Es normal sentir afecto por el lugar en que se nace. Pero para llegar a enamorarse de él resulta necesario que, además, se dé una serie de circunstancias favorables, como las que se dieron en la Ceuta de mi juventud.
Añoro ahora aquella ciudad alegre y confiada, en la que el noventa por ciento de sus habitantes se persignaba al pasar frente al Cristo del Puente, fuera andando o en coche, añoro aquella Ceuta en la que todos se paraban con respeto al oír el toque de oración; aquella ciudad que llenaba hasta la bandera la plaza de toros o el estadio Alfonso Murube, cuando su primer equipo militaba y destacaba en Segunda División, llegando en dos ocasiones a disputar la promoción a Primera; añoro la amplia acera del Paseo de las Palmeras, abarrotada de gente en las tardes de los sábados y domingos; añoro sus cines: él Apolo y el Cervantes, y también el Astoria, el Avenida o el África, así como los de verano, en los que tantas horas felices pasamos los ceutíes, añoro la terraza del África Ceutí, en las Murallas, y el grato ambiente de los jardines de la Hípica en su máximo esplendor; añoro el Real de la Feria en la explanada del Muelle Cañonero Dato, con sus casetas de mampostería, la del Casino Militar, donde vi actuar a un jovencísimo Julio Iglesias, la del Centro de Hijos de Ceuta (El Revellín), donde ví debutar a una chiquilla llamada Lolita, o la del África Ceutí, donde creo recordar que oí a Basilio, aquel cantante de color, interpretar eso del “cisne cuello negro, cisne cuello blanco”; añoro el muelle lleno de pañuelos blancos, en las despedidas al correo (“La Paloma” o los primeros ferrys), añoro la bonita fuente de la Plaza de Galera, añoro nuestras iglesias repletas de fieles…
Por aquellos años, y como antes dije, Ceuta era el prototipo de la ciudad alegre y confiada. Sus calles principales empezaban a llenarse de comercios y de compradores llegados desde la Península, los posteriormente llamados “paraguayos”. Todo eso, y también el verla tan sola, tan separada de la mano de su madre, como escribió López Anglada, acabó por enamorarme plenamente de mi tierra natal, en la que, a la vez, latía con gran fuerza, se vivía, se sentía y se palpaba el amor a la Patria grande, España, y a sus símbolos. Hace tan solo unos días, al recibir en Madrid el XX Premio Pelayo al Jurista de Prestigio, mi hermano Manolo dijo ante las ochocientas personas que acudieron al evento una bella frase, que resume lo anterior: “En Ceuta aprendí a ser español antes que jurista”. Allí estaban Juan Vivas, Presidente de la Ciudad Autónoma. y José María Campos, por el Instituto de Estudios Ceutíes, que nos han dado testimonio fiel del acto.
Han pasado muchos años y muchas cosas desde la época que recuerdo con nostalgia. Transcurrido ese tiempo, debo reconocer que Ceuta ha perdido alegría y ha crecido en desconfianza. Ahora va mejor vestida que antes, luce algunas nuevas joyas y vista a distancia conserva su belleza, pero a veces se nos vuelve hosca y desagradable, protestona y malhumorada. También ha perdido lozanía, le han crecido verrugas, su ambiente ya no es el que era, su gente recela. Ya no nos conocemos todos, ya no nos entendemos entre todos. Somos demasiados.
A pesar de ello, la sigo queriendo con toda el alma, aunque tengo que confesar, a fuer de sincero, que una pequeña parte de aquella pasión que llegué a sentir por mi Ceuta, por mi patria chica, se me ha ido diluyendo poquito a poco.
Y bien que lo lamento.
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