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Jesús visita a Lázaro y a José de Arimatea

Myriam me informó que ya tenía un ojo completamente sano; le había dicho la oftalmóloga que no se lo pincharían más. Pero el otro lo veía bastante mal, y no sabía si se curaría del todo. Ambas nos preocupamos mucho; ella me confesó que rezaba a diario a santa Lucía y le encomendaba su problema. Yo le comenté que en efecto, la oración en muchos casos es lo único que soluciona los asuntos que no se pueden resolver desde el punto de vista humano. Y a continuación le leí un artículo de una revista científica sobre este tema. “…Análisis e informes científicos han investigado la relación entre la práctica religiosa, la salud y el dolor en los enfermos. El psiquiatra Arjam Braam de la universidad de Vrije, Amsterdam, examinó a personas entre 55 y 85 años, y llegó a la conclusión que entre 3.000 personas, los que practicaban su religión sanaban más rápido, porque su salud mental era más receptiva al perdón. Le dije que una monja que ya murió, nos explicó que familias que se odiaban por diversos motivos, eran muy propensas a contraer cáncer. Por otro lado, la Universidad de California, Berkley, ha revelado que la resonancia magnética, el encefalograma y el TAC, entre 5.000 pacientes, ha resultado mejor entre los que oran y meditan. Personas operadas de corazón en la Darthmouth Medical School, han descubierto que la curación en pacientes creyentes, es tres veces superior a los no religiosos. Parece que Myriam sabe bien lo que es la realidad. Es como si alguien está a punto de ser arrollado por un tsunami y se agarra a la oración y se salva. Observo que los judíos de Israel son muy longevos, quizás porque no dejan de orar durante muchas horas al día.
La conclusión es que orar produce milagros inexplicables para la ciencia de la humanidad…
Aún están en Jericó esperando a que vengan Tadeo y Juan, después de haber encontrado algún alojamiento para descansar un poco. Esperan en el mercado, a la sombra de unos árboles, cerca de donde está el puesto de Zaqueo en plena actividad comercial. Ha llegado una mujer muy delgada, con la cara y el cuerpo cubiertos para que nadie la reconozca. En sus pies, unas sandalias juveniles. Vende un brazalete de oro. Zaqueo lo pesa, extiende el dinero, ella lo coge sin decir palabra y se va. Detrás, ¡qué casualidad!, está Iscariote, que observa todos los movimientos de la joven. Él le habla al oído, pero ella se marcha muda. Luego pregunta a Zaqueo quién es, si es joven y si es judía. Mas el comerciante le contesta con aspereza:” ¡lárgate!”. Judas le contesta con altivez que él no tiene hambre de mujeres, y se marcha a preguntar en otros puestos por la joven en cuestión, aunque nadie sabe darle razón de ella, y todos se ríen de él por la insistencia.
Judas va dando bandazos de un sitio a otro, hasta que se topa con Jesús. “¿Quién eres?”, pregunta el Maestro con cierto desdén. Y el otro parece que se enfada. Pedro se ríe de él a carcajadas. “¿Pero tú no trabajabas en los viñedos de tu madre?”. Judas se muerde la lengua, le dice que la vendimia terminó hace tiempo, y recrimina a Pedro que según él, lo ataca porque no lo quiere. Jesús corta la discusión en seco, y se le ve muy enfadado. “No pensaba encontrarte aquí, te creía en Jerusalem para los Tabernáculos”. Judas se excusa e intenta dar explicaciones sin sentido, pero Jesús levanta la voz: “¡basta! Es suficiente. Puedes venir con nosotros si quieres”.
