Opinión

La irrupción de los totalitarismos en la Europa de entreguerras

La aldea global entre 1918 y 1939, respectivamente, vivió un período frenético y agitado tras los efectos desencadenantes de la Primera Guerra Mundial (28/VIII/1914-11/XI/1918), anteriormente llamada, Gran Guerra, dejando a su paso un sinnúmero de heridas abiertas en los millones de almas que combatieron en las trincheras de aquella conflagración mecanizada.

Una destrucción galopante que heredó dimensiones indescifrables tras la devastación demográfica y social, así como una crisis económica descomunal. La estela no podía ser otra que crónicas cargadas de enormes sufrimientos y heroísmos, en la muchísima sangre esparramada entre los escombros de las explosiones, donde un máuser, o tal vez, una bayoneta, o, si acaso, un casco o una carta, identificaban la silueta de cuántos habían contribuido en este acaecimiento calamitoso de la Historia de la Humanidad. Haciendo desaparecer cuatro imperios como el alemán, el ruso, el austrohúngaro y el otomano, para abrir la senda a otros estados que revolucionaron el tablero geoestratégico y geopolítico de la Europa Central.

Ya a las puertas de consumarse este combate, el viejo continente trataba de reponerse de esta sinrazón de la raza humana, que, una vez más, había quedado a merced de los tentáculos de la guerra.

En este contexto turbulento e inquietante, Italia había colaborado en el bando ganador, pero, en los tratados de paz, no había conseguido los réditos que esperaba; por ello, no se valoraba lo suficientemente compensada en diversas vertientes.

En la década de los años veinte, incluso con anterioridad a las dificultades nefastas que acontecerían, la economía italiana atravesaba por difíciles vicisitudes; tales, como el paro, con cifras ostensibles, a lo que le seguía la clase obrera, gravitando en la radicalización al alentar al partido comunista.

En este entorno contraproducente apareció el semblante de un líder político carismático, me refiero a Benito Amilcare Andrea Mussolini (1883-1945), antiguo integrante del partido socialista, que se identificó como contendiente del comunismo y del sistema liberal parlamentario; porque, a su juicio, había arrastrado al país al mayor de los infortunios.

Mussolini no tardaría en constituir y dirigir a grupos paramilitares armados, que los denominó ‘fasci’, de donde proviene el término fascismo, con el que más tarde se reconocería su inclinación política. Los mismos adeptos, distinguidos como los ‘camisas negras’, por iniciativa emprendieron la lucha violenta frente a las formaciones obreras. Vertiginosamente, cosecharon el respaldo de los grandes capitalistas, instados a que el estado liberal otorgaba a la clase obrera excesivos derechos y libertades.

Con estos mimbres, el saludo relacionado con el brazo derecho en alto y la mano extendida, se popularizó paulatinamente y dio alas al fascismo italiano, en una onomatopeya que en la antigüedad las legiones romanas materializaba con elocuencia. En 1920, Mussolini instauró el partido nacional fascista con el que un año después, logró ser designado diputado.

Sin tregua y ante una huelga general impulsada por las organizaciones obreras, Mussolini llegó a congregar a cuarenta mil camisas negras en la ciudad de Nápoles, con la intención de plantarse en Roma sin reservas. Ahora, el escenario era perfecto para el vaticinio de lo que estaría por suceder: la dirección constitucional se vio entre las cuerdas por los muchos extremismos de izquierdas y fascistas, no quedándole otra alternativa que claudicar y renunciar al gobierno.

Ante la aceptación y el recibimiento clamoroso de los fascistas en la capital, vitoreados por la muchedumbre, el Rey Víctor Manuel III (1869-1947) confió a Mussolini la Jefatura del Gobierno; todo, a pesar que su partido no dispusiese de la mayoría parlamentaria.

No demorándose excesivamente en la convocatoria de elecciones generales, en 1924, Mussolini y su partido consiguieron el 66% de los votos. De esta manera tan fulminante, se atribuía el poder incondicional, hasta decidir el asentamiento categórico de un régimen totalitario e inutilizar de golpe la constitución.

