Opinión

La barbarie elevada a la categoría de espectáculo

Escrito por Francisco Gil Craviotto

Hace ya algunos años vi en la tele francesa un reportaje que no olvidaré jamás; su título era  “Los animales y España”. En él, además de los clásicos números de la corrida de toros, con sus toreros, picadores, rejoneadores, banderilleros y demás parafernalia taurina, había otras fiestas menores, tan  “ejemplarizantes”, como, por ejemplo, ver a un bovino con las dos astas convertidas en sendas antorchas, contemplar el lanzamiento de una cabra, una pava o un borrego desde el campanario de una iglesia o lancear un toro hasta dejarlo muerto en el suelo. Todo eso vimos en el mencionado reportaje de la tele francesa. Tengo que confesar que terminé profundamente entristecido y avergonzado.

Ahora, no sé cuantos años después, he vuelto a ver en la tele española el tristemente inolvidable numerito del toro con los cuernos convertidos en antorchas. Seguro que usted, querido lector, también lo ha visto: un novillo o un toro, con los dos cuernos transformados en hogueras, que se debatía impotente, intentando desasirse de aquellas dos llamaradas que le abrasaban el cerebro; al mismo tiempo, a su alrededor, aunque a prudente distancia, mozos y menos mozos de cierto pueblo, de cuyo nombre ni quiero acordarme, entre saltos y gritos, gozaban del espectáculo de ver sufrir a un animal que nada les había hecho.

No lo mostró la imagen de la tele, pero era fácil adivinar, un poco más lejos, sentados en la tribuna de honor, a los notables del pueblo: alcalde, juez, cura párroco, secretario del Ayuntamiento, médico, boticario, dos o tres ricos terratenientes, incluso algún forastero de campanillas. También era fácil adivinar, en la misma tribuna o en sus aledaños, a la reina de las fiestas –acaso la hija, la hermana o la sobrina del principal riquillo del lugar-, rodeada de su corte de insignes aldeanas. Más allá, entre el pueblo liso y llano, sería posible ver a alguna madre, con su hijito en los brazos y a algún padre que sube a su retoño al “cucurumbillo” para que no se pierda un ápice del número rey de la fiesta. ¿Han sacado las activas hermandades del lugar a su santo patrón o virgen de la iglesia o ermita y los han llevado en devota procesión hasta la plaza del pueblo para que contemplen desde las andas tan fausta y edificante distracción de su pueblo? No me atrevo a afirmarlo, pero lo más probable es que sí. Todos y todas embelesados de gozo contemplando el espectáculo.

También es casi seguro que el vate local –todos los pueblos de estas características suelen tener un vate local- ya ha dedicado unas hermosas endechas –o algo que lo parece- a cantar la bravura de los mozos, la belleza de las mozas y la sublimidad del espectáculo. El mismo vate local, el día antes, al igual que todos los años, en el momento de pronunciar el pregón de la feria, ha afirmado una y mil veces que las antorchas en las astas del toro simbolizan la esencia misma del pueblo, que tal festejo procede de tiempos de los romanos –o acaso más allá-, y que nada ni nadie podrá impedir, ni siquiera reducir, tan edificante y formativa tradición. Políticos, politiquillos, demagogos y otras hierbas parecidas o menores han tomado de la arenga del vate las cuatro o cinco palabras que han considerado más fructíferas para su causa: tradición y señas de identidad. Sí, las antorchas ardiendo en las astas del toro son la tradición y las señas de identidad del pueblo en cuestión que, aunque parezca mentira, todavía en pleno siglo XXI, sigue en la época de las cavernas. ¿Quién será el osado que se atreva a ir contra ellas? Basta lanzarlas como eslogan y bandera para tener asegurada la poltrona municipal en las próximas elecciones.

Tal es el bochornoso espectáculo que nos mostró la tele. Un espectáculo de dolor y barbarie, más digno de los tiempos de Atila que de nuestro globalizado siglo XXI y de un país que se define como moderno y europeo.

Algo parecido podría decirse del número fuerte de las fiestas de otro pueblo –de cuyo nombre tampoco quiero ahora acordarme-, que consiste en lancear un toro hasta provocarle la muerte, en una despiadada lucha entre los mozos más bestias del pueblo para ver quien se lleva la palma de la crueldad y la brutalidad. ¡Todo el honor y la gloria al más bruto del pueblo! Dicen que últimamente ha sido prohibido tan ejemplar espectáculo, bajo amenaza de multa. Una multa simbólica, se sobreentiende, simplemente para que no digan en el extranjero que somos unos salvajes  No importa. Los más fanáticos no ceden. Se paga la multa –dicen- y sigue la fiesta.

Sólo son unos pocos ejemplos entre los miles y miles que existen en nuestro país. Hasta ahora no parece que tales brutalidades vayan a desaparecer ni caigan en decadencia; la tendencia va más bien en sentido contrario.

Viendo estas muestras de barbarie, que nada ni nadie intenta atajar, con dolorido sentir, uno, al tiempo que recuerda el angustiado grito de Unamuno –“Me duele España”- no tiene más remedio que hacerse la eterna pregunta: ¿Acaso no será cierto eso de que Europa termina en los Pirineos?

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