Judas pregunta a Jesús que a dónde va. “ A Jerusalem. Y esta misma tarde iremos a Betania”. Le informa que Andrés, Santiago Zebedeo y Tomás, irán a Get Semmi, a prepararlo todo. “Tú irás con ellos. Pedro y Mis primos irán donde Yo los enviaré. Juan, Bartolomé, Simón y Felipe, vienen Conmigo a Betania, y anunciarán por los alrededores que el Rabbí les hablará por la tarde”.  Todos se apresuran para cumplir sus cometidos…
Ya han llegado a Betania y enseguida ven la casa de Lázaro. El Señor se despide de los grupos. Unos van a Jerusalem y otro grupo irá a Belén, para verse con los pastores Isaac y Elías, y otros amigos. “Decidles que vayan a Jerusalem y que allí los bendeciré”. Han llamado al cancel de la casa de Lázaro. Judas Iscariote se ha hecho el rezagado para enterarse de lo que hablan. “¡Vete Judas! No hagas esperar a los compañeros”. Pedro da un suspiro de alivio, pues pensó que al final se quedaba con el Maestro. Lázaro sale a saludarlos. También está Marta en el portal. Es morena y alta. Su hermana, ya la veremos, es rubia y más alta aún. Los discípulos marchan a otras estancias para dejar a solas al Maestro y al anfitrión. Marta sonríe al Señor con reverencia; va bien vestida, pero sin lujos. “Esta hermana, Maestro, es el consuelo y honra de mi familia. Es mi segunda alegría. Tú, Jesús, eres mi primera alegría”. Marta se inclina y besa la orla del Rabbí. Luego se disculpa para atender a los quehaceres de la casa, que ella dirige al frente de los criados. Lázaro y Jesús ya están completamente solos. Hablan de Jonás, que murió en la paz de Señor, junto a Él y a María. Doras lo había reventado a trabajar. Comentan que es un hombre muy duro, y Lázaro dice a Jesús que Doras Le odia. Hablan de la otra hermana de Lázaro:”¿la has visto, Señor?” Y llora sin consuelo. Jesús lo conforta, pero se marcha al jardín para que Su amigo llore a solas. Marta va a donde está el Señor con los ojos llorosos y Le pregunta:” ¿Te ha dicho Lázaro algo de mi hermana?” Jesús responde que sí. Marta dice al Maestro que Lázaro está avergonzado y más aún sabiendo que Jesús conoce el problema familiar.
El Maestro quiere que ellos perdonen, así se cerrarán mejor sus heridas del alma, y sus vergüenzas sociales. “No podemos perdonar. Mi madre murió de dolor por ella”. Jesús insiste en el perdón, pues considera que María padece un estado de locura. “Está endemoniada, Señor”. El Rabbí le explica que la posesión diabólica es una enfermedad del espíritu, infectado por Satanás, que controla a la persona y se halla a merced del diablo. “Son perversiones que se encuentran en el ser humano, y éste se convierte en una bestia. Es una monstruosidad inexplicable. No llores y perdona, porque está enferma”: Marta llora mucho y pide al Señor que la cure.
Jesús insiste en que perdone a su hermana y diga a Lázaro que también lo haga. “Acércate a ella olvidándolo todo. Háblale de Mí. Es fundamental el perdón para que cambie. Yo la curaré… Mira esta rosa. Se había estropeado con tanta lluvia, pero el sol de hoy le ha devuelto la belleza. Las gotas en los pétalos resplandecen como diamantes. Igual pasará con tu hermana. Pronto vendrá la alegría y la salvación a esta casa. Yo oro aquí al Padre por María, por Lázaro y por ti”… Todos marchan al día siguiente a la fiesta de los Tabernáculos, y cuando terminan las fiestas, regresan de nuevo a casa del amigo, a Betania, porque Lázaro Le insistía en verlo de nuevo. Esta vez ha venido el Maestro con Simón Zelote y Juan. Los demás han marchado para hablar de Jesús en distintos poblados.
Mientras tanto, Lázaro dice al Señor que quiere hacer una comida entre sus mejores amigos, para que Lo conozcan, como tanto desean. Uno de ellos es José de Arimatea, “hombre justo y verdadero israelita”, afirma Lázaro. “Forma parte del Sanedrín, pero no se atreve a comentar nada sobre Ti, porque les teme”. Dice al Maestro que vienen fariseos de Galilea, “para ver si Tú estás en pecado, Señor”. José afirma que quien teme y ama a Dios no puede estar en pecado. “Te pide que vayas a Arimatea, a su casa”. Jesús le explica que Él ha venido para los pobres y los que sufren del alma y el cuerpo, pero no obstante, irá a la casa de José. “Un joven discípulo Mío, al que compadezco, sabe muy bien que respeto a las castas dominantes, que se dicen los sustentadores del Altísimo, aunque el Eterno por sí solo se sustenta… Iré el próximo sábado a su casa.”
A continuación Lázaro Le habla de Nicodemo, otro hombre bueno, que le había hecho un juicio sobre un discípulo del Señor. “¿Debo decírtelo, Señor?” Le responde Jesús que lo diga, tanto si es justo como si es injusto. “El espíritu del hombre guiado por el Espíritu de Dios tiene sabiduría sobrehumana, y lee la verdad de los corazones”. Nicodemo le había dicho a Lázaro que no criticaba a ignorantes o  publicanos entre los discípulos del Mesías, pero si estaba en contra de uno que parecía un camaleón, cambiando según con quien se encontraba. “Es Iscariote”, afirma Jesús. “Es viento de primavera que sopla por todas partes y arranca las hojas. Pero luego fecunda las flores. No  es malo, pero desorienta y turba; molesta y hace sufrir… Es un potro de sangre ardiente”. Lázaro dice que él no es quien para juzgar a Judas. “Pero siento una gran tristeza, porque me dijo que Tú habías visto a mi hermana”.
