Cuando el próximo lunes aparezca este artículo, ya habrá comenzado a dar sus primeros pasos la Semana Santa en toda España. Y en mi pueblo, Mirandilla, sus amplios campos parecerán como una frondosa alfombra verde a sus pies tendida, propia de la primavera que ahora está allí en su máximo apogeo y en su mayor esplendor; será como un estallido de luz y colores, con un sol radiante y nítido que todo lo ilumina y lo resalta para darle mayor riqueza y colorido. Nunca por estas fechas ni en el otoño suelo faltar en Extremadura, pero el año pasado y el actual, la maligna pandemia de coronavirus, nos ha impuesto severas restricciones perimetrales y confinamientos que me lo han impedido, como a todos.
La Semana Santa ya sabemos que es una vieja tradición cristiana de hace más de dos mil años que llevamos conmemorando la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Si bien, como fiesta cristiana, fue instituida en el calendario litúrgico de la Iglesia el año 325, en el Concilio de Nicea. Y es curioso, pero aunque la gente cada vez se muestra más indiferente y secularizada, con aparente menos fe y devoción hacia las cosas de la Iglesia, luego cada año la Semana Santa parece crecerse e ir a más. No se sabe muy bien si como auténtica razón de fe o como mero folclore festivo que hace referencia a una costumbre que se celebra en todo el mundo cristiano.
Sea como fuere, si uno se pone a reflexionar sobre la vida y obra de Jesucristo, en mi caso, siempre llego a la misma conclusión; que, pese a haber transcurrido ya más de veinte siglos, su figura y su obra siguen agrandándose y conmocionando al mundo. Hoy, casi 2.500 millones de fieles todavía creen en Él y su doctrina, lo aman y lo veneran en la mayor parte del orbe terráqueo, con mi respeto e independencia, claro está, a las demás religiones que otros creyentes profesan, todas muy respetables y por mí muy respetadas. Pienso que una tradición sólo puede perdurar tanto tiempo y con tanta intensidad si se tiene la creencia firme de que la fe en Jesucristo produce ternura y amor; cuando se encuentra en Él, además de divinidad, también humildad, refugio, amparo, paz y sosiego.
Y, se sea o no creyente en Cristo, es incuestionable que continúa hoy siendo la figura central de la Humanidad. Creo que no hay profeta, ni mesías, ni emperador, ni rey, ni gobernante más poderoso y carismático, ni general más victorioso, ni ejército más valiente, ni todos esos poderes terrenales juntos, que haya tenido tanta influencia en la vida de las personas, como la que desde hace dos mil años sigue Él dejándonos con su huella indeleble tan marcada. Ese es un hecho cierto, real e inequívoco, que a mí particularmente me hace reafirmarse aún más en mi fe cristiana, aun siendo profundamente respetuoso con la fe de los demás.
Nací y me crie en el seno de una familia cristiana. Mi madre nos enseñó a los cuatro hermanos a rezar por las noches en la cama, antes de dormirnos, aquellas preciosas oraciones de: “Jesusito de mi vida, eres niño como yo, por eso te quiero tanto y te doy mi corazón”. “Con Dios me acuesto, con Dios me levanto, con la Virgen María y el Espíritu Santo”. Y “Ángel de la guarda, dulce compañía, no me abandones ni de noche ni de día”. Luego, en mi pueblo, Mirandilla, viví de pequeño en el ambiente religioso que se respiraba allá por la década de los años 1945-1955. En su monumental y preciosa Iglesia de la Magdalena, uno de los templos mejores y más conservada de toda la comarca de Mérida, me bauticé, fui a la catequesis, me confirmé, fui monaguillo y hace ocho años me hizo mucha ilusión pronunciar desde su esplendoroso Altar Mayor el primer pregón de Semana Santa de Mirandilla. También en Ceuta fui en 1959 costalero y hace unos quince años, pregonero en la prestigiosa Asociación La Tertulia Flamenca.
