estaban fijos en el Cristo, la cabeza un poco ladeada, movimientos casi imperceptibles de los labios, parecía que todo lo que la rodeaba no existía para ella, sólo el Cristo. Hablaba con Él en una comunicación perfecta, que no se veía afectada por el ruido de los coches que circulaban a pocos metros ni por las olas del mar que rompían con fuerza en El Foso en un día de temporal de levante.

Yo estaba a su derecha, a un par de metros de ella y también rezaba sin dejar de observarla con el rabillo del ojo. No sé por que rezaba con tanta fuerza, con tanta intensidad, con tanta fe, con tanta desesperación… algo debía sucederle y le pedía con todas sus fuerzas al Cristo que la ayudara.

Mi parada diaria ante el Cristo era breve, no más de uno o dos minutos, pero ese día me estaba demorando en exceso porque no quería marcharme y dejar de verla. No quería perder la ocasión de ver rezar a una persona de esa forma, quería que ella me transmitiera parte de esa energía, de ese halo que parecía tenerla en perfecta conexión, de ese cordón umbilical invisible que la mantenía unida al Cristo.

Yo me sentía muy bien observándola pero temía que ella se sintiera incómoda ante lo prolongado de mi presencia. Pero no, ella estaba ajena a todo, yo diría que ni se había percatado de que yo estaba allí. Al cabo de unos minuto se puso de pie y yo creí que ya se marchaba, pero no. Se puso de pie un momento, flexionó alternativamente una y otra rodilla y de nuevo se agachó, pero no para arrodillarse. Esta vez se tumbó completamente en el suelo boca abajo, cual larga era, con los brazos extendidos en cruz.

Su larga y ondulada cabellera se desparramó por los hombros y la espalda hasta acabar en el suelo. Aquello terminó por impresionarme totalmente. Nunca había visto una forma de rezar tan sincera y sentida como aquella. A mí me daban ganas de hacer lo mismo, de imitarla extendiéndome igualmente en el suelo. Pero no lo hice, yo no era capaz de llegar a tanto. Me limité a observarla un par de minutos más y me marché porque ya se me estaba haciendo tarde para llegar a mi trabajo. Allí la dejé, tirada en el suelo boca abajo, con el manantial de su pelo descendiendo suavemente por las laderas hasta llegar al mar.

La imagen de aquella chica rezando tan apasionadamente frente al Cristo tardó mucho tiempo en desaparecer de mi mente. Yo pasaba todos los días por allí con la esperanza de volver a encontrarla, de volver a disfrutar de nuevo con su manifestación de fe.

Anteriormente yo había visto a algunas personas rezando con mucha fe. Concretamente, hace ya bastantes años, vi a un hombre rezando en la Iglesia de San José que también me impresionó. Era un hombre ya maduro, de unos cincuenta y tantos años, que estaba de rodillas frente al Cristo de la Encrucijada. Tenía el sello inconfundible de los hombres de la mar: espaldas anchas y fuertes, el pelo canoso, la piel morena y curtida por innumerables vientos y golpes de mar, las manos toscas, robustas y encallecidas por el esfuerzo de echar y recoger las redes.

Era sobrecogedor ver cómo un hombre de esas características, curtido y endurecido por la mar, se postraba y empequeñecía ante la imagen del Cristo. Su imagen de rodillas frente a Él también estuvo grabada en mi mente mucho tiempo, pero no se podía comparar al impacto que me produjo la chica rezando frente al Cristo del Puente.

¿Qué le habría pasado a aquella chica para que rezara de esa forma?. Estaba claro que algo le sucedía y que recurría al Cristo como el náufrago que se aferra a la tabla que puede ser su salvación o como el que se agarra al clavo ardiendo porque sabe que lo tiene todo perdido. Quizás ella había estado lejos de Dios y ahora acudía a Él desesperadamente para que le ayudara en su tribulación. Dice el refrán: “No nos acordamos de Santa Bárbara hasta que truena”. Aplicado no sólo a los aspectos religiosos sino a la vida en general, estoy de acuerdo en que muchas veces no nos acordamos de ayudar a quien lo necesita, pero sí queremos que nos ayuden cuando estamos desesperados.

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Ayer, después de varios meses, volví a ver de nuevo a esa chica. Estaba en la misma actitud que la vez anterior, rezando frente al Cristo del Puente de manera apasionada, desesperadamente diría yo. Egoístamente, de nuevo me complací contemplándola, viendo cómo su pelo se desparramaba por las laderas de sus hombros y su espalda mientras ella seguía ensimismada en su conversación íntima con Él. Y digo egoístamente porque me limité sólo a eso, a observarla sin atreverme a acercarme cuando terminó y preguntarle acerca del motivo por el cual rezaba de esa forma.

En ese momento pensé que también tenemos derecho a convivir con nuestras miserias, con nuestros secretos inconfesables sin que nadie se atribuya la autoridad de poder quebrantarlos. A endurecernos con nuestras culpas y a hacernos más fuertes cuando las superamos. A hacernos mejores personas cuando somos capaces de reconocer nuestros errores y aprender de ellos para futuras ocasiones. Y todo eso debemos de hacerlo solos.

Pero a lo mejor, la próxima vez que la vea pienso de otro modo y espero pacientemente a que termine de rezar para preguntarle después qué le pasa y decirle algunas palabras que la reconforten. Eso si hay una próxima vez, claro, ya que nunca sabemos lo que el futuro nos guarda. Porque si el pasado no existe porque ya pasó y el futuro es incierto, sólo nos queda el presente.

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