Esta mañana me he vuelto a levantar temprano con la intención de ir a contemplar el amanecer, pero el tiempo, como habían pronosticado, no invita a salir de la casa. Los ceutíes sabemos lo traicionero que puede ser el vendaval. Te ofrece su mejor cara y cuando te confías dejar caer sobre ti una copiosa lluvia.
Así que me he vestido y preparado mis cosas, a la que hoy he incluido un paraguas. Iba mirando por la ventana mientras que en los intervalos releía “Un verano en los Lagos” de Margaret Fuller. Acaba de leer la siguiente reflexión de M. Fuller -“solo necesitamos contemplar el milagro de lo cotidiano para satisfacer a diario nuestra necesidad de reflexión y asombro”- cuando he apreciado que era el momento propicio de asomarme a los acantilados del Recinto para inspeccionar el estado de la naturaleza. Presentía que me iba a encontrar algo extraordinario. Y así ha sido. Me esperaba un hermoso arcoíris que moría en la bahía sur de Ceuta.
Apenas me ha dado tiempo a preparar la máquina fotográfica para captar esta bella estampa, pero sabía que vendrían más. Al fondo observé que sobre Ceuta avanzaban a gran velocidad unas nubes cargadas de agua. De hecho, veía con claridad cómo iban descargando una copiosa lluvia sobre la ciudad. Mientras que la lluvia llegaba me deleitaba percibiendo la mezcla de fragancias que desprendían la higuera y las flores que cubrían las escarpadas paredes de los acantilados.
El agua de la lluvia había potenciado esos olores. Había hecho caso a Silvia y tenía puesta la mascarilla, pero en ese momento me la quité para captar el perfume de la naturaleza. Mi oído también estaba entretenido con los agitados graznidos de las gaviotas y mis ojos no perdían detalle de la composición de un paisaje en el que hoy los protagonistas eran las nubes, las lluvias y los arcoíris. Recordé entonces aquel nobel oficio que más le gustaba a Henry David Thoreau, el de inspector de ventiscas y diluvios.
Fue entonces cuando en el frente de las nubes se dibujó un arco multicolor de una belleza indescriptible. Saqué la única arma que tengo, mi máquina fotográfica, y fui disparando con la mira puesta en el arcoíris para tomar todas las fotografías que puede. Vino a mi memoria a la afición de la fotografía que siempre hemos tenido en mi familia, empezando por mi abuelo Diego, mi padre, mi hermano Diego y nuestro primo Pepe Gutiérrez, que justo hace hoy tres años nos dejó.
Quiero dedicarle a él estas imágenes. Yo no tengo ni de lejos su maestría, pero comparto con él y con el resto de mi familia sensibilidad por la luz, los paisajes y la belleza de esta tierra. Seguro que hubiera disfrutado hoy de lo lindo fotografiando estos arcoíris, aunque tengo la impresión de que, de alguna forma, estaba allí a mi lado diciendo mira primo, mira, mientras que su cara se iluminaba y sus ojos lagrimeaban de emoción.
Recuerdo su permanente sonrisa y sus ojos azules, similares a los de mi padre. Yo no he heredado los bellos ojos azules de los Gutiérrez, pero sí la mirada capaz de apreciar la belleza y emocionarse con los espectáculos de la naturaleza. El cortejo de las nubes que se acercaban hacia mí lo abrían unos ángeles dibujando arcoíris con sus pinceles. Un, dos, tres, incontables arcoíris formaban un cuadro de una belleza indescriptible.
Lo sobrenatural se estaba manifestando y sentía, como siento Margaret Fuller, la presencia de poderes invisibles. Creo que este momento justifica la existencia y me hace sentirme un hombre muy afortunado por ver lo que para muchos pasa desapercibido.
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