La caja de pandora

Decía Lewis Mumford que la unificación política nacional “se ha llevado a cabo en todo el mundo sin tener mayormente en cuenta la realidades geográficas y económicas. Esa actitud ha tenido este resultado: las zonas políticas, económicas y culturales no existen en relación concéntrica: se observan las superposiciones, las duplicaciones y los conflictos que caracterizan a nuestras relaciones territoriales”.

Mumford se mostró especialmente crítico con el concepto, tan en boga en la actualidad, de “unidad nacional”. Un término, el de nación, “tan vago y contradictorio, que siempre debe tomarse en un sentido místico, como significando lo que las clases gobernantes quieren que signifique en determinado momento”. Desde un punto realista, las naciones, no son otra cosa que “una tentativa para hacer que las leyes, las costumbres y creencias de una sola región o ciudad sirvan de modelo de muchas otras regiones”.

En el caso de España resulta evidente, tal y como señaló Ortega y Gasset en “La España Invertebrada”, que “España es un cosa hecha por Castilla”, a su imagen y semejanza, añadimos nosotros. Como acertadamente expuso Mumford, una unidad nacional, como la pretendida en España, “no se forma como consecuencia de movimientos de opinión espontáneos y afiliaciones naturales, debe ser constantemente estimulada por el esfuerzo deliberado: la doctrina en las escuelas, la propaganda en la prensa, las leyes respectivas, la extirpación de dialectos y lenguajes rivales, ya sea mediante una orden o la burla, o por la supresión de las costumbres y privilegios de las minorías”. Esta estrategia fue desplegada por el franquismo durante cuarenta años en un doble sentido: en la construcción del nacionalismo español y en la aniquilación del sentimiento nacionalista en determinadas regiones de España, principalmente en Cataluña y en el País Vasco.

En España la represión de los nacionalismos se inició mucho tiempo antes del franquismo. Ya en tiempos de los Reyes Católicos, tal y como cuenta Felix Rodrigo Mora en “El giro estatolátrico”, se despojó a la corona de Aragón de sus instituciones, al igual que sucedió en Galicia. Sin embargo, fue en el siglo XVIII cuando se produce el asalto definitivo contra las instituciones, las costumbres, las leyes y la lengua de los Países Catalanes, sobre todo después del apoyo que este territorio otorgó al Archiduque Carlos, en contra de las aspiraciones borbónicas para hacerse con el control del reino de España. La venganza de los vencedores contra los catalanes se plasmó en el Decreto de Nueva Planta (1716) que abolía las cortes catalanas e impuso al castellano como el idioma oficial de la administración, además de hacerlo obligatorio en las escuelas y juzgados.

No obstante, y a pesar de las fuerzas represivas contra los nacionalismos que desplegaron las monarquías absolutas en buena parte de Europa, no pudieron impedir un resurgimiento de los sentimientos regionalistas que emergieron a mediados del siglo XIX. Lewis Mumford data el comienzo de la revitalización del movimiento regionalista en 1854, cuando los felibres se reunieron por primera vez a fin de restaurar el lenguaje y la vida cultural autónoma de Provenza. Dentro de este proceso Mumford cita de manera expresa a los vascos y catalanes, además de a los bretones, provenzales, eslovacos, irlandeses, escoceses, galeses, flamencos y valones, etc.. Toda una serie de regiones que vienen luchando desde entonces por hacer valer sus derechos para obtener la autonomía regional.

La reacción de los estados ante la reaparición de estos grupos nacionales no ha variado mucho en todos estos años. Según comenta Mumford, la estrategia ha consistido en transmitir la idea, a través de los medios de comunicación, de que “todo movimiento tendente a la autonomía regional, si en realidad no es un movimiento traidor, es cuando menos un movimiento ridículo”. Esta reticencia de los gobiernos centrales a reconocer e integrar a los grupos regionales son responsables, según el criterio de Mumford, “de que el movimiento pro autonomía asuma una actitud recalcitrante y atrasada”. La falta de entendimiento ha conducido, como bien sabemos en España, a la radicalización de las posturas en ambos extremos. Si bien Mumford dirige sus críticas más ácidas contra el centralismo de los Estados, no deja de afear la actitud de los regionalistas “que han hecho resaltar excesivamente la formación de los estados soberanos fraccionarios, como si los males ocasionados por la centralización exagerada y las supersticiones de la soberanía austiniana fueran a desaparecer por el hecho de brindar oportunidades a muchos pequeños déspotas”. Y esto, precisamente, lo que, según nuestro punto de vista, está ocurriendo en Cataluña.