El nuevo régimen se cimentó en la jerarquía dominante del partido fascista y del mismo Mussolini, como jefe, al adquirir el viejo título imperial de ‘Duce’. La totalidad de las fuerzas políticas, exceptuándose la fascista, se condenaron y sus partes hostigadas o eliminadas a través del terrorismo de estado, adormecieron todo impedimento al régimen que acababa de nacer.

Con estos antecedentes preliminares, la doctrina del fascismo a manos de Mussolini, se expandió por doquier, heredando un estado aprisionado, potentemente reorganizado y apuntalado sobre una vasta base multitudinaria. Su influencia iría incidiendo hasta los más remotos rincones del planeta.

Era incuestionable, que el designio principal del fascismo pretendía a la par, someter y disciplinar a cualquier individuo a este régimen devastador. Una empresa enmascarada inoculada con varios planes, de acuerdo a una maniobra fraguada con la exacerbación del culto al Duce.

El servilismo de las masas se captó por medio del ingenio represivo del peso de las leyes, que, mismamente, autorizaban a despojar de su empleo a todo particular susceptible de no ayudar al régimen. De hecho, el disfrute del carnet del partido era experimentadamente imprescindible y digámosle, de obligado cumplimiento, para obtener un puesto laboral.

En el ámbito interno, la administración fascista contrajo un control absoluto de la economía, encabezando un método de construcción de obras públicas que, en cierta medida, contrarrestaba los elevados niveles de desempleo. Al mismo tiempo, resultaron medidas segregacionistas, generalizándose prescripciones intolerantes contra los judíos italianos, calificados como ciudadanos de segunda clase que los excluía de los colegios y de algunas ocupaciones profesionales.

Indeterminadamente, el régimen fascista se transfiguró en una opresión individual de Mussolini, que progresivamente alimentaba el culto a su persona como redentor de la patria y precursor de la tiranía; queriendo inmortalizar al Antiguo Imperio Romano, cuyos emblemas y terminologías se utilizaron masivamente por las vías de propagandas oficiales.

Tampoco podía ser menos, la proyección de una política exterior expansionista, intentando entregar a Italia su orgullo nacional. Allende de sus reclamaciones territoriales, frente a estados como Albania, Yugoslavia o Grecia. Tómese como argumento, que en 1935 atacó y conquistó Abisinia, lo que en nuestros días es la República Democrática Federal de Etiopía; una de las pocas naciones independientes que sobrevivía en África, ante la inmovilidad e indolencia de la Sociedad de Naciones.

Cómo, de la misma forma, en 1936 Mussolini intermedió diplomáticamente, para hacerse notar en la Guerra Civil Española, comisionando a tropas y enviando armas y pertrechos a las fuerzas insurrectas. Sin inmiscuir, que el fascismo se prestó de inspiración para numerosas tendencias nacionalistas de ultraderecha, que emergieron por el supercontinente euroasiático, como el caso de la Cruz de Hierro en Francia o la Falange Española; pero, sobre todo, sería en Alemania, donde su prototipo consiguió mayor reputación, como fundamentaré a continuación.

Antes de referirme a este indicio, es preciso matizar, que los años veinte no se describió igual de prósperos para cada uno de los actores operacionales.

Contemplando a Alemania, deprimida por su descalabro en la Gran Guerra, no le quedaba otra, que sobreponerse a los intensos años turbulentos y cargados de estrecheces. Así, indicadores de primer orden como el paro, la inflación o el superlativo coste de la vida, tenían a la urbe al borde del precipicio.

Si bien, no se había concretado un gobierno constitucional republicano, las estructuras obreras de pensamientos comunistas, trataron de sembrar rebeliones tumultuosas. En este desconcierto político y de las escaseces del pueblo alemán, un hombre atrayente como Adolfo Hitler (1889-1945), se consagraba a recobrar el postín y la vanagloria del país.

Hitler, en 1921, había colocado en primera plana al partido nacional socialista de los trabajadores, que de inmediato, se presentaría como la entidad nazi. Su corriente de signo ultranacionalista, tenía la premisa de salvaguardar a las clases bajas y medias, en contraposición a los comunismos y capitalismos reinantes.

