Categorías: Opinión

la aceituna

Hace algún tiempo que intento narrar esta experiencia. Hasta ahora no lo había conseguido. No puedo explicar bien las razones que me mueven a infringir mi propio código ético (nunca desnudo mi intimidad). Y sin embargo, en esta ocasión, un enigmático instinto me impele a hacerlo.

“No se aprende a vivir hasta que se tiene clara la perspectiva de la muerte” Leí casualmente esta frase entresacada de las reflexiones de un filósofo actual. Me causó una intrigante impresión ¿Qué es la perspectiva de la muerte? ¿Es posible ver la vida desde la muerte? Desde entonces, esta idea me rondaba insistentemente por la cabeza sin terminar de ordenar mis pensamientos sobre ella. No acertaba  a ahormar un concepto suficientemente estructurado. Abandonaba temporalmente la pretensión y la retomaba en un círculo que parecía no tener fin. Quizá es que nunca había estado cerca de la muerte, y por eso me resultaba inalcanzable toda posibilidad de desentrañar su significado. No me refiero a su dimensión biológica, fácil de comprender, interpretar y asimilar. Tampoco se trata de evaluar sus consecuencias sobre el estado de ánimo de las personas o sobre los comportamientos culturales y sociales.  El reto es entender la muerte como un estado psicológico que forma parte de la vida y se confunde con ella. Es una suerte de síntesis retrospectiva que desvela el sentido de nuestra existencia.
Mi hermana menor (Paloma) murió hace ocho meses víctima de un cáncer de páncreas. Tenía cincuenta y tres años. Pocos días antes de fallecer la visité en el lugar en el que apuraba sus últimas horas. Su desmedido sentido de la dignidad siempre retrasaba el momento. No quería que nadie (aún menos “nuestra” pequeña, a la que adoraba) la viera en avanzado estado de deterioro. Ella, que siempre fue un torbellino de una energía vital arrolladora, quería mantener impoluta su personalidad, ya claramente divorciada de su maltrecho cuerpo. Se resistía a inspirar pena. Quien fuera un tótem de fortaleza afectiva inexpugnable, no admitía verse, en su dramático epílogo, traicionándose a sí misma. Al final, mi presentimiento de quedar condenado a convivir con aquella oquedad, supero a la racionalidad, y forzó la tan demorada (y temida) visita. Durante siete interminables y angustiosas horas compartimos un universo impostado y artificial, como el último reducto de una vida que se apagaba inexorablemente entre una inasible sensación de rabia  e injusticia. Ya vivía con la única fe de conservar intacta su lucidez y no mancillar sus cuidados principios. Hizo un ímprobo esfuerzo para atender a sus acompañantes. Gastaba una energía que no tenía para seguir siendo fiel a sí misma. Todos queríamos aparentar normalidad. Hablar de banalidades, ver la televisión o evocar recuerdos alegres, intentando una huida imposible. Los rostros con expresión disimulada escondían una verdad trágica y desubicada. Como intentando sostener una esperanza que ya era vana. A penas podía comer, tan sólo gelatina que devoraba como un débil eslabón con lo cotidiano.
De repente, en un arrebato de valentía, se revolvió, y como estimulada por un gran desafío, pidió una aceituna. Y se la comió. Toda la vida condensada en una simple aceituna. Las pasiones que determinan la existencia de la especie humana, se hicieron patentes en un instante en torno a aquella diminuta oliva. El espíritu de superación, la rebeldía frente al destino, el deseo como pulsión última. Desde la muerte se veía la vida en aquel gesto. Esa es la auténtica perspectiva. Lo entendí a la perfección. La vida no es  más que una repetitiva expresión incierta de la muerte. En el definitivo estadio de la verdad, todo es tan insignificante como una vulgar aceituna.
Nos despedimos. Exhausta, se levantó con parsimonia y firmeza; me agarró fuerte, con sus brazos escuálidos, y me besó. Sus labios cálidos transmitían la paz de siempre. Con la pasión de siempre. Impartía su habitual lección magistral. La última.

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