Jorge González Almazán es un luchador. Llevar toda la vida al frente del quiosco que ya regentaba anteriormente su padre, en la avenida Capitán Claudio Vázquez de Ceuta, tiene su mérito. Allí había sábados que no se podía ni entrar dada la cantidad de personas que acudían a comprar. Hoy, la imagen es completamente distinta.
La obra desarrollada en esta barriada ha matado el negocio de González. Prácticamente lo han encerrado en una especie de ratonera sin salida ni accesos fáciles. Los vehículos que se detienen para comprar tabaco (es lo único que ya vende además de lotería y apuestas) se arriesgan a una multa.
¿La culpa? Como siempre hay que encontrarla en una administración encargada de promover grandes obras sin fijarse en las personas, sin reparar en que pueden hundir negocios como le está sucediendo a Jorge, que ya no sabe a quién recurrir ante la amenaza que se cierne sobre su negocio, abocado al cierre por no poder siquiera pagar el alquiler.
De seguir así se pondrá el punto y final a uno de los supervivientes a tantas crisis, a quien una obra mal orientada va a terminar por aniquilar. Sus fieles: los clientes de toda la vida, sus familiares y vecinos son los únicos que aún acuden a echar la lotería o comprar tabaco. Hablar con Jorge supone hacerlo con una persona desesperada, que no sabe ya a quién recurrir para que le den una solución.
Por las mañanas, cuando abre el negocio, ni siquiera echa la luz por ahorrar algo. Por sus manos ha pasado la escuela que le dio su padre, heredando una actividad que estaba allí antes incluso que se construyeran las viviendas de Erquicia, Los Rosales y ‘la Pantera’. Es por tanto historia de Ceuta, una historia que pretende fulminar una obra que no ha mirado por las personas a pesar de tener conocimiento –eso es lo más grave- de lo que estaba ocurriendo y sus consecuencias.
Quien circula por la carretera y se detiene unos minutos a comprar algo en el quiosco de Jorge se arriesga a una sanción. Y claro, como bien se pregunta este auténtico luchador: quién se va a parar a comprarle por ejemplo un paquete de tabaco si puede recibir una multa soberana. El miedo causa el rechazo. Incluso se ha multado a los repartidores que han parado solo unos minutos sus vehículos para llevarle mercancía. Desesperado, está al límite y reclama un apoyo.
Entrar en el pequeño local de Jorge es como hacerlo en el último bastión, similar a un pequeño museo que persiste al paso del tiempo, conservando objetos de su padre a los que suma otros que él mismo ha aportado. Billetes antiguos de aquella época en la que todavía mandaban las pesetas, fotografías, recortes, gorros, dibujos y auténticos emblemas.
Antes Jorge ofrecía todo lo que puede aportar un quiosco, pero las circunstancias le han llevado a mantener lo mínimo: el tabaco y la lotería. No puede comprar otro tipo de mercancía que sabe que no venderá por la dificultad en el acceso.
Desesperado, señala el local de quien antes era su vecino: una hamburguesería que tuvo que echar el cierre. A ella se accedía por una escalera que quedó anulada por la obra de Claudio Vázquez. La encerraron y ya nadie paraba a comprar, tuvo que cerrar.
Jorge se mantiene como puede, ya con la soga al cuello. A duras penas puede hacer frente a los pagos, viendo con lástima el paso de unos días que se empeñan en suponer el punto y final a un quiosco de toda la vida, santo y seña de Claudio Vázquez. Se han cargado el negocio del que vive porque Jorge no tiene nada más, Jorge es su quiosco y su quiosco es historia.
La obra le cerró cualquier tipo de acceso. Ni siquiera hay un pequeño espacio para que los coches puedan detenerse unos minutos para hacer cualquier compra rápida. Es lo único que pide, un espacio de tiempo limitado para que los vehículos de clientes y de proveedores puedan hacer sus compras o entregas. ¿Es tan difícil? Parece que al Ayuntamiento le cuesta entenderlo. Sus dirigentes no pueden decir que no sepan esta historia, lo que sucede es que la están ignorando.
Cuando comenzó la obra de Claudio Vázquez, un familiar de Jorge González, viendo que iban a encerrar el quiosco, trasladó la advertencia para que no sucediera. Por aquel entonces se le comunicó a Pedro Sierra, quien fuera responsable de la GIUCE. Supuestamente nada iba suceder, pero se ejecutó la obra y la administración, como una apisonadora, encerró el negocio de Jorge.
Se siguió hablando, trasladando la situación injusta sufrida y requiriendo de Obimace para que se estudiara una solución que evitara el desastre. Finalmente se indicó por parte de un ingeniero de dicha sociedad que era viable desarrollar una pequeña obra para disponer de una accesibilidad. Dicha obra iba a empezar en septiembre. A falta de una semana para entrar en noviembre nada se ha hecho. Ahora se indica que esa obra no se puede hacer.
Se está escribiendo la crónica de la muerte anunciada de este negocio sin que nadie haga nada, sin que el Ayuntamiento simplemente resuelva sus propios errores evitando que un negocio de toda la vida tenga que cerrar no por mala gestión de sus responsables sino por una obra errónea que ha terminado por hundirlo. Desesperado, sin saber qué más hacer, Jorge González desconoce qué día será el último que pueda levantar la persiana.
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