Opinión

La abuela

Tenemos un pequeño apartamento en la costa granadina. Es el fruto del ahorro de una vida de trabajo. En él nos refugiamos casi todas las semanas, tanto en invierno como en verano. La razón es bien fácil. Después de pasar casi toda nuestra vida laboral en ciudades costeras, echamos de menos el mar. Asimismo, parece que bajar hasta la costa, favorece la presión arterial. Y también ayuda a relajarse y a desconectar del día a día. El problema son los veranos. Fundamentalmente el mes de agosto, pues la urbanización se llena de visitantes. Este año hay muchos niños de todas las edades. En esas circunstancias, respetar unas mínimas normas de convivencia es esencial.

En un artículo que escribí en 2020 titulado “Eternos vecinos”, contaba algunos ejemplos de vecinos que nos habían tocado a lo largo y ancho de la geografía por la que nos habíamos movido, que no era poca. El caso más simpático fue el de la “vecina animadora”. El siguiente, no tan simpático, el del “hombre masa”. El más reciente el de la “niña que nació mayor”.

El de la “vecina animadora” era especialmente peculiar, pues el ritual se repetía casi a diario. Ella llegaba taconeando por todo el piso. Este era el aviso para que todos estuviéramos pendientes. A continuación se iba a la cama con su pareja. Todos callábamos y escuchábamos. Pronto la cama comenzaba a balancearse. A continuación, surgían los gemidos de ella, que iban subiendo de tono hasta que se convertían en auténticos alaridos de placer. Pero la cosa no terminaba en el tiempo que podemos considerar como habitual (excepciones aparte). Seguían así un buen rato.

El del “hombre masa”, resultó bastante molesto. Lo sufríamos a diario. Era una persona que no hablaba, ni saludaba. Cuando los demás estábamos en la siesta, ellos estaban con la televisión a todo volumen. Cuando la mayoría habíamos acabado de cenar, ellos llegaban a la casa dando portazos, rastreando mesas y sillas, y discutiendo unos con otros. Primero comenzaban los niños. A continuación, entraba en escena la madre, que empezaba a dar voces de forma histérica. Acto seguido, intervenía el “macho”, dando gritos, puñetazos en la mesa y amenazando a diestro y siniestro. A veces, ahí acababa todo. Pero, con mucha frecuencia, era el comienzo de una fuerte discusión familiar, a la que seguía un estruendoso portazo, cuando alguno de ellos abandona el hogar familiar.

El de la “niña que nació mayor”, en parte, lo seguimos sufriendo. Es el prototipo de mujer maledicente que José Mota caricaturizó magistralmente con su personaje de Doña Rogelia. Durante años, su marido se dedicó a reformar la casa él solo. Llegamos a cronometrarle hasta diez horas seguidas dando golpes con el cincel y el martillo. No sabemos cómo podía aguantar tanto. Aunque los muros medianeros son de más de 60 centímetros de anchura y las paredes están bien construidas, estos ruidos se oían muy bien. Así hemos estado soportándolo bastantes años. Alguna vez que se nos ocurrió indicarles la conveniencia de que no dieran golpes en las horas más intempestivas, la buena señora nos dijo que ella no había escuchado nada.

Sin embargo, los vecinos que nos han tocado este año en la playa están siendo encantadores. Unos de ellos son una familia compuesta por una abuela, su hija y varios nietos. Su conducta es ejemplar. Hasta el punto de que cuando están reunidos en la terraza, procuran que no se les oiga. Días atrás, fui a echar una siesta en una habitación que linda con esta terraza y bajé la persiana, más que nada, para preservarme del calor del sol que a esas horas da de plano. La abuela, cuando se percató de la operación, inmediatamente enmudeció. No sé si se cambiaron de lugar, o dejaron de hablar. Pero no los escuchó más. Pero ha habido otros detalles interesantes. Algunos padres y madres llevan organizando ya varios días una especie de campeonatos deportivos en la urbanización. Parece que se ha apuntado la mayor parte de la chavalería.

El pasado 16 de agosto se publicaba un artículo en El País, firmado por Carolina Pinedo, explicando por qué no es recomendable solucionar el aburrimiento de los hijos en verano. La razón es porque “conviene que los más pequeños aprendan a gestionar su tiempo libre para que lo puedan disfrutar y busquen por sí mismos actividades que no estén estructuradas por los progenitores”. Los expertos dicen que aburrirse es bueno para los menores porque se trata de un lienzo en blanco donde poder crear con autonomía. No obstante, también nos dicen que, aunque los niños deben ser responsables de su propio aburrimiento, se les puede echar una mano mientras aprenden a hacerlo. Quizás haya sido esta la idea de nuestros vecinos, con la iniciativa de los campeonatos deportivos.

¡Felices vacaciones!

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