Sin precipitarse y gracias a un diligente y habilidoso proselitismo, adquirió el aval necesario de las clases medias exasperadas por las desfavorables condiciones de la vida diaria, así como de los grandes empresarios, que se lanzaron a la financiación de esta fuerza política y de sus acciones electivas.

En las votaciones de 1930, el partido de Hitler se constituyó en el segundo de la nación; ya, en 1932, en otras elecciones anticipadas, recabó el amplio número de papeletas con votos a favor.

Es esta situación de amplia superioridad, en 1933, se hizo con el nombramiento de canciller, y tal como ocurriese en Italia con Mussolini, procedió sistemáticamente a inhibir y desbaratar al resto de partidos políticos. Evidentemente, exonerando a la confluencia nazi, que, con el contrafuerte de otro triunfo electoral, aceptó las directrices del dictador supremo. Tomando la designación de führer, anunció públicamente que Alemania era nuevamente un Imperio, o lo que es lo mismo, el Tercer Reich.

Más adelante, los germanos pasaron a ser intervenidos continuamente por un cuerpo de la policía secreta, conocida como la Gestapo, que con el terror infundido, se había creado para abatir toda oposición a Hitler.

Precisamente, ese mismo año, una ley establece los objetivos de “investigar y combatir cualquier atisbo de actividad que entrañe un peligro para el Estado”. Teniendo potestad para seguir la pista de los sumarios de traición, espionaje y sabotaje, aparte de las agresiones criminales al partido nazi.

Con este talante intransigente y despectivo, Hitler quebrantó los tratados de paz suscritos por Alemania al concluir la contienda, dando por iniciado el rearme y acrecentamiento de su ejército, sosteniendo una poderosa industria estatal armamentística que, simultáneamente, generaba puestos de trabajo.

Apenas tardó Hitler en reglamentar la supremacía de la raza aria, emprendiendo una política de caza, acoso y acorralamiento contra los alemanes que no reconocía como puros; como los judíos, gitanos, minusválidos u homosexuales. Recuérdese al respecto, el pueblo judío, aislado cruelmente pudo advertir como sus bienes y propiedades se les arrebataba, para subsiguientemente, ser reagrupados hasta la disposición de su homicidio en cadena. Reconociéndose estos episodios, como uno de los más execrables genocidios perpetrados a lo largo y ancho de la Historia.

Con esta receta implacable, Hitler, promulgó la exigencia reivindicativa de rescatar las designaciones territoriales entregadas, que acompañaron al armisticio firmado el 11 de noviembre de 1918, con la Conferencia de París; no quedándose en este requerimiento, porque, igualmente, demandó conquistar otras superficies que recompensasen sus ansias de dominación. Quedando dispuesto para enfrentarse con el resto de Europa; pero, también, disponiendo de socios aliados. Porque, la Italia de Mussolini estaba empeñada en cooperar con Alemania y compartir con ella, tras una infundada victoria, la posesión de Europa.

En 1936, la Guerra Civil Española sirvió de trampolín para dignificar el papel desempeñado por los países que mediaron en favor de uno u otro de los bandos enfrentados: la Alemania nazi, la Italia fascista y la Portugal corporativista alentaban a la parte sublevada; mientras, la Unión Soviética y México respaldaban a los republicanos. Un espacio terrestre como el hispano, explotado para la experimentación de la ultimísima generación de armamento y bombas, que la otra guerra ya preveía en el horizonte.

Si este pasaje se inicia con el fascismo absorbente de Mussolini, al que le sigue el nazismo fanático de Hitler, con la culminación de la revolución comunista en Rusia, alcanzamos el año 1924, momento en que Iósif Stalin (1878-1953) alcanza la hegemonía y reemplaza a Vladimir IIyich Lenin (1870-1924).

A partir de aquí, la presidencia que ya era una dictadura del partido comunista, se articuló en el despotismo personal de Stalin, que desplegó una soberanía autoritaria hasta 1953, año de su fallecimiento. Prescindiendo de su atracción ideológica, el gobierno totalitario tuvo aspectos afines con el extremismo fascista y nazi desenvueltos por Mussolini y Hitler.

