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La algarabía

El PP, acosado por los problemas y agobiado en su propia incompetencia, ha decidido organizar una algarabía para desplazar el centro de atención de la opinión lejos de sus ineludibles responsabilidades. En estos casos, lo mejor es el ruido. Para ello han utilizado unas declaraciones de la Ministra de Asuntos Exteriores apuntando la posibilidad de negociar un tratado con Marruecos de reciprocidad en el reconocimiento del derecho de sufragio activo en las elecciones locales. Se han puesto el disfraz de “defensores de la españolidad de Ceuta”, y como los antiguos charlatanes de feria se han entregado a la innoble tarea de embaucar a la ciudadanía vendiendo su particular crecepelo. “No consentiremos que los marroquíes voten en Ceuta”, dicen. Patético.
Como consideración previa, es conveniente recordar, siempre es conveniente recordar, que la defensa de la españolidad de Ceuta, para el PP no es más que una estratagema electoral. Pura hipocresía. El hoy devenido en la reencarnación del Cid Campeador, el señor Aznar, cuando fue Presidente del Gobierno (ocho largos años) sólo fue capaz de visitar Ceuta de un modo vergonzante, escondido en un polideportivo y jurando a Mohamed VI (para que nos se enfadase) que lo hacía en su condición de “candidato” y nunca como Presidente del Gobierno. Las promesas del PP sobre el cumplimiento de la Transitoria Quinta quedaron en burdas mentiras. El inventario de hechos que demuestran la asunción del PP de la “política de estado” que supone sacrificar los intereses de Ceuta y Melilla para no perjudicar las relaciones con Marruecos, es inagotable.
La prueba de que estamos ante una maniobra mediática sin consistencia alguna en el orden de la política efectiva, se encuentra en el sepulcral silencio que guarda la dirección nacional del PP al respecto. Si fuera cierto que el PP se ha posicionado en contra de la idea avanzada por el Gobierno, evidentemente circunscrita al ámbito de la política internacional, ya la hubieran contestado con la dureza habitual. Ni rastro de declaración alguna.
No obstante, este falso debate abierto por el PP con intereses espurios, bien puede servir para reflexionar sobre un asunto de gran actualidad, e incluso para extraer algunas conclusiones útiles.
El voto extranjero es una cuestión que está suscitando una agitada polémica en todos los países europeos. No en vano es un elemento clave de la política de inmigración que preocupa enormemente, en tanto que debe dar una respuesta lo más acertada posible al fenómeno social por excelencia de este siglo, que no es otro que la reconfiguración de las sociedades propiciada por la globalización. La línea de pensamiento más extendida, considera que el reconocimiento del derecho al voto es fundamental para lograr una correcta integración de los ciudadanos extranjeros en la comunicad receptora. Carece de lógica democrática exigir a un ciudadano el cumplimiento de las obligaciones (por ejemplo pagar impuestos) pero privarle de los derechos básicos. El derecho a la participación política es inherente a la condición plena de ciudadano y al ejercicio de su dignidad. En esta dirección se debe caminar. Pero este reconocimiento puede entrar (entra de hecho) en conflicto con otro pilar fundamental de los estados democráticos, como es el concepto de la soberanía nacional. En la mayoría de los países europeos este conflicto se ha resuelto, de momento, mediante una fórmula de equilibrio que concede a los extranjeros el derecho a voto pero sólo en las elecciones locales. Las elecciones a los parlamentos, en los que reside la soberanía nacional, quedan reservadas para los ciudadanos que ostentan la nacionalidad. Esta es la tesis abrazada por el estado español.
La Constitución Española aprobada en mil novecientos setenta y ocho, sólo ha sufrido una modificación en treinta años, y es precisamente el reconocimiento del voto a los extranjeros. Sucedió en mil novecientos noventa y dos, como consecuencia del Tratado de Maastricht que obligaba a que los ciudadanos de la Unión Europea pudieran votar en  las elecciones municipales. La modificación, apoyada por PP, PSOE y otros grupos minoritarios, contempla la posibilidad de que los extranjeros voten en elecciones municipales, articulando este derecho en torno a los tratados internacionales y al derecho de reciprocidad (artículo trece, apartado dos, de la Constitución). Es decir, sólo podrán votar aquellos extranjeros legalmente residentes, que acrediten un periodo de permanencia (en la actualidad cinco años), y cuyo país suscriba un tratado con España que permita a los españoles allí residentes votar en igualdad de condiciones. Queda expresamente excluida la posibilidad de votar en elecciones generales y autonómicas, ya que el artículo uno de nuestra constitución vincula la soberanía nacional a la nacionalidad y no a la ciudadanía. Y ésta reside en los parlamentos legislativos (tanto estatal como autonómico). En la actualidad, cumpliendo todos los requisitos, con el apoyo expreso de PSOE y PP, se encuentran, además de Noruega y todos los países de la Unión Europea, Argentina, Colombia, Perú, República de Trinidad y Tobago, Chile, Ecuador, Cabo Verde, Paraguay, Islandia, Nueva Zelanda, Bolivia y Uruguay.
La propuesta adelantada de manera informal por la Ministra de Asuntos Exteriores, está cargada de lógica. Es irrebatible. Lo que ha dicho es que, el cambio constitucional que se ha producido en Marruecos abre la puerta a un posible tratado de reciprocidad sobre el derecho al voto. ¿Quién podría decir lo contrario? ¿Cómo se puede defender que voten en España los ciudadanos de Trinidad y Tobago y no los de Marruecos? Un inciso. Marruecos, con un dieciocho por ciento, es el país que más residentes legales tiene en España. El PP no puede propugnar un marco de relaciones preferentes con Marruecos (como hace de hecho) y, simultáneamente, negarle a este país lo que apoya, por ejemplo, para Corea del Sur (el tratado está pendiente del ratificación). No es serio.
En definitiva, si se cumplen los requisitos constitucionalmente establecidos, la lógica impone que los marroquíes que residan legalmente en España podrán votar en las elecciones municipales. Y si esto es así, también podrán votar en Ceuta y Melilla, precisamente porque Ceuta y Melilla son España. Cualquier excepción, además de políticamente insostenible, sería ilegal. La pretensión del PP local de invocar la condición “autonómica” de Ceuta para que no se vea afectada por el hipotético tratado es, sencillamente, ridícula.  Ceuta es un Ayuntamiento, con una ampliación de sus competencias y con capacidad de autoorganización, pero un ayuntamiento. Así lo han expresado en diversos momentos y circunstancias el Tribunal Constitucional, el Consejo de Estado y la Junta Electoral Central, entre otros.
Lo que sucede, y es en lo único que lleva razón el PP, es que produce un cierto escalofrío que los ciudadanos de un país que tiene como objetivo prioritario la anexión de Ceuta y Melilla puedan elegir a los alcaldes de ambas ciudades. Aunque eso tiene una fácil solución. Basta con dotar a Ceuta del rango de Comunidad Autónoma, de conformidad con la disposición Transitoria Quinta. Asunto liquidado. Pero cuando el problema se plantea en estos términos, el PP reacciona como los niños chicos, se tapa los oídos y chilla. Y es que siempre ha resultado mucho más cómodo montar una algarabía que asumir un compromiso.

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