La bondad es la senda que conduce a la felicidad personal y al bienestar colectivo.
Si, como afirmé la semana pasada, en el mundo actual nos resulta difícil llamar por su propio nombre a esa “maldad” que a veces se inocula en algunas de las intervenciones de los poderosos y que, incluso, se aloja en el fondo secreto de muchas de nuestras decisiones aparentemente bien intencionadas, todavía bastante más extraña suele ser la valoración positiva y la denominación explícita de la “bondad” como la senda más segura y más humana para lograr la felicidad personal y como el surco más fértil en el que hemos de sembrar las semillas del bienestar colectivo.
A veces, para oír hablar de ella, tenemos que penetrar en los sombríos interiores de los recintos sagrados de las religiones o leer las páginas amarillentas de los libros de ascética de antaño, pero hemos de reconocer que esta palabra a muchos les suena inapropiada para calificar los comportamientos nobles de los políticos, las conductas generosas de los empresarios o las actitudes rigurosas de los científicos.
Aunque se suele usar como una coartada para lograr determinados intereses o como un adorno cosmético para representar un papel falso, hemos de admitir que es escaso su aprecio como un valor socialmente cotizable, como un bien supremo y como el objetivo último de nuestras actividades profesionales. Para referirnos a los comportamientos morales valiosos, preferimos emplear unos términos más ambiguos o unas expresiones más parciales. En vez de afirmar claramente que una persona es “buena” -quizás para evitar que la confundan con un ser débil- preferimos llamarla “íntegra”, “cabal”, “coherente”, “noble”, “leal”, “honrada”, “ejemplar”, “auténtica” o, simplemente, “humana”.
Es posible que esta reticencia se deba a la influencia negativa que han ejercido en nosotros los modelos de esos personajes blandos, pusilánimes y acobardados, con los que nos ilustraban los cuentos infantiles o, a lo mejor, las definiciones superficiales y las expresiones edulcoradas que nos proponían los manuales de urbanidad y buenas costumbres. Hemos de reconocer que el concepto y la palabra “bondad” están en la actualidad devaluados, quizás porque algunos de sus ingredientes esenciales no alcanzan una estimación elevada en esta sociedad pragmática, materialista, exhibicionista, hedonista, ventajista y efectista, en la que no apreciamos positivamente unos hábitos tan importantes como la generosidad gratuita, el servicio desinteresado, la abnegación altruista, el perdón de las ofensas, el reconocimiento sereno de los propios errores, el trabajo oculto, la comprensión de las conductas ajenas, la paciencia, la sencillez sin fingimiento, la modestia recatada, la prudencia sensata, la humildad sincera, el sufrimiento callado e, incluso, la resignación serena ante los males irremediables.
No somos conscientes de que la bondad así concebida es exactamente lo contrario a la debilidad ante los poderosos, a la condescendencia con la injusticia o a la indiferencia ante la crueldad, ni nos damos cuenta de que la bondad exige fortaleza para controlar los impulsos naturales. Tiene mucho que ver con la afabilidad, una virtud que, como integrante de la justicia, exige un notable valor para mirar cara a cara la vida, una energía para criticar las perversiones y una reflexión para analizar los valores y las lacras. A mi juicio, estos hábitos forman el conjunto armónico de virtudes que, a lo largo del dilatado recorrido de nuestra civilización, conocemos por “bondad”, una cualidad de las personas inteligentes, equilibradas y fuertes que, para lograr el bienestar personal, familiar y social, han decidido recorrer el empinado camino que conduce al crecimiento de la justicia, al logro de la paz y, sobre todo, a vivir el amor.
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