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L’air du temps

L’air du temps” es la expresión naïve que se utiliza en el país de Voltaire y Montesquieu para intentar explicar  acontecimientos que parecen desarrollarse con la inevitable fatalidad que se contempla con abatida resignación.
Pues debe ser precisamente “l’air du temps” el que está provocando el decidido y firme giro sociológico al que estamos asistiendo y que, inexorablemente, nos empuja hacia posturas cada vez más ultramontanas.

La radicalización de extrema derecha se siente en todos los ámbitos, si bien se nota especialmente en los medios mal llamados intelectuales (como todo si sólo unos pocos tuviesen la capacidad de pensar) que se están alineando en tropel en ese nuevo orden mundial, que tiene muy poco de novedoso y mucho de orden.
Evidentemente, nada es casual… y esto tampoco lo es.
La extremadamente bien pensada y planeada, aunque  mal llamada crisis económica, ha causado violentos estragos en el mundo del Pensamiento, que ha ido buscando cobijo hacia lares donde la seguridad prima sobre la libertad y donde lo reglamentado prevalece sobre el atreverse a imaginar.
Esta situación ha provocado que teorías, ideas o comportamientos absolutamente impensables hace apenas dos décadas (la reedición en Alemania del Mein Kampf de Hitler es buena prueba de ello), no sólo hayan anidado en la élite de la inteligenzia sino que, inevitablemente, han terminado filtrándose en todas las capas de la sociedad. Así, el hecho de que las formaciones de extrema derecha en Europa hayan pasado de ser meramente testimoniales a fuerzas con capacidad de gobernar lo verifica incontestablemente.
En Europa la fuerte subida del antisemistismo, por una parte, se mezcla curiosamente con una islamofobia creciente en un ambiente polarizado por unas religiones cada vez más fanatizadas, que ya es decir.  Todo ello se desarrolla en un caldo de cultivo que baña un continente con tasas de paro nunca conocidas desde la Segunda Guerra Mundial. Además, la subida de los nacionalismos –santo y seña de la derecha más rancia e intolerante- hace presagiar un terrorífico déjà-vu en una sociedad dominada por el miedo: miedo a expresarse libremente debido a los condicionantes culturales, sociales, políticos… y, cómo no, laborales. El Miedo es, pues, clave para que se sigan perpetuando estas situaciones. Evidentemente, nada nuevo bajo el sol.
¿Pero dónde se encuentra la génesis de esta situación?
Quizás debamos remontarnos a principios de los años 80, cuando Ronald Reagan y Margaret Tatcher abrazan sin reparo las teorías del ultra liberal y Premio Nobel Milton Friedman. Friedman fue el economista que capitaneó la tristemente famosa Escuela Económica de Chicago, aplicando por primera vez sus teorías de forma global y sin freno alguno en la dictadura de Pinochet.
Por cierto, bien es sabido que el supuesto “milagro” de Friedman cosechó en la dictadura chilena un sonoro fracaso en lo económico –el estado acabó por intervenir para que no se terminara de hundir la economía del país- aunque sí liquidó todo aquello que olía a oposición improvisando campos de concentración urbanos en los estadios de fútbol.
Pese  a todo (Pinochet da el golpe de estado en 1973) y fiel a sus convicciones, Reagan llegó a afirmar en los 80 que el Estado no era la solución a los problemas de los ciudadanos, sino que el Estado en sí era EL problema. Se acababa de dar el pistoletazo de salida al imperio de lo que hoy llamamos “los mercados”. Se nos inculcó que lo normal, en un sistema capitalista, es que se comprase y vendiese sin restricciones de ningún tipo obviando de forma intransigente la intervención del Estado en cualquier faceta, considerándola como una tutela insoportable y como algo que iba contra la libertad individual.
No se entendió que aquello que se “vendía” como libertad absoluta era, en realidad, que cada uno tendría lo que tuviese capacidad de comprar. Dicho de otra forma y desde la óptica neoliberal: para ganar dinero –mucho- había que acabar con todo lo público. En el envite, los diferentes lobbys (pero sobre todo el financiero) emplearon en Estados Unidos miles de millones de dólares en medios de comunicación, políticos y compra de pensamientos para que, por fin, todo el mundo aceptase como buenos los planteamientos de Friedman… Aunque eso se tradujera en la posibilidad de infinitas especulaciones y astronómicas ganancias privadas, mientras que las pérdidas sí se iban a socializar (¿hace falta recordar, por ejemplo, quién ha pagado el rescate de los bancos?).