El Señor lo anima a que tenga paciencia, que mire al Cielo y verá cómo ha de llegar el día de la felicidad. “Rogaré para que Judas no te haga daño, Señor”. Y Jesús sonríe… Llegado el sábado, han tomado camino hacia Arimatea, un lugar montañoso, y en un día de lluvioso noviembre. Jesús va con Simón Zelote y Tomás, que son judíos y sabe  que van a ser mejor aceptados por los judíos que esperan en la casa de José. Él no quiere enemistades. Tomás conoce todas las buenas tierras del fariseo, entre Jerusalem y Jope (Jaffo). Simón comenta que allí los campesinos son bien tratados, bien alimentados y vestidos.
Los campesinos saludan con mucho respeto al Rabbí, que destaca por Su altura y majestad entre  todos. Un siervo de José de Arimatea les espera en la entrada de la casa, y al ver a Jesús se inclina con un respeto absoluto, y corre a avisar al amo. José sale con un vestido amplio y propio de gente adinerada. Saluda a Jesús con los brazos cruzados, inclinándose profundamente. También lo hace Jesús y le da la paz. El de Arimatea se siente muy feliz y emocionado. Agradece la visita del Rabbí, pero Jesús le dice que también ha estado con Lázaro. “Eres un alma que busca la Verdad, y la Verdad no te rechaza”. José Le pregunta: ¿eres Tú la Verdad?” Y Jesús le responde: “Soy el camino, la Verdad y la Vida. Quien Me ama y Me sigue tendrá el camino Verdadero, la Vida llena de paz y conocerá a Dios”…
José se admira de la Sabiduría del Señor: “ Eres un gran Doctor y respiras Sabiduría. Y tú, Simón, ¡qué alegría verte de nuevo, después de tanto tiempo!”  Hablan entre ellos con palabras llenas de agrado. Allí está también Tomás apodado el Dídimo, a quien se dirige José. “¿Vive todavía tu anciano padre?” En efecto, su padre es un verdadero israelita, que cree en el Mesías, y está muy contento de que Tomás sea Su discípulo. José informa a Jesús que ha llegado Lázaro y se ha quedado en la biblioteca leyendo las últimas reuniones del Sanedrín. No quería quedarse a comer, avergonzado por las circunstancias que vive. También había invitado a Nicodemo y a Gamaliel, que tenían muchos deseos de verlo. Gamaliel ha dicho que él ya vio al Mesías en el examen del Templo, y espera la Señal que Le prometió cuando se manifestase. “No hay que preocuparse. Los mejores vendrán a Mí a su tiempo”. José dice que informó a Gamaliel que vendría Lázaro, pero a Gamaliel no le importa. “Lázaro ha sacudido el lodo que cae del vestido de María (Magdalena), por lo que no le mancha nada. Además, pienso que si también viene un Hombre de Dios, yo, que soy doctor de la Ley, puedo estar también”. Lázaro llega y se acerca. Se inclina y besa el vestido del Rabbí. A Lázaro se le ve preocupado por el qué dirán. Por fin vienen los invitados y otros rabbíes conocidos. Todos saludan con gran ceremonia. Gamaliel, ya anciano, se sienta entre Jesús y José. Es un hombre de gran dignidad, aunque no vanidoso. Se entabla enseguida una discusión sobre los milagros que hace Jesús, y Él se calla con una sonrisa misteriosa. Gamaliel también está callado y mira a Jesús queriendo ver más allá. Dicen que Juan (el Bautista), es un hombre santo que no hace milagros. “El milagro no es prueba de santidad, porque para Juan no hay fiestas, ni comodidades, ni banquetes. Sólo sufrimiento y prisión. Vive en soledad, en estado de pureza. Jesús de Nazaret, aquí presente, no desdeña a los amigos, y perdona en nombre de Dios a los pecadores públicos. No lo deberías hacer, Jesús”.
