La cultura de la irresponsabilidad se extiende peligrosamente en todos los ámbitos de la sociedad. Nadie asume nunca las consecuencias de sus actos. Siempre hay una excusa a mano, o un culpable al que recurrir, para lograr la propia exoneración y, con ello, aliviar la conciencia. Esta conducta es extremadamente nociva porque actúa como un potente factor de desintegración del complejo entramado de relaciones sociales sobre el que se asienta la convivencia. Sin responsabilidad no tiene sentido la libertad, y sin ella, los derechos y la democracia son conceptos huecos.
La irresponsabilidad, entendida como pauta habitual de comportamiento, no ha irrumpido de manera súbita, sino que, como todos los fenómenos sociales, es el resultado de un proceso lento y sutil que ha pasado inadvertido durante mucho tiempo; y que la tenue catarsis moral, desencadenada por la crisis actual, está manifestando con cierta intensidad. Sucede en todos los órdenes de la vida. En las aulas, en las empresas, en el deporte, en cualquier actividad colectiva. La culpa siempre es del otro.
La política es un perfecto paradigma de este modo de interpretar la realidad. No creo que quede persona alguna en nuestro país que no haya despotricado con la mayor dureza posible sobre la “nefasta clase política” que nos ha llevado a la ruina más absoluta. Durante más de tres décadas, la inmensa mayoría de los ciudadanos han rehusado su deber de participar activamente en la vida pública. Porque intervenir en los asuntos públicos es un derecho, legalmente, pero es una obligación en términos éticos. En este principio precisamente se fundamenta la democracia. Todos somos iguales, todos participamos, todos decidimos. Cada ciudadano, según su ideología tendría la obligación de militar en un partido político, participar en los debates, y obrar en consecuencia. Y sin embargo, ha sucedido exactamente lo contrario. La degeneración de nuestro sistema democrático es el fruto de la voluntad de este pueblo. Los ciudadanos se han querido convertir en votantes. Se desentienden de la política. Casi nadie se informa sobre cuestiones esenciales del funcionamiento del país. No se lee ni un solo programa político. Y el elemento de juicio más utilizado para decantar el voto es la simpatía del candidato (“me cae bien”). ¿Qué se puede esperar después de treinta años practicando esta perversión?
“Donde no hay harina, todo es mohína”. El compendio de sabiduría albergado en el refranero popular, vuelve a ser plenamente certero. La crisis económica, que ha destapado ligeramente la podredumbre que ocultaba el dinero, ha supuesto un agudo aguijonazo en muchas conciencias que ahora empiezan a cuestionar el sistema y a descubrir sus innumerables imperfecciones. Pero la reacción no puede ser más patética. “La culpa es de los políticos”. Quien pronuncia esta frase queda a salvo de toda responsabilidad en el desaguisado colectivo. Hallado el chivo expiatorio de turno, problema de conciencia solventado. Mientras sigamos instalados en este régimen que podríamos llamar infantilocracia, será imposible que se produzca una regeneración de la vida pública. De hecho, las encuestas siguen diciendo que la mayoría de los ciudadanos (en torno al cincuenta y cinco por ciento) piensan votar al PP o al PSOE, que han gobernado alternativa y conjuntamente desde mil novecientos ochenta y dos. No tenemos malos políticos, tenemos malos votantes. Lo uno es consecuencia de lo otro.
En nuestra Ciudad estamos siendo testigos privilegiados de esta moderna malformación social, que consiste en aislar a los políticos de la voluntad de los electores y, a continuación, criminalizarlos con saña en una especie de exorcismo de nuevo cuño. Vivimos en Ceuta momentos enormemente convulsos. Los presos se fugan, los comercios son atracados, los tiroteos se multiplican, la frontera se cierra, las empresas tiemblan, el paro no cesa… todo el mundo se pasma y protesta. Nadie entiende nada. Ya son legión los que acusan a los políticos de “no hacer nada”. La desesperación se condensa en la frase de marras “¡qué políticos más malos tenemos!” Y sin embargo, la última encuesta de intención de voto para unas elecciones generales en Ceuta, arroja un cincuenta y cinco por ciento de voto para el PP, y un veinticuatro para el PSOE. En total, entre los coautores de la tragedia, suman el ochenta por ciento del electorado. La conclusión es obvia. ¡Qué votantes tan malos tenemos!
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