En 1928, Stalin, amo de todos los artificios de producción y del capital, acometió la industrialización apresurada de Rusia. El gobierno determinaba cada una de las metas de la economía; las limitaciones laborales y sueldos; las industrias que debían ponerse en marcha y los bienes producidos.

Conjuntamente, el estado estalinista dispuso de mano de obra forzada, compuesta por los ciento de miles de individuos convictos a los campos de trabajo y, paralelamente, aprovechados para mejorar algunas zonas agrestes como Siberia. El fuerte envite por instaurar fábricas del sector siderúrgico que aportasen enseres armamentísticos, suministros y dotaciones, paralizaría el proceso de las industrias de bienes de consumo.

Era claro, que Rusia quería estar en la cúspide, como potencia militar de primer orden.

Como en la Alemania de Hitler, una todopoderosa policía oculta, la KGB, inspeccionaba y eliminaba a toda persona dudosa de contraponer la voluntad de Stalin, incluyendo a los propios integrantes del partido comunista, que no titubeó a la hora de recluir, desterrar o matar. La conducción en lo que atañe a las tareas de la ciudadanía, incluyendo el pensamiento, pretendía ser ilimitado.

Consecuentemente, como Mussolini y Hitler, Stalin monopolizó perspicaz y metódicamente su propaganda, con una orna pedagógica que avivaba a la pleitesía de su imagen, exponiéndose ante el pueblo con métodos de disuasión arbitrarios e imprevisibles, como el preceptor de la patria y el garante de sus éxitos.

Curiosamente, pese a que ante el sentir público de sus correspondientes países, Hitler y Stalin se mostraron como contendientes y valedores de corrientes completamente opuestas, en lo escondido acabaron rubricando un alianza para repartirse Polonia, con una incursión paralela por el Este de Rusia y el Oeste de Alemania, en 1939.

Bien es cierto, que era un arreglo transitorio, porque Hitler ya había hilvanado su tentativa de llegar a ser el poseedor y dueño de las áreas del Este de Europa, englobando Rusia. Era más que palpable, que la Segunda Guerra Mundial se hallaba a escasas contracciones de entrar en ebullición.

Por lo tanto, la atomización de la Italia de Mussolini, la Alemania de Hitler y la Unión Soviética de Stalin, eran en sus tesis, paradigmas cruzados en cuanto a su régimen organizativo; aunque aglutinasen líneas maestras en común.

En las tres, incansablemente se materializaron conatos para amoldar actitudes y comportamientos en las mentes y corazones, en atención a sus praxis ideológicas. Uno a uno, este trío: Mussolini, Hitler y Stalin, apelaron a la severidad, el endurecimiento y la rudeza de la represión terrorista. Para quienes soportaron la pesadilla inhumana de la policía gubernamental, los contrastes ideológicos o estructurales de los regímenes, eran un asunto de la más perspicaz indiferencia. Aun así, eran fundamentales.


En este sentido, en los tiempos transcurridos, las tres dictaduras libraron una labor asimétricamente esencial en la conformación del destino del continente; por lo que no es de sorprender, que los dirigentes de las democracias occidentales distinguiesen a Alemania, como el desafío preferente.

Mussolini, catalogado algo así, como la inestabilidad para las esferas aprisionadas en las regiones coloniales de Italia en África, como, del mismo modo, un germen de imprevisibilidad en la cuenca mediterránea; en cambio, Hitler, era una encrucijada crónica para los judíos de Alemania; pero, desde el plano mundial, sopesado como el socavón inexpugnable para la paz. Toda vez, que Stalin, afloraba como una amenaza inminente para su pueblo.

Tanto el fascismo, como el nazismo y la revolución rusa, pusieron a prueba un grado imponente de espanto, pánico y atrocidad, punteando a fuego lento el devenir de las democracias de Europa ampliamente aminoradas, ante la musculatura de las dictaduras más recias, que atentaban ingeniosamente contra el orden internacional.

Otra vez, la Tierra era testigo directo, porque estaba acorralada en la oscuridad más tenebrosa del choque y la pugna del hombre, con la guerra más encarnizada a su servicio.

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