Desde hace muchas décadas, los nacionalistas catalanes, concretamente CIU, han trabajado para crear un estado dentro del Estado español. Mientras fluía el dinero se permitió esta locura y los gastos del Estado catalán se iban cubriendo con más o menos solvencia. Los problemas comenzaron cuando estalló la crisis y hubo que apretarse el cinturón. Entonces tomamos conciencia del disparate que se había permitido por unos y otros. ¿Cuál fue la estrategia de CIU? Pues echar la culpa de los drásticos recortes que hubo que hacer al estado español. El euro por receta, la subida en los transportes públicos, los despidos en el sector público eran todos por culpa de que los españoles “nos estaban robando”. Así tal cual. Y llegó la Diada del año 2012 y la gente andaba calentita. Tomaron la calle y Mas también se calentó. Se imaginó que era el Simón Bolívar catalán, el libertador de Cataluña de la tiranía española. Actuó como un aprendiz de brujo y se le fue la mano en los ingredientes nacionalista con el propósito de presionar a Madrid para que aflojara la presión en la reclamación de ajustes presupuestarios y abriera la mano. Todo ello en un momento en el que se estaba descubriendo la trama de financiación ilegal de su partido.

Una vez destapada la caja de Pandora no hay vuelta atrás. La gente ya no quiero mejoras en la financiación. Quieren la independencia. Los han convencido de que la solución a sus problemas es separarse de España y no creo que sea posible distanciarlos de este objetivo. El señor Artur Mas se pegó un tiro en los pies. Logró que su partido dejará la vía del nacionalismo moderado y se uniera a los grupos políticos más radicales del panorama político catalán. Mas va a quedar en los anales de la política catalana como el tío más tonto que ha pasado por la Generalitat, y mira que se lo advirtió Duran i Lleida. Todo por creerse señalado por la fortuna para pasar a la historia como el libertador de la nación catalana. Otro que, como el personaje de Kipling, se creyó el “Hombre que pudo reinar”. Para colmo del ridículo ahora ha adoptado el papel de Lola Flores pidiendo que cada catalán aporte un euro para pagar la factura, -que ahora le reclama el Tribunal de Cuentas-, de su esperpéntica y fallida consulta del 9 de noviembre de 2014.

Nos enfrentamos a una situación de suma tensión interna. La caja de Pandora ha sido abierta y los males del egoísmo, el radicalismo político, la crispación política y la ignorancia se han esparcido en el aire de Cataluña y del resto de España. De manera irresponsable ciertos partidos políticos han sobreestimulado el sentimiento identitario del pueblo catalán para tapar su corrupción y su pésima gestión de la crisis económica. Han logrado convencer a una parte de la sociedad catalana que el fin de todos sus males pasa por su divorcio de España y que, a partir de su independencia, alcanzarán un paraíso de prosperidad económica, cultural y social. Más pronto que tarde tendrán que enfrentarse a una cruda verdad: tal paraíso no existe. En ese momento es muy probable que las emociones provocadas por un nacionalismo paranoico, con su absurda pretensión de grandeza y singularidad para su propio pueblo elegido, derive en un intenso temor y odio a España y los españoles, responsables de la ruptura de su delirante sueño. Debemos estar preparados para gestionar la frustración de una parte de la sociedad catalana evitando, a toda costa, que este sentimiento de abatimiento se desahogue en forma de violencia. No va a resultar fácil reconducir una corriente política después de que un grupo de irresponsables hayan dinamitado la mayor parte de los puentes que unen a España y Cataluña. Habrá que confiar en el único de los vientos que quedaron confinados en la Caja de Pandora: la esperanza.

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