Soy creyente desde niño, porque mi familia me lo inculcó, pero también lo soy por propia convicción, sobre todo, porque siempre que he asistido a cumplir con los preceptos religiosos me he dado cuenta de que la iglesia es un lugar de respeto donde nunca se enseñan ni aprenden cosas malas, sino buenas obras, ser solidario con los demás, llevar una vida ordenada, en paz y en gracia de Dios, aunque nadie estemos libres de pecados y defectos; sobre todo, tratando de hacer el bien y de evitando el mal. Y muchas veces me pregunto: Si la doctrina cristiana nos enseña cosas buenas y a vivir en paz, ¿por qué hay luego tanta violencia en el mundo?. Hay guerras, terrorismo, atentados, violencia, muertes de mujeres a manos de hombres y, a veces, incluso ante sus hijos pequeños. Hay hijos que matan a sus padres y padres a sus hijos; salvajes agresiones de pederastas a niños, asesinatos a cristianos por el sólo hecho de serlo, o por otras causas perversas.
Pero, ¿hasta dónde vamos a llegar a parar?. ¿Cómo pueden valer hoy tan poco la vida y la dignidad de las personas?. Y es que los seres humanos andamos desquiciados. El mundo parece estar al revés en todo aquello que Dios nos enseña a amar. Y creo que eso sucede debido a la quiebra de valores humanos que el mundo está padeciendo, que siempre fueron norte y guía de la sociedad. Y creo que es necesario volver a recuperar esos valores principales; también el juicio, la razón, el sentido común, la cordura, la sensatez, y todo lo que siempre fueron principios morales y cristianos de la sociedad, como familia, respeto mutuo, paz, justicia y amor.
Hace unos 2400 años Platón ya dijo: “Es imposible que pueda ser feliz quien vive para hacer mal a los demás”. También Aristóteles decía, que: “La felicidad consiste en hacer el bien” y Cervantes en el Quijote nos enseña que, “no es bien que unos hombres hagan de sufrir a otros hombres sin motivo ni razón”. Pues, estos días de Pasión, parecen las fechas más propicias para que todos nos llevemos bien y podamos vivir en paz, expulsando de nuestros corazones todo lo malo, el odio, el egoísmo, la soberbia, la ira, la envidia y el rencor. Santo Tomás de Aquino nos dice que: “El alma de cada uno se conoce por sus actos”. Y muchas veces nos hacemos la vida imposible los unos a los otros sin motivo ni razón, casi por nada.
Pues, en mi condición de creyente cristiano, he llegado muchas veces a preguntarme, por qué mataron a Jesús. Es más, a través de mi formación jurídica he sentido la curiosidad de ver si verdaderamente existían motivos para juzgarle, condenarle y ejecutar su muerte. Y, con la ley de entonces en la mano, necesariamente se llega a la conclusión de que Cristo no tenía nunca que haber muerto si hubiera tenido un juicio independiente, imparcial, ajustado a derecho y con todas las garantías. Entre otras muchas ilegalidades que se aprecian en su proceso, condena y ejecución, que es difícil poder recogerlas todas en un solo artículo, creo que estarían las siguientes:
Fue acusado de blasfemia por decir que era el Mesías y rey de Israel. Pero Cristo sólo se refería a un reino espiritual, no temporal. Si lo iba diciendo Él mismo: “Mi reino no es de este mundo”.- También se le acusó de incitar al pueblo a no pagar impuestos. Y era falso. Él iba por todas partes predicando: “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”. Lo torturaron sin piedad, lo masacraron, lo crucificaron y lo coronaron con espinas, todo pese a prohibirlo la ley. Ningún juicio debía llevarse a cabo durante alguna celebración, porque estaba prohibido, y a Jesús lo juzgaron durante la Pascua. Fue juzgado de noche, y sólo podían hacerlo de día. Lo juzgó un tribunal incompetente y que estaba contaminado.
