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¡Sálvese quien pueda!

Hacia finales del s.IV d.C., el mundo romano se estaba muriendo. Varios factores contribuyeron a  la caída definitiva del imperio de Roma. En estas fechas se produjo una reducción del número de esclavos por la Pax Romana y la deforestación masiva en el Mediterráneo y el Adriático, provocaron una drástica erosión del suelo, con importantes consecuencias en la producción agrícola. Al mismo tiempo, muchos ciudadanos cayeron en la esclavitud por motivos de deuda. Unas deudas que se fueron acumulando debido a que la predatoria economía de Roma ya no tenía la confianza en sí misma ni la disciplina para extender sus conquistas. Aún en esta adversa coyuntura económica el parasitismo, bajo la tradicional forma del “Pan y Circo”, marcó una línea continuista: una tercera parte de los habitantes de Roma vivían de la caridad pública y el exceso de ociosidad llevó a que ciento cincuenta y cinco días del año fueran declarados festivos. Ahora que las circunstancias económicas se tornaron complejas, los beneficiarios de la caridad del Estado romano fueron los primeros en evadir sus obligaciones.
Las clases superiores de la sociedad romana, por su parte, fueron los primeros en evadir sus obligaciones y deberes públicos. Bajo el lema “¡Sauve qui peut! ¡Sálvese quien pueda!, la gente desertaba de sus puestos y se escapaba de sus restantes deberes. Todos buscan su seguridad, nadie aceptaba responsabilidades. Los primeros que abandonaron sus lujosas viviendas en la propia Roma  y en el resto de las principales ciudades del imperio fueron los miembros de la aristocracia. Ellos, juntos a sus siervos y esclavos, se retiraron a sus villae en el campo, que se convirtieron en centros de autoproducción agrícola y ganadera que garantizaba la supervivencia a sus inquilinos. En estas villae, los romanos más pudientes podían huir del profundo deterioro y regresión de “la vida romana”. El optimismo de las egocéntricas clases superiores, permanecía incorregible.
En la decadencia del imperio romano podemos atisbar los resultados del proceso de desintegración general de una sociedad que, como la nuestra, no ha tomado conciencia de su propio declive. Siguiendo las ideas expuestas por Lewis Mumford en su obra “La condición del hombre”, tres son los elementos que caracterizan a los periodos de desintegración social y cultural. En primer lugar, “un desbarajuste de las formas estables de conducta, con desafíos de la ley, la evasión de la moralidad común y crecientes explosiones de violencia y criminalidad”. En segundo lugar, una “pérdida de comunicación y confianza entre los grupos sociales que no se comprenden ni confían entre sí”. Y por último, “un cisma del alma: una enfermiza vacilación entre creencias disyuntivas y líneas de conductas incompatibles”.
Los libros de historia nos permiten conocer cuál fue el destino final del imperio romano. Una pequeña minoría de cristianos alcanzó la victoria frente a una mayoría confundida, desconfiada, ambiciosa, supersticiosa y derrotista. Apenas un puñado de hombres y mujeres que sabía lo que quería y que no retrocedía ante ningún esfuerzo público ni penalidad privada venció a la todopoderosa Roma. Según Mumford, “el mismo espíritu que los cristianos demostraron al establecer la iglesia pudo haber capacitado a los romanos para salvar el Estado y renovar el orden social. Pero los sostenedores de la cultura clásica sólo sabían luchar en una acción demorada; eran incapaces de inventar la estrategia de una nueva campaña”.  El derrumbe del imperio romano fue el inevitable castigo por su falta de creación.
Han pasado mil seiscientos años desde que, como magistralmente describió Mumford, “una por una, las viejas lámparas clásicas se apagaron; una por una, las nuevas bujías de la iglesia se fueron encendiendo”. Hoy, como entonces, se escuchan las voces de quienes, desde su cómodas villae, -actualizadas en forma de casas de lujo en el centro o en los suburbios de las grandes ciudades-, o desde los púlpitos políticos, nos dicen que no hay alternativas. Nos mandan mensajes de tranquilidad diciéndonos que se trata de una crisis pasajera. Que los sacrificios que nos imponen son por nuestro bien, para garantizar nuestro estado del bienestar. Una vez más el santo y seña es la seguridad, como si la vida, tal y como nos recuerda Mumford, “no conociera estabilidad más que por medio del constante cambio”. Hemos olvidado que no existe ninguna forma de seguridad excepto por una incesante voluntad de correr riesgos.