Y el Maestro sigue en silencio.  Entonces Lázaro comienza su exposición: “Nuestro Dios y Señor es libre de actuar. A Moisés le concedió el milagro, pero a Aarón no. ¿Creéis que uno era más santo que otro?” Un  rabbí dice que sí. “Por lo tanto, Jesús es el más santo, porque hace milagros”, continúa Lázaro. El otro se defiende diciendo que Aarón fue Pontífice. Pero Nicodemo afirma que esto es sólo un cargo. “Muchos Pontífices no son santos”, concluye. No se ponen de acuerdo. Piden que intervenga Gamaliel. “Aquí está el Maestro, que deja sin respuesta a los más sabios. Que hable Él y nos explique”. Jesús obedece y comienza explicando que el hombre se hace capaz de cumplir con un cargo, cuando lleva una  vida santa y tiene a Dios por amigo. “Dios dijo: Tú eres sacerdote según el orden que Yo Te he dado. Está escrito que hay que cumplir con la Doctrina, por medio de la meditación constante, que se propone conocer más a Dios… No se puede jugar con el mal, donde entra la mentira”.
Gamaliel se admira de la sabiduría que emana de Jesús. “Eres un Gran Rabbí. Me ganas, Jesús”. “Y Moisés hizo milagros porque debía imponerse ante aquella gente tan terca… El hombre se admira cuando algo se sale de las reglas. Y eso es el milagro. Como una luz que se mueve ante las pupilas cerradas, o un sonido que resuena cerca de los oídos taponados, de forma que hace que se diga: Aquí está Dios. Hubo santos que jamás hicieron milagros, y hay magos que trabajan con las fuerzas del mal; hacen “milagros”, pero no son santos, son demonios. Yo seré Yo, aunque no haga más milagros”.
Gamaliel no cabe en sí de tanta admiración, y José afirma que Jesús es el más grande de los Profetas, y que Él es el Mesías. Uno de ellos reconoce que no cree ni creerá jamás en el Maestro, aunque haga milagros. Y se marcha con mucho enfado. “¿Y tú, Gamaliel, no pides milagros para creer?”, dice el Maestro. El rabí responde que no se le va a quitar una dolorosa espina del corazón sobre tres preguntas que no sabe responder: “¿está vivo el Mesías? ¿Era aquel Niño del Templo? ¿O es Este que se encuentra a mi lado?” José insiste en que crea en Jesús, pero Gamaliel no le responde. Después de un silencio el rabí se dirige a Jesús:”No quiero desagradarte, pero te diré que cuando aún vivía el sabio Hilel, creímos que estaba ya el Mesías en Israel. Era un día frío de Pascua, pero llegó al Templo un resplandor de Sol divino, cuando oímos las respuestas de Aquel Niño lleno de sabiduría Celestial. Dije que Israel estaba a salvo. Ya no lo he visto más. Era Dios vestido de Niñez. Era un Rayo que recorre los Cielos de Norte a Sur, y de Oriente a Occidente. ¿Es que puede descender la Santidad, en Su Mesías, mientras haya tanta abominación en la tierra? No dejo de pensar en Él”. Jesús está atento, alejado del mundo. “Sí, rabí. Yo soy. Gime Mi corazón al ver a Israel en este estado, pero desciende Su Mesías, porque es Misericordia infinita. Gamaliel Lo mira pensativo y Le pregunta:” ¿Cuál es Tu verdadero nombre?” Jesús, puesto en pie, con toda majestad responde: “Yo soy quien soy. El Pensamiento y la Palabra del Padre. Soy el Mesías del Señor”. Gamaliel no lo puede creer y recuerda que Aquel Niño dijo: “Yo daré una señal. Estas piedras bramarán cuando llegue Mi hora”.- “¿Me la puedes dar Tú para que yo crea que eres el Esperado?” Los dos se ponen en pie, majestuosos, imponentes. Uno es mayor y Jesús es joven. Sus profundas miradas se observan con severidad. “Tendrás la Señal…. Sí, doctor de Israel, hombre justo. Creerás al final y obtendrás perdón y salvación. No puedes creer ahora. Para ver la Verdad con fe, hay que eliminar el orgullo y los errores”. Gamaliel asiente. “¡El Señor sea Contigo!”, y se despiden. “Que el Espíritu Eterno te ilumine y te guíe”. Gamaliel se marcha con Nicodemo y los otros invitados. Quedan Jesús y Lázaro, con Simón Zelote, Tomás y otro sinedrista. José se lamenta de que el rabí no esté entre los discípulos del Maestro. “Todo debe cumplirse. Ya se avecina la tempestad y nada Me podrá salvar. Gamaliel espera, no está contra el Mesías”. Y cada uno se despide y se marcha.                                                                    BIBLIOGRAFÍA: Ex. 7,8-8; 19,28-29;Lev.8-9; Ex.28, 15-30;39,8-21; Lev.8,8; Re. 14,36-46. María Valtorta, “Poema del Hombre Dios”, Tomo II

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