Siendo niños -e incluso no tan niños- y aunque nos separaban unos pocos años, formé,junto con mis primos (“los hermanos González Ruíz”, como los llama Ricardo Lacasa en sus atinadas crónicas) un compenetrado trío de compañeros de juegos. Eran tiempos difíciles, por lo que habíamos de ingeniárnoslas para crear nuestros propios juguetes. Tacos, medias bobinas, fichas de dominó y otros artilugios caseros, nos servían para organizar grandes batallas y aventuras de suelo o de sobremesa.
Pero los momentos más intensos los pasábamos en la azotea del edificio en que vivían, allá en Alfau,15,donde se celebraban emocionantes encuentros de fútbol, con pelotas de trapo, en los que participaban otros buenos amigos, esencialmente Manolito Mori, hoy jubilado y afincado en Cádiz. El propio Manolo Morales (q.e.p.d.), quien acudía a casa de mis primos para darles clases particulares, me recordaba, meses antes de su fallecimiento, las veces que, una vez concluidas las tareas docentes, subía con nosotros para intervenir, como uno más, en los partidos. El problema surgía cuando la pelota caía a la calle, aunque siempre se presentaba algún voluntario para recuperarla.
En la fotografía se puede contemplar la mencionada azotea, la del edificio de la derecha, sobre la cual, posteriormente, se elevó una nueva planta, con escaso rigor urbanístico.
En cierta ocasión, y durante algunas semanas, hubimos de interrumpir aquella práctica deportiva, ya que un señor que vivía precisamente bajo la azotea estaba muy enfermo. Todavía recuerdo avergonzado la jubilosa reacción que se produjo entre nosotros cuando nos anunciaron que D. Victoriano -que así se llamaba- había muerto, reacción que ya con más edad he atribuido a la insensatez y la inconsciencia propias de la infancia.
Durante los veranos, mis primos y yo coincidíamos en la casa solariega familiar de Ronda. Aquí -pues en ella estoy ahora- nuestros juegos se expandían por el jardín, la estancia (buen campo de fútbol), la era, la huerta y la acequia. Hacíamos mil travesuras, y lo pasábamos divinamente. Olvidaba añadir la nave del garaje, donde estaba instalado un columpio sobre el cual nos esforzábamos para dar con los pies en las vigas del techo, a más de cuatro metros.Me viene asimismo a la memoria cómo seguiamos allí, en una de las primeras radios de transistores, las hazañas montañeras de Bahamontes en el Tour.
Hace ya bastantes años, cuando los hijos de mi primo Paco eran pequeños, estábamos todos de veraneo en este casón. Una tarde, mientras yo dormía la tradicional e hispánica siesta, me despertaron los gritos que aquél le daba al mayor de sus vástagos: “¡Quico, quítate de ahí, que te vas a matar!”, “¡Niño, ten cuidado!”. Ante tal alarma, me levanté y, a través de la persiana, pregunté que era lo que estaba haciendo el crío,respondiéndome mi primo, con igual tono de enfado: “¡Lo mismo que hacíamos nosotros!”. Después comprobé que el niño iba andando por una fina cornisa, desde la cual, de perderse pie,podía producirse una caída de más de dos metros. Exactamente lo que nosotros hacíamos.
La anécdota es simpática, pero al mismo tiempo reveladora de cuánto nos cambian los años y las responsabilidades. Aquello que nos divertía y atraía siendo menores, ignorando o haciendo caso omiso del peligro que pudiera suponer, se convierte en algo tabú cuando lo realizan las generaciones que nos siguen. Esa es, además, otra de las enseñanzas que se derivan de la anécdota, pues inexorablemente, aunque hayan cambiado las modas, los niños reinciden en las travesuras que hicieron sus mayores.
Lo que es cierto es que, a estas alturas, no estoy dispuesto de ningún modo a dar con los pies en el techo del garaje, ni pienso pasearme por la cornisa de marras. ¡Faltaría más!