Esa mágica y falsa regla de tres quiere decir que todo lo gestionado por el ámbito privado es mejor que lo público, porque supone un menor coste para el Estado. Obviamente, además de ser absolutamente falsa, esta teoría grava a los ciudadanos con grandes problemas: servicios de pésima calidad, primar los beneficios sobre la calidad… Pero, si algo sale mal, ahí está el denostado Estado para sufragar la falta de beneficios. Traducido al lenguaje de patio de colegio: “lo mío, mío, y lo tuyo, de los dos”; así de simple.   
Las consecuencias de la aplicación de estas políticas neoliberales las estamos sufriendo todos a día de hoy, aunque la élite política se empeñe en machacarnos con eso de que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades… Algo que por cierto nos hemos creído a pie juntillas, sin rechistar.
Este es el proceso por el que se está desmontando el sistema público en todos los ámbitos. Insisto, en TODOS, y si no preguntémonos qué hace la organización paramilitar privada Blackwater en los grandes conflictos como Irak o Afganistán (tanto es así que un general estadounidense aseguraba que cuando llegaba estaban “ellos” y cuando se iban se quedaban para cerrarlo todo). Hasta las supuestas guerras por la libertad han sido privatizadas de forma descarada.
El caso es que, poco a poco, hemos acabado por asumir y aceptar que el liberalismo es la solución a todos los males y que oponerse a él es sinónimo de trasnochadas épocas.
La prueba de que estos planteamientos eran los mejores consistió en contraponerlos al desastre económico –más que evidente- que supuso la dictadura comunista; y el mensaje caló.
Una vez que el principio de base formaba parte de nuestro ADN emocional, solo quedaba prepararnos para el siguiente paso: considerar la Democracia como algo fútil y prescindible por corrupta y cacofónica. Y en esas estamos.
Ahora, en este giro hacia la intolerancia que estamos viviendo, parece faltar muy poco para el regreso al medievo ideológico que supusieron los negros años 30.
El desprecio a los más pobres (más pobres que nosotros, se entiende), la búsqueda del cabeza de turco que catalice todos nuestros males, el rechazo sistemático a los inmigrantes (que vienen a nuestras costas por guerras y situaciones económicas que hemos provocado desde Europa, no se nos olvide) y una insoportable ansia de dictadura como único sistema capaz de aportar tranquilidad a las gentes de bien, representan una mezcla sociológicamente explosiva que no tardará en detonar.
Y como antes se aludía, en este chapoteo claramente fascista no faltan los justificadores que, pluma en mano, se manifiestan cada vez más abiertamente a favor de unos postulados de extrema derecha que parecen haber sido aceptados ya como normales, e incluso necesarios, por todos.
Así pues, tras lo que ahora se denomina “dictadura de los mercados” y que en realidad debería llamarse “indecencia de los paraísos fiscales”, vamos inexorablemente camino de un sistema totalitario que, como en los tiempos de los camisas pardas, será requerido a gritos (si no lo está ya) por la mayoría como única vía para sacarnos de la situación de crisis social; algo que, insisto, está ya siendo alabado y justificado por más de un pensador de la nueva era.
Hay quien dice que ya no queda capacidad de reacción para rectificar el rumbo al pasado, y lo cierto es que viendo el panorama político español, francés o alemán (por no hablar del polaco) lo verifican plenamente, y eso sin mencionar a Erdogán, que está transformando Turquía en un estado fascista en toda regla. El “amigo” Erdorgán”, al que se le perdona todo con tal de que siga siendo el fiel aliado de Occidente contra Daesh. Todo un plan.
Ya lo ven, “l’air du temps” está resultando ser mucho más que una “naïve” expresión de allende los Pirineos… Lamentablemente.

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