Nos ha tocado vivir en un tiempo acelerado y loco. Tal y como supo ver Arnold Toynbee, el ritmo histórico se asemeja a un corazón en estado de taquicarquia. La frecuencia es cada vez más corta y alargada. No somos capaces de asimilar los constantes cambios que ocurren a nuestro alrededor, ni prepararnos para sus consecuencias. Esta reflexión me ha hecho acordarme de un libro que leí hace unos años titulado “Metabolismos, naturaleza e historia”, escrito por los profesores Manuel González de Molina y Víctor Manuel Toledo. Fue recordar esta obra y buscarla en mi biblioteca. Tengo costumbre, al leer, de subrayar aquellos pasajes que me interesan con un sistema de asteriscos: uno es interesante, dos muy bueno y tres excelente. Con esta última categoría destaqué el siguiente párrafo: “las sociedades logran permanecer y evitar su colapso solamente si logran desactivar los efectos de los intercambios económicos desiguales sobre los intercambios con la naturaleza”.
La explotación de la naturaleza, a escala global, ha alcanzado niveles insostenibles, tal y como ha declarado esta semana la ONU. Estoy seguro de que si los organismos internacionales tuvieran que elegir un lugar que simbolizara el desequilibrio entre las condiciones naturales y la explotación humana pensarían en Ceuta. En apenas 19 km2 vivimos algo más de 80.000 habitantes. La presión antrópica en un territorio tan frágil y valioso como Ceuta es brutal. Llevamos muchos siglos acometiendo una explotación irracional de los recursos naturales con los que cuenta un lugar que parece un capricho de los dioses. No conocemos con detalle las actividades económicas llevadas a cabo por la comunidad humana que habitó el denominado yacimiento protohistórico o fenicio de Ceuta. Puede que se limitaran a la explotación de los recursos ganaderos, agrícolas y pesqueros con los que contaba el remoto asentamiento que ocupamos en la actualidad. Con la llegada de los romanos todo indica que el aprovechamiento de las particulares condiciones naturales de Ceuta alcanzó unas dimensiones desorbitadas. Así lo indica el registro arqueológico. Igual valía para su transformación y posterior venta los productos derivados de los moluscos, los túnidos, los escómbridos, los cetáceos o las tortugas marinas.
Según se iban perfilando las potencias económicas, políticas y religiosas en el área mediterránea, era cada vez más evidente la importancia geoestratégica del Estrecho de Gibraltar y Ceuta. Puede que fueran los bizantinos los primeros que vieron en nuestra ciudad su papel como llave de la doble puerta que abría el acceso entre Europa y África; y entre el mar Mediterráneo y el Océano Atlántico. Consciente de su valor estratégico los posteriores habitantes de Ceuta continuaron un proceso de fortificación que ha durado más de dos mil años. Al inicial muro de cerramiento del complejo industrial salazonero del siglo II d.C., se añadieron la fortaleza bizantina y la imponente cerca califal. Siglos después se sumaron el foso y la Muralla Real lusitana a la que siguieron las fortificaciones españolas del periodo moderno y contemporáneo.
Ceuta, desde sus orígenes, ha representado un doble papel como fortaleza militar y puerto comercial de primer orden. De esta condición bidimensional de Ceuta ha quedado testimonio en los documentos escritos y en el registro arqueológico. Quienes trabajamos en la documentación del patrimonio arqueológico ceutí sabemos de la amplia variedad y riqueza de las mercancías que entraban y salían del puerto ceutí. Los ceutíes hemos sido, sobre todo, gentes del mar, del comercio y de la defensa militar. Cuando uno introduce el pico en los estratos de la Ceuta antigua, medieval y moderna lo que sale a la superficie es una amplia representación de tipos cerámicos de procedencia más o menos lejana, así como abundantes restos de conchas y huesos de pescados. Esta misma tierra nos habla de unas gentes que conocían, mucho mejor que nosotros, la potencialidad económica de nuestros recursos geológicos y naturales. Igual aprovechaban los depósitos de arcilla para producir objetos cerámicos, que explotaban los filones de hierro y cobre para producir clavos y tachuelas para construir barcos de guerra. Entonces apenas si se desaprovechaba nada. Los huesos servían para obtener utensilios artesanales o yunques de herrero.
Todavía a principios del siglo XX, Ceuta era un abigarrado caserío dotado de pequeñas huertas y amplios espacios abiertos que se llenaron de chabolas con la repentina llegada del “progreso” a Ceuta. Tardamos muchas décadas en disolver estos núcleos de chabolismo y realojar a sus habitantes en barriadas construidas a prisas y con unas calidades pésimas. Fue en este tiempo cuando Ceuta aceleró su ritmo y entró en una fase de incontrolable aceleración del pulso. Los picos que abrían la tierra para alojar los cimientos de las nuevas construcciones en tiempos de Carlos Posac fueron sustituidos por potentes máquinas excavadoras capaces de desmontar una colina en pocas semanas. Con la perspicacia que caracterizaba a Lewis Mumford, este destacado pensador norteamericano pronosticó que nuestro tiempo sería conocido en el futuro como la era del Bulldócer.
Las máquinas excavadoras funcionan como enormes gomas de borrar de los planos antiguos de las ciudades históricas. Son capaces de hacer desaparecer en pocas horas los tenues recuerdos de un pasado remoto. Algunos pensarán que el estudio del pasado es cosa de nostálgicos, románticos y aburridos eruditos. Sin embargo, la historia tiene un papel anticipatorio del futuro que no podemos ignorar. Tal y como escribió Lewis Mumford en la introducción de su obra “La condición del hombre”, “sino tenemos tiempo para comprender el pasado no tendremos la visión para dominar el futuro, porque el pasado no nos deja nunca y el futuro está a las puertas”. Este profundo y memorable pensamiento puede ser enriquecido con la concepción de la historia defendida por R.W. Collingwood en su obra “la idea de la historia”. Decía este célebre historiador inglés que sólo debía interesar a los historiadores aquella parte del pasado que seguía ejerciendo influencia en el presente. Podría decirse que Collingwood hizo gala de un perspicaz humor inglés con esta declaración académica. ¿Acaso hay algún aspecto del pasado que no influya de una manera directa o indirecta en el presente?
Puede que el papel de los historiadores sea precisamente éste: hacer consciente la influencia que en el pasado tiene el devenir actual y su influencia en el futuro. Y aun así, sabiendo la inercia que ejerce el pasado en el movimiento histórico, hay que contar con lo observado por el físico Maxwell, que dio lugar a su teoría de los puntos singulares. Si tenemos en cuenta la tendencia que marca el pasado estamos abocados a una catástrofe planetaria que pone en entredicho la “inteligencia” de la especie humana. Sin embargo, siguiendo la teoría de los puntos singulares de Maxwell, cuando más complejo se hace un sistema, más posibilidades hay que surja un acontecimiento singular que logre un cambio inesperado en el rumbo de un complejo organizativo como el nuestro. Ni los más agudos pensadores del imperio romano, plenamente convencidos de la insostenibilidad de su imperio, previeron el surgimiento de una figura como la de Jesús de Nazaret y del cristianismo. Tampoco nadie supo ver que la desesperación de un vendedor ambulante tunecino, que le llevó a quemarse a lo bonzo, desembocaría en la llamada “Primavera árabe”. Son chispas que saltan de una compleja megamáquina que pueden provocar un incendio controlable o un cambio inesperado en el devenir de la humanidad. En mi caso, como mi admirado Henry David Thoreau, permanezco “esperando grandes cosas”.
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