Se acerca esa época en la que el glacial viento asola el ya de por sí yermo suelo de las estepas siberianas, no dejando que nada (o casi nada) sobreviva y exterminando toda posibilidad de supervivencia. Omnipresente, la ventisca se confunde con el helado silbido de la guadaña, segando de raíz cualquier atisbo de vida.
Se inicia la larga estación invernal.
Desgraciadamente, no sólo se trata de una circunstancia estacional que, allá por marzo, deberá abandonarse a la luz.
Lejos de lo dictado por la naturaleza, este invierno sociológico ha logrado traspasar todas las capas que creíamos tener de seguridad, forjadas, una a una, a base de años de sufrimiento.
Lamentablemente, estamos entrando en una etapa en la que se justifican con burdos, imbéciles y violentos argumentos, las violaciones y, por ende, la condición de Mujer como ser humano. Y no pasa nada.
Es ese mismo frío que parece paralizar las neuronas, el que jalea a quienes quieren devolver a las inmigrantes a sus países de origen, como si comer y vivir “normalmente” sólo fuese privilegio para unas pocas.
El hielo antisocial está adentrándose inexorablemente en todos los resquicios de nuestra sociedad y no sólo paraliza cualquier atisbo de avance, sino que además congela cualquier posibilidad de consolidar lo que -aún y a duras penas- conservamos. Es tal la capacidad de penetración de estos huracanes cargados de hielo que ya nos conformamos con encontrar una roída manta para protegernos. Por ello, aceptamos, mientras la nieve se acumula en nuestros pies, que las ricas no paguen impuestos y se lleven el dinero a espuertas a los llamados paraísos fiscales, al tiempo que aplaudimos a rabiar el enjuiciamiento de quienes, por cometer el delito de malmorir en una situación de vulnerabilidad, reciben una ayuda de muy pocos cientos de euros para subsistir. Reprobamos a las nuevas leprosas del siglo XXI, sin caer en la cuenta de que, lo reconozcamos o no, ellas somos nosotras.
Vivimos tiempos de crueles heladas en las que los reiterados pasos atrás en las conquistas representan un verdadero abandono condicionado, domado y dirigido.
Es ese invierno el que nos invade por los espacios de telebasura, haciéndonos babear literalmente con concursos en idílicos paraísos imposibles, con mansiones interminables o vehículos cuyos precios superan en decenas de veces lo que duramente ganamos durante un año. Esa misma congelación de nuestro espíritu crítico impide no sólo que no nos rebelemos contra estas cadenas sino que, penosamente, reclamemos con ansia los remaches que van a seguir clavándonos en las gruesas y húmedas paredes de las invisibles mazmorras que nos rodean. Y es que, como bien dijo Albert Camus “la tiranía totalitaria no se edifica sobre las virtudes de los totalitarios, sino sobre las faltas de los demócratas”.
Esta controlada y brutal regresión abarca, en primer lugar, al sistema educativo que, lejos de enseñar a caminar, adoctrina para que jamás se pongan en tela de juicio los dogmas y los prejuicios de un modelo de sistema que tiene en la explotación del ser humano el paradigma de su razón de ser. Aprender a cuestionar este tipo de conductas conllevaría formar a ciudadanas pensantes, y no a masas amorfas fácilmente domesticables a las que el desconocimiento y el miedo llevan por esos caminos que siempre conducen a la Roma de turno.
Pero quizás usted, que siempre sabe lo que más le conviene, crea que este invierno que nos ahoga es sólo fruto de catastrofistas imaginaciones y de alarmistas concepciones de presente/futuro que anidan únicamente en las novelas de Orwell.
Es probable que esté convencida de que los terribles tiempos pasados se quedaron para siempre en los libros de historia. Seguro que piensa que, de ahora en adelante, sólo le quedan por vivir eternas épocas cargadas de esperanza, por lo que, evidentemente, rebelarse contra esta invisible dictadura es tan pueril como inútil.
Yo, desde este Vitriólico y humilde espacio, no quisiera aguarle la fiesta evidenciando la puta y cruda realidad, pero lo quiera ver o no, el invierno ha vuelto a salir de la caja de Pandora para, una vez más, terminar con posibles primaveras.
Llegadas a este punto, quizás sea bueno recordar a Albert Camus, que terminaba así su famosa novela “La peste”:
“Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux [el protagonista de la novela “La peste”] tenía presente que esta alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, en los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”. Y, precisamente, en esas estamos.
Nada más que añadir, Señoría.
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