Categorías: Opinión

La batalla del calendario

El Día de Ceuta (fecha mal elegida en su momento) no es festivo. Absurdo. Incoherente. El modo más explícito y rotundo de exaltar una efeméride es declararla no laborable. Despojarla de esta característica supone una devaluación que desfigura por completo su razón de ser. Esto es una obviedad, y sin embargo, sucede. La explicación a tal destino tiene su origen, como tantas cosas en nuestra ciudad, en el omnipresente conflicto social del ensamblaje de la convivencia. Ante la irrefrenable presión social, el Gobierno de la Ciudad accedió  a incluir en el calendario laboral la fiesta religiosa musulmana, conocida como “pascua del sacrificio”. El temor a que el obligado reajuste pudiera despertar las iras de los sectores más reaccionarios (el término racistas, más preciso, los enerva), los llevo a eliminar el Día de Ceuta del calendario laboral. La teoría del presidente en estos casos es muy clara: “antes el ridículo que el conflicto”. Porque piensa que, de este modo, el asunto se olvida. Nada más lejos de la realidad. Este tipo de debates nunca desaparece de nuestras vidas. Está en cada instante, en cada hecho, en cada gesto. Siempre. A flor de piel. Por ese motivo es mucho más sano y productivo hacerlo de manera pública, serena y ordenada. De otra manera, el debate se transforma en una dura confrontación de instintos primarios, atizados desde los sentimientos más miserables del ser humano. Y esto, aunque sea menos visible y transmita apariencia de tranquilidad, es superlativamente pernicioso. Produce un efecto similar al de las termitas. Invisibles, pero letalmente corrosivas.
Con motivo de la tímida polémica suscitada por la posible festividad futura del Día de Ceuta, se ha vuelto a poner de manifiesto que el calendario laboral es una de las líneas rojas (junto con la utilización del árabe ceutí) trazadas por los incondicionales de la intransigencia; para establecer los límites soportables de lo que ellos llaman la “imparable islamización”. Cualquier intento de racionalización se interpreta en clave de claudicación. Si esta forma de pensar se erige en la referencia social por excelencia, es muy difícil avanzar por la senda de la convivencia y la interculturalidad. Una prueba irrefutable del preocupante grado de inmadurez de este proceso de integración es el propio lenguaje que se utiliza. Fiestas “nuestras” y “suyas”. Remarcando el sentimiento de pertenencia a grupos diferentes. La división como principio incuestionable.
Sólo la inteligencia puede vencer los instintos. Deberíamos hacer un esfuerzo por encuadrar este tipo de debates en unas coordenadas de realismo, objetividad y rigor, que permitan alumbrar conclusiones positivas para todos. Abominando de los prejuicios.
En primer lugar, es necesario apartar de la discusión la idoneidad o no de incluir en un calendario laboral las fiestas religiosas. Este es un deseo noble y lógico, consecuente con la definición de nuestro sistema constitucional y con los valores democráticos esenciales, pero muy alejado de la realidad. Es necesario aceptar que todavía el factor religioso ejerce una muy poderosa influencia en la cultura y el modo de vida de nuestro país. Basta con hacer un somero repaso al calendario laboral actual: cuatro fiestas laicas (Año Nuevo, Día del Trabajo, Día de la Constitución, Fiesta Nacional de España) y diez fiestas religiosas (Epifanía del Señor, Jueves Santo, Viernes Santo, San Antonio, Virgen de África, Asunción de la Virgen, Día de todos los Santos, La inmaculada Concepción, la Natividad del Señor y la Pascua del Sacrificio). Nueve de origen cristiano y una de origen musulmán. Resulta evidente que el debate sobre la laicidad del calendario, aunque cargado de argumentos teóricos, está fuera de tiempo. Nuestra sociedad no está preparada para ello.
Aceptando esta premisa y reconociendo, por tanto, la virtualidad que tiene trascender al ámbito público y social los sentimientos individuales, cuando afectan a sectores cuantitativamente significativos de la comunidad, parece obvio que este criterio debe aplicarse con una mínima dosis de objetividad.
En nuestra ciudad, aproximadamente el cincuenta por ciento de la población, profesa el islam. Para este colectivo la pascua del sacrificio y la fiesta del fin de Ramadán son acontecimientos de un enorme valor espiritual e indubitado impacto emocional. De hecho, su celebración se produce independientemente del reconocimiento oficial que tenga. Es una realidad inapelable. ¿No parece razonable que en un calendario laboral que incluye diez fiestas religiosas, se contemplen ¡dos! correspondientes a la religión que practica el cincuenta por ciento de la población? La respuesta admite muy pocas variantes desde el sentido común. Salvo que la intención sea otra distinta a la de hacer la cosas entre todos de la mejor manera posible. Si lo que pretendemos es que siga quedando patente la existencia de una jerarquía sempiterna e  inalterable, estamos en otra órbita. Muy alejada de una Ceuta de futuro. Pero en este caso debemos saber que, aunque sea inconscientemente, estamos cavando nuestra propia fosa.

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