En nuestras calles vuelve a retumbar el grito ¡Sálvese quien pueda!. Nadie confía en nadie. Se ha impuesto la ley de la selva. Tal y como describió Waldo Frank en su obra “El redescubrimiento de América”, “vivimos bajo el yugo de lo que constituye nuestra naturaleza externa; vivimos a la defensiva; vivimos sometidos rendidamente a la acción de fuerzas que son ajenas a cuanto reconocemos como humano y creador”. En nuestra selva, según Waldo Frank, “los cazados somos nosotros, porque este mundo nuestro es la exteriorización de nuestro propio deseo.  Nuestra naturaleza es agresiva, porque es la acción encarnada de nuestra agresiva voluntad. Estamos sujetos a nuestra selva, que adoramos y alimentamos con nuestras vidas, porque ella es totalmente, literalmente, nosotros mismos”.
En España, un país tradicionalmente solidario y cooperativo, contamos ya con un Ministerio de Economía y COMPETIVIDAD. La ley de educación se acaba de reformar y su objetivo no es otro que promover la competividad de la economía y, por ende, del conjunto de los españoles. La palabra “solidaridad” que figura por doquier en el texto del preámbulo de la vigente ley educativa del año 2006 ha sido sustituida por la de “competividad”. Ya se sabe que en la selva sólo sobreviven los más competitivos, los más fuertes, lo que tienen menos escrúpulos. ¿Por qué tendríamos que mostrar rechazo por una política económica y educativa que nos prepara para sobrevivir en la selva?. ¿No deberíamos estar agradecidos a estos “hombres prácticos” del gobierno?.
El problema es que parten de una premisa equivocada  y parcial, ampliamente extendida en nuestra sociedad. Nuestro actual gobierno es heredero del pensamiento de Nicolás Maquiavelo, para quien los hombres son, en su mayoría, seres  ingratos, volubles, simuladores, ansiosos de evitar el peligro, deseosos de ganancias. Todo esto es cierto, pero no debemos olvidar, -como señaló Lewis Mumford en  “La condición del hombre”-, mirar al otro lado de la balanza: porque hay igual evidencia histórica que demuestra que los hombres son también leales, sinceros, prestos a enfrentar el peligro, indiferentes a la ganancia personal cuando están en juego los principios o las lealtades son despertadas. La visión negativa del ser humano, según la cual somos malos innatos y nadie hará bien mientras no se vea obligado a ello ha sido siempre la excusa normal del absolutismo y los regímenes totalitarios para subyugar a los hombres y mujeres.
Para salir de la crisis tenemos dos opciones claras: o seguimos escuchando el sonido de las trompetas de Jericó que día  y noche nos  llaman al ¡Sálvese quien pueda!  y nos incitan a adquirir todo tipo de armas para poder competir y sobrevivir en la selva. O bien  nos subimos a lo alto de la montaña para que el eco de nuestra voz lleve hasta todos los oídos las palabras solidaridad, compañerismo, apoyo mutuo, colaboración, ….Necesitamos diseñar un buscador universal que encuentre la palabra competividad y la reemplace por la de cooperación.
Hace seis millones de años los primeros homínidos se bajaron de los árboles, estiraron su espalda y miraron al frente para salir de la selva y emprender  su camino a la sabana. Con estos gestos  iniciaron la humanización del hombre. En nuestro tiempo, el hombre se encuentra de nuevo ante un salto crucial en su evolución. Debemos abandonar nuestra particular selva, donde, -tal y como la describió Waldo Frank-, “en lugar de tarántulas y árboles frutales, tenemos máquinas. En lugar de tormentas e imprevistos enjambres de bacterias e insectos, tenemos el agitado vaivén de las fuerzas económicas”. El éxito de esta empresa va a depender de nuestra capacidad cooperativa. La única que ha permitido al hombre llegar hasta aquí.

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