Lamentablemente no podemos decir que la salud de nuestros templos (y me refiero sólo al componente físico de la palabra) esté pasando ahora por sus mejores momentos. Muchas de nuestras iglesias españolas se están cerrando al culto por importantes deterioros que afectan a su integridad y seguridad, sin que haya recursos económicos suficientes para subsanarlos. Ejemplos tristes tenemos en nuestra diócesis, como el reciente de la Iglesia de la Victoria de Medina Sidonia, y algunos muy antiguos que claman al cielo como la Iglesia de Santa Catalina, auténtica joya mudéjar del siglo XIV que se cae a pedazos ante la mirada atónita y crónica de los sevillanos. Gracias a Dios ése no ha sido el problema de nuestra parroquia de San Francisco, que con el esfuerzo de todos, pero sobre todo de la Ciudad Autónoma, fue restaurada con acierto y relativa rapidez en la ejecución de las obras, colocando como es costumbre una simbólica bandera. Sin embargo, al día de hoy, la iglesia no está abierta al culto y, lo que es peor, no parece que lo haga a corto o medio plazo. ¿Por qué?
Desde su más tierna infancia los feligreses de San Francisco han aprendido el camino más corto desde sus hogares a la casa de Dios franciscana. Al poco tiempo de nacer allí los llevaron para ser bautizados e incorporados a la larga nómina de miembros de la Iglesia de Cristo, que es la piedra angular sobre la que se levanta todo el armazón arquitectónico y espiritual de la vida cristiana. Más tarde, durante su catequesis y Primera Comunión, aprendieron a comportarse en el templo: santiguarse, hacer la genuflexión, descubrir el lugar y significado del Sagrario, los nombres de los santos del retablo mayor, salir en estación de penitencia acompañando al Cristo de la Humildad o a la Virgen de las Penas, hablar en voz baja para respetar a los demás, rezar en silencio y sobre todo cuidar de su iglesia. También aprendieron en su formación cristiana continua y permanente que el verdadero templo, lugar de la presencia de Dios, es Cristo mismo, su propio cuerpo sacramentado, y que cada uno de ellos, han sido y son las piedras vivas del verdadero templo de Dios. Como decía San Pablo: “¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu Santo habita en vosotros?”. Ellos saben que su parroquia de San Francisco es también la imagen institucional de la Diócesis en Ceuta, donde allí se reunían y a la que todos construyeron, sin prisas pero sin pausa, como piedras vivas de la misma.
También aprendieron a querer a su templo como la casa solariega de esta gran familia que es nuestra amada Iglesia Católica, y sobre todo a defender su templo como piedras vivas y miembros anatómicos que forman parte de él según nos cuenta San Pablo. Este infinito amor hacia su parroquia ha promovido importantes movimientos formados por la consolidación de un triunvirato infalible ante los ojos de Dios; los feligreses de San Francisco, la Cofradías de las Penas, y la comunidad Agustina de regencia pastoral, para juntos, y siempre en camino, ayudar a su parroquia, luchar con la palabra y con las obras benéficas como la mejor falange espartana de la paz, recaudando fondos suficientes para la adquisición de nuevos bancos y campanas para la parroquia. En este sentido también han respondido y se han comprometido otras instituciones, como la Ciudad Autónoma de Ceuta. Los bancos ya están comprados y almacenados, pero las nuevas campanas colocadas en las torres sólo se atreven a desafiar al fuerte viento de levante para que las mueva algún día de temporal en el Estrecho. La pregunta es evidente ¿por qué no doblan las nuevas campanas de San Francisco sólo con el suave viento de poniente? Y si doblan tímidamente en el silencio de la tenebrosa oscuridad de la noche… ¿quién las oye?
Los cristianos no somos seres aislados, sino que formamos parte de una colectividad, somos las piedras vivas sobre la que se basa y crece la comunidad parroquial a la que pertenecemos. Por ello, cuando inexorablemente algo de su naturaleza física o espiritual desaparece o se inhabilita, una parte importante se desmorona del ser único que conforma la cristiandad, de la que emana la existencia de Dios como una rúbrica social y religiosa de carácter incuestionable. El cierre de cualquier parroquia nos repercute a todos los cristianos porque todos estamos unidos a la Iglesia de Dios. Por eso, si alguien me pregunta en Ceuta “¿por quién doblan las campanas?”, le responderé que sólo doblan por nosotros, y que no son las de San Francisco.
Se puede asumir e incluso comprender que, dado las carestías económicas del momento actual que nos envuelve y otras circunstancias adyacentes, el Obispado de Cádiz y Ceuta, como institución propietaria del templo, no cumpliera en su momento con lo exigido en la Ley de Patrimonio, pero lo que no se entiende es que además, tarde en demasía en responder ante una ley de rango superior, la de Cristo, sobre su probable y única responsabilidad en el actual cierre permanente al culto del edificio, así como del destino de los últimos recursos teóricamente cedidos por la Ciudad Autónoma para el fin de las obras. Creo que las auditorías solo tenemos que hacerlas en todos los rincones de nuestras almas.
San Francisco es un monumento tan importante en nuestra querida ciudad, que sin necesidad de colocarle banderas y nuevas campanas, debería remover el tímpano y la conciencia de todos, principalmente de nosotros los cristianos, que se nos llena rápidamente la boca de defender el sentimiento, el mensaje y la doctrina de Cristo resucitado. San Francisco, también es Ceuta. Es más antigua que el título de Ciudad Autónoma, porque sus lustrosos y ancestrales cimientos estaban ahí mucho antes de que nuestra urbe fuera definida y titulada como Ciudad Autónoma por la que todos luchamos en su día.
Para poner de nuevo al culto a San Francisco no hay que colocarle banderas ni sordas campanas colgadas desde lo más alto, ni buscar justificaciones administrativas de palacio que siempre van despacio y que a pocos convencen. El movimiento se demuestra andando. Sólo hay que quererla, valorarla y ponerle la mayor de las banderas auditivas, activando el dulce sonido de las nuevas campanas doblando sin cesar por su inminente y ansiada apertura. Si así se hiciera podríamos todos responder a la famosa pregunta del título de la novela de Ernest Hemingway ¿Por quién doblan las campanas? Si las sentimos primero en nuestro corazón y luego en nuestros oídos podríamos decir todos que somos buenos caballas y algunos hasta buenos cristianos porque amamos nuestro secular patrimonio físico y espiritual, y que hemos hecho todo lo posible antes de que termine esta primavera para que esas banderas de estirpe campanera colocadas en sus esbeltas torres, mástiles de fe verdadera y de bella vista marinera, no sean usadas a la ligera como un símbolo frío, de sabor metálico e inerte, que tape nuestras conciencias y su silencio permanente ensordezca nuestros oídos y perturbe nuestra mente.
Madre Mía alivia las penas de mi alma, Cristo Mío dame toda tu humildad para reconocer los errores de mis obras, y paciencia para convivir con ellos.
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