Para acusarlo, se exigían dos testigos presenciales; y los que declararon contra Él eran falsos, como Judas. El juez Caifás, era también un acusador, y desde el derecho romano sabemos que “no se puede ser a la vez juez y parte”.- El mismo Pilato, que por miedo al pueblo enfurecido lo condenó, antes había dicho dos veces: No encuentro ningún delito. Este hombre es inocente. (Lucas 23:4.11).- Cada miembro de la corte debía votar individualmente para condenar o absolver, pero Jesús fue condenado por una masa enfurecida.- Jesús no tuvo abogado; y así, ni podía ser juzgado, ni condenado, ni ejecutado. Y la ley exigía la asistencia letrada y tener representación. No debían hacerse preguntas capciosas ni de autoincriminación al acusado, pero a Jesús se le preguntó si Él era el Cristo. El Sanedrín o tribunal, no deliberó previamente a dictar sentencia
Ningún juicio debía llevarse a cabo por la noche ni en día festivo, pero el de Jesús se celebró antes del amanecer y el día de Pascua. Si la condena por el juzgado sentenciador era a muerte, debía pasar una noche antes de que la sentencia fuera ejecutada; sin embargo, solo pasaron unas cuantas horas antes de que Jesús fuera puesto en la cruz.- Lo mataron antes de las 24 horas de su condena, y la ley exigía que fuera después.- El Juicio y condena a muerte de Jesús se ve claramente que fue político, por motivos meramente ideológico. Se ve perfectamente cuando Caifás le preguntó: "¿Eres tú Cristo, el Hijo de Dios?". Cristo respondió: "Tu lo has dicho". Para el Sumo Sacerdote, esto era una blasfemia. Rasgando sus vestidos como señal de insulto personal, pidió un decisión del Sanedrín, la gran mayoría acordó que Jesús debería morir. Todos coincidieron en que no debían permitir a “ese hombre divulgar sus doctrinas entre el pueblo”, porque interpretaron que lo que pretendía era ser rey de los judíos.
Su muerte estaba ya decidida. En esa época había muchos que decían que era el Mesías, y generalmente los consideraban locos y no les hacían ni caso. Pero en el caso de Jesús, el odio fue tan grande que lo querían matar a toda costa, porque predicaba una nueva doctrina. Por esta razón lo acusaron también de traición contra Roma y lo llevaron ante Pilato para la sentencia final. El procurador romano propuso cumplir con la costumbre de Pascua de poner en libertad a un preso, preguntando: ¿Preferís soltar a Jesús o a Barrabás, éste un criminal y asaltante de la región de Judea. Pero ellos gritaron:" suéltanos a Barrabás”. Confundido Pilato, pregunto: "Que hago con Jesús, llamado el Cristo”?. Y todos contestaron: “Crucifícalo”.
La esposa de Pilato, Claudia Prócula, oyó lo que sucedía y envió un aviso a Pilato rogándole que por ningún motivo dejara morir a aquel justo. Esto confundió más aún a Pilato (Mateo 27:19). Éste reafirmó la inocencia de Jesús y de nuevo propuso azotarle para solucionar el problema, pero la chusma sedienta de sangre inocente continuaba gritando ¡Cruciíícale¡. Entonces Pilato hablo nuevamente con el acusado, esperando encontrar una solución o razón para ponerlo en libertad o entregarlo a sus enemigos. (Juan 19:8-15).
Hubo un momento en que pareció que Pilato había decidido soltar a Jesús, pero entonces los judíos le recordaron sus líos políticos: ¿Por quién te decides, por Jesús o por el César (Juan 19:12).
Y delante del pueblo, se lavó las manos, declarándose él inocente de aquella muerte (Mateo 27:24) y ordenando a los soldados que azotasen a Jesucristo (Mateo 27:26), y lo entregó en manos de los principales sacerdotes y de los escribas. El Sanedrín vulneró hasta unas veintisiete veces las leyes del pueblo judío.
Con la ley de aquel tiempo, aquel juicio era nulo de pleno derecho, toda una farsa y una aberración jurídica. Mataron a un inocente, y con Él se cometió la mayor de las atrocidades y la más grande de las injusticias. De su culpabilidad, su condena y muerte, tuvieron gran parte de culpa los mismos a los que Él redimió. El poeta castellano-extremeño Gabriel y Galán, en su poema “La pedrada”, representa cómo un niño, viendo a Jesús sangrando por los duros latigazos, arrojó una piedra al verdugo y le hirió. El propio poeta reflexiona en verso, y dice: “Hoy, que con los hombres voy/ viendo a Jesús padecer/ preguntándome estoy/ ¿somos los hombres de hoy/ como aquel niño de ayer?.
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