Opinión

Inolvidable magna mariana

Escribo estas líneas días después de haber presenciado el pasado 16 de junio, desde el atardecer hasta la medianoche, el emotivo desfile de la procesión Magna Mariana de nuestra ciudad.

Si ya fue un premio para el alma de los cristianos ceutíes ver en la calle a Ntra. Sra. de África, Patrona y Madre de todos, ese regalo se vio colmado por la sucesión de los trece pasos de Virgen que fueron desfilando ante ella a lo largo de más de tres horas que se hicieron cortas, cada uno con los respectivos cortejos de su Hermandad o Cofradía, banda de música y todo el esplendor que los adorna en Semana Santa, con la lógica excepción de la primera Hermandad que desfiló, la del Rocío, que llevó su simpecado en la tradicional carreta y, de música, su clásico acompañamiento de pito rociero y tamboril.

Nuestra Magna Mariana constituyó un extraordinario testimonio de fe que quedará en la memoria de los miles de personas que presenciaron las salidas de los pasos, su recorrido por la calle Jáudenes y, sobre todo, por las repletas calle Victori Goñalons y Plaza de la Constitución, así como también para cuantos tuvimos que limitarnos a verla por la televisión local.

No cabía imaginar otra celebración mejor para conmemorar los seiscientos años de la fundación de la diócesis de Ceuta y de la llegada de aquella imagen de la Virgen “asaz devota” que, con esas palabras, nos envió el Príncipe Enrique “El Navegante”

Llegó a Ceuta un venturoso día del año 1418, a bordo de una carabela portuguesa, pero de las buenas, de las de casco de madera, mástiles y velas, por aquel entonces muy bien bienvenidas, y no de las que, de vez en cuando, rondan en estos últimos tiempos nuestras playas, esas falsas medusas, gelatinosas y malignas.

En principio, sin embargo, el ritual que se siguió en la Magna Mariana, consistente en situar ante la imagen de la Virgen de África, en evidente señal de pleitesía, cada una de las que fueron desfilando ante ella, me pareció algo contradictorio. Trece veces una Virgen ante otra Virgen, como si cada una de ellas fuese una persona distinta. Pensé que aquello podría ocasionar confusión en la mente de personas sencillas, que bastante lío se hacen ya con eso de “mi Virgen es más bonita que la tuya” y otras simplezas por el estilo. Así es que estuve reflexionando al respecto, hasta llegar, por fin, a una conclusión que considero la más válida y plausible. Al ser imposible, no era una Virgen que se postraba ante otra Virgen distinta, eran, ambas, dos imágenes diferentes de la misma Virgen María, Madre de Cristo, talladas por escultores en épocas diversas.

En realidad, la que rendía pleitesía era la imagen, y lo hacía reconociendo, a su vez, la primacía de la imagen de la Virgen de África, porque ésta llegó antes (“prior in tempore, potior in iure”, como decimos los juristas) y porque, además, es la imagen de la Patrona de Ceuta, aquí venerada desde hace nada seis siglos, primero por portugueses y después por españoles, todos ellos hermanos en nuestra gloriosa historia Claro es que dicho razonamiento no hubiese valido de haber desfilado la Virgen del Valle, que llegó el 21 de agosto de 1415, es decir, el día de la reconquista de Ceuta, tres años antes, pero como no salió, quizás por la razón expuesta, pues todo queda resuelto.

Nuestra Magna Mariana fue un hito que las personas que participaron en ella o, simplemente, la presenciaron, recordarán siempre, ante sus hijos y nietos, como una maravillosa expresión pública de nuestras raíces cristianas

Fue una sacudida capaz de despertar muchas conciencias dormidas, como lo es, año tras año, sin tanta solemnidad, pero igualmente con una gran carga de demostración externa de fe, el emotivo y multitudinario traslado del Cristo de Medinaceli -últimamente en compañía de la Virgen de los Dolores- desde la Iglesia del Príncipe hasta su capilla-oratorio en la Avenida de España, para desde allí iniciar el Lunes Santo su tradicional salida procesional.

Mi admiración y mi enhorabuena a quienes organizaron la Magna Mariana y a cuantos acompañaron a sus imágenes, mi aplauso por su generosa entrega y por lo bien que llevaron los pasos a los más de trescientos hermanos costaleros –y hermanas, pues me aseguran que las hubo- y a sus capataces, y mi felicitación a Monseñor Zornoza Brey, Obispo de una diócesis, la de Ceuta, con seis siglos de historia, y también a los sacerdotes que, a la parada de cada paso ante la imagen de la Virgen de África, rezaron con devoción y ante el micrófono la Salve, siempre fue seguida por la multitud que llenaba la Plaza de la Constitución. Como digno colofón, surgieron al viento las notas del Himno de Ceuta.

Su interpretación por la banda de la Ciudad y los centenares de voces que lo cantaron, harían rodar, sin duda, lágrimas de emoción por las mejillas de muchos ceutíes. Ese inolvidable día tuvimos la inmensa fortuna de vivir unas horas mágicas e irrepetibles.

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