La corrupción (en todos sus grados y modalidades) ha sido un fenómeno consustancial con la vida pública de nuestro país y, lógicamente, de nuestra Ciudad. Durante décadas (siglos, si lo analizamos desde una perspectiva histórica) la sociedad española ha sido tolerante, “comprensiva” y complaciente con la corrupción. Consecuentemente, convalidada reiteradamente en las urnas de manera inmensamente mayoritaria. Este es un hecho incontrovertible. Sólo así se puede explicar que un PP (inundado de corrupción hasta la nausea) haya ganado las elecciones generales; o que en Ceuta, aún sabiendo todo el mundo que el PP “enchufaba” en el Ayuntamiento a su antojo, obtuviera impresionantes mayorías absolutas una tras otra. La corrupción nunca fue sancionada socialmente, en todo caso, envidiada. Durante todo este tiempo… ¿Dónde estaba la justicia? Ciega (no en el sentido de imparcial, sino de ausente) Todos los políticos, sin excepción de militancia, gozaban de una incomprensible impunidad. En la España de “Eldorado” la corrupción era un mal menor, que afectaba a “todos por igual”, y con el que debíamos aprender a convivir porque es intrínseca al ser humano.
El proceso de profunda crisis que estamos viviendo desde el año dos mil diez, ha servido, entre otras cosas, para sensibilizar a la población sobre la auténtica dimensión que tiene la corrupción como factor de desintegración del sistema democrático. No es un problema de actitudes individuales, sino una “forma de concebir el poder a favor de las élites”. La corrupción es un fenómeno estructural que vacía de contenido la democracia y amenaza muy seriamente la estabilidad. Esta toma de razón colectiva (al menos por parte de los sectores más dinámicos de la sociedad) propició una fuerte convulsión social. Lo que durante años pasaba inadvertido, se convirtió en anatema. El mayúsculo sentimiento de frustración que se adueñó de nuestro país, se sublimó (parcialmente) en una aparente actitud de enfervorizada condena y absoluta intransigencia ante la corrupción. La pertinaz indulgencia transmutó en febril beligerancia contra “los políticos”. He dicho aparentemente de manera intencionada. Traslado una experiencia personal. Ahora, cuando entablo una conversación sobre política, los interlocutores se muestran muy combativos contra la corrupción y califican de “chorizos” a los políticos con ínfulas de una proverbial autoridad moral. Pero todos terminan diciéndome si “le puedo encontrar un puesto de trabajo para algún familiar muy necesitado” (en clara invitación a convertirme en un corrupto). No hemos avanzado tanto.
Este cambio de paradigma ha venido acompañado de la irrupción del poder judicial en la vida pública. Tan deseable como necesaria. Se podría decir que se han activado todos los mecanismos constitucionales (oxidados durante décadas) para corregir de manera contundente los desmanes de una clase política corrupta y acomodada. No cabe otra cosa que aplaudir y apoyar esta movilización social e institucional. Sin embargo, esta imprescindible “cruzada judicial” contra la corrupción corre un serio riesgo de terminar por banalizar la corrupción ocasionando justamente un efecto contrario al pretendido. En primer lugar porque hay algunas premisas que se deberían asumir por el conjunto de la sociedad para poder discernir con claridad qué es corrupción y qué es otra cosa. Una. No todo incumplimiento de la ley es un acto de corrupción. Si todo se mide por el mismo rasero, es muy probable que se cometan errores e injusticias tremendas. Dos. Los jueces, como todos los seres humanos en el desempeño de sus funciones, no son infalibles. Un auto judicial no es (no puede ser) un “auto de fe” investido de verdad absoluta, sino una decisión (como todas) sujeta al principio de falibilidad
La prodigalidad implica, de manera inevitable, una mayor probabilidad de error. Si sucumbimos a la simplificación extrema de las decisiones de los jueces, sin analizar nunca el fondo de la cuestión que se dilucida, estaremos contribuyendo involuntariamente a caricaturizar la justicia. Porque todo lo desmesurado deviene en insignificante. La figura del “investigado” se ha convertido en “moneda corriente”. Basta un auto de dos líneas firmado por un juez para que un ciudadano sienta como todo su universo se tambalea. Una persona honrada puede ver como toda su fama o reputación personal se hunden súbitamente desde la más absoluta impotencia. Te colocan el cartel de “investigado”, que se te señala socialmente como un apestado sin más contemplaciones ni consideración, y te arruinan la vida. No estoy hablando de los políticos (que asumen voluntariamente de alguna manera este riesgo) sino de los funcionarios.
Entre los empleados públicos que intervienen en la elaboración de los expedientes se ha instalado un lógico “pánico a la imputación (investigación)” de efectos muy perniciosos. Nadie quiere asumir, y con razón, el más mínimo riesgo.
Una determinada interpretación de la norma puede derivar en una imputación (investigación) que te expone ante la opinión pública como un corrupto. Nadie está dispuesto a aceptar esta (injusta) situación, porque cuando llega la hora de la verdad, las terribles citaciones judiciales tienen nombres y apellidos concretos y “nadie se acuerda de nadie”. Creo llegado el momento de que todos nos paremos a reflexionar sobre esta cuestión porque que quizá, con buena intención, estemos en un camino equivocado. Hay que saber diferenciar con claridad lo que es corrupción política de lo que son meros errores, interpretaciones o aplicación flexible de la norma. La aplicación justa y correcta de la ley obliga a adecuarla, en cada caso, al interés general y no al revés (es lo que se conoce habitualmente como obedecer al espíritu de la ley). Podría relatar una larga serie de ejemplos muy de actualidad en los que la “aplicación intransigente” de la ley está siendo lesiva para la comunidad. Me quedo con la última, que me han llevado a compartir públicamente esta reflexión.
La semana pasada asistí a la mesa de contratación para la adquisición de vacunas. Llevamos (por razones de un desabastecimiento general en todo el estado) un considerable retraso en la aplicación de calendario con el consiguiente perjuicio para niños y niñas.
Al abrir las plicas se comprueba que las tres empresas licitadoras habían cometido el mismo error de no incluir en el precio ofertado el IPSI (es un mísero 0,5% simbólico); al parecer porque así se hace en la península con el IVA. Todos los miembros de la mesa entendían (me incluyo) que se trataba de una nimiedad que en nada perjudicaba la licitación, que no daba ventaja a ninguna empresa, y que no perjudicaba al ayuntamiento. Pero… se incumplía la ley en su interpretación más rigurosa. La consecuencia era dejar el concurso desierto e iniciar otro nuevo, y que los niños y niñas tengan que seguir esperando poniendo en peligro su salud. ¿Esto se puede confundir con un caso de corrupción? Pero claro, la respuesta de los funcionarios, ante una petición de “comprensión de la situación” es inapelable: “Si, pero es ilegal y yo soy el que firma; y si después hay una denuncia, el investigado soy yo”
La lucha contra corrupción es un imperativo moral ineludible en este tiempo. Pero hacerlo de manera irracional y descontextualizada, espoleados por la sed de venganza de una sociedad frustrada y resentida, puede provocar un estado de confusión que degenere en el absurdo.
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