Opinión

Inmovilismo y resistencia al cambio

El cosmos, la tierra y la vida que en ella surgió hace muchos millones de años están en continuo cambio y evolución. Nada es permanente en el mundo. Esta ley universal la tenían perfectamente asumida nuestros antepasados más remotos y los más recientes. El ciclo de la vida, la transformación, la muerte y la resurrección era algo que pronto aprendió la humanidad al observar el movimiento del sol y la inmutable pauta de cambio de la luna. El conocimiento de los cielos permitió a los egipcios predecir la aparición de la estrella Sirio que marcaba año tras año, sin ningún margen de error, la crecida del Nilo. Las estaciones se sucedían con sus grandes variables en cuanto al volumen de lluvias y la frecuencia de temporales y tormentas, entre otros fenómenos meteorológicos. La misma variabilidad se daba en la vida humana: unos morían al poco de nacer y otros vivían muchos más años de la habitual. Las Edades del Hombre las hicieron corresponder los griegos de la antigüedad clásica con distintas divinidades masculinas y femeninas. De este pensamiento mítico emergió la figura de Atenea que personificó la estructura de consciencia mental. En términos figurados podemos decir que en este tiempo el círculo se rompió y se estiró para dibujar una línea que siempre mira al futuro y desprecia al pasado.

El auge del pensamiento mental permitió el desarrollo científico y tecnológico a un ritmo muy lento. Mientras que el trabajo dependió de la fuerza humana, animal, así como de las formas más sencillas de eólica e hidráulica, el impacto de la especie humana sobre la tierra se mantuvo en unos niveles asumibles para el planeta. Éramos pocos y con medios relativamente limitados. Sin embargo, todo esto cambió con la Revolución Industrial. La máquina de vapor puso en manos del ser humano una energía hasta entonces desconocida y esto transformó la economía y con ella el medioambiente y las relaciones laborales y sociales. Tal y como explicó de manera brillante Karl Polanyi en su obra “La Gran Transformación”, el poder económico ideó y ejecutó un perverso plan para obligar a los campesinos a abandonar sus tierras y dirigirse a las nuevas ciudades industriales para trabajar como asalariados. Acabaron con las tierras comunales y no dejaron otra puerta abierta que la que conducía a los tugurios en los que los obreros y sus familias vivían en condiciones inhumanas.

El “descubrimiento” del petróleo, y su progresiva utilización como la principal fuente de energía, inició una nueva época, en principio cargada de esperanza. El orden paleotécnico del carbón, según lo definió Patrick Geddes, iba a ser sustituido por el esperanzador orden neotécnico de la electricidad, una energía aparentemente limpia. A partir de ella se esbozaron las bases de un nuevo urbanismo en el que la figura central era la Ciudad Jardín. Toda esta esperanza no tardó en verse frustrada por el incremento de la dispersión urbana que facilitaba el vehículo movido por la combustión de los derivados del petróleo. La gasolina permitió un incremento permanente del transporte de mercancías y personas por un planeta cada vez más sobrepoblado y más contaminado por el ser humano.

Superada la conflictiva etapa de la primera mitad del siglo XX, plagada de guerras y destrucción, en el mundo Occidental entramos en un periodo de aparente bienestar y de crecimiento económico. Los felices años cincuenta y sesenta pronto se convirtieron en sucesivas depresiones económicas a causa de las crisis del petróleo o las más recientes del ladrillo y de la pandemia de la COVID-19. Todas estas crisis en apariencia distintas no son más que los síntomas de una crisis multidimensional provocada por el desequilibrio entre los límites de la tierra y el afán de las llamadas sociedades avanzadas por mantener un sistema económico basado en el crecimiento ilimitado en el tiempo y en el espacio. Sobre la mítica línea trazada por el pensamiento mental corre a cada vez a mayor velocidad una humanidad incapaz de pisar el freno y desacelerar el crecimiento económico hasta un nivel soportable para la tierra. No es casual que en estos tiempos se hable cada vez más de economía circular y restauración ambiental. Estos conceptos los podemos encontrar de manera frecuente en el programa Next Generation de la UE, que integra otro ambicioso proyecto por Green New Deal. Vivimos, de alguna manera, una nueva etapa post-bélica en la que la humanidad ha luchado contra la tierra. El nivel de destrucción que hemos provocado es de tal calibre que está en peligro la supervivencia de la vida humana en nuestro planeta.

Las raíces psicológicas y filosóficas que explican el momento histórico que estamos viviendo son muy profundas. Autores como Lewis Mumford las observaron en la etapa que siguió a otra gran pandemia: la Gran Peste de 1348. Fue entonces cuando el capitalismo se alió con el absolutismo para desmantelar de manera progresiva los principios éticos y morales de una sociedad medieval intencionadamente tachada de retrasada, sucia y supersticiosa. La realidad era muy distinta de la que nos ha pintado la propaganda capitalista. Una vez superados los llamados años oscuros de la alta edad medieval, en los siglos XII y XIII asistimos a un despertar espiritual y de la imaginación creativa. El trabajo colectivo de la ciudadanía permitió emprender y completar grandes obras como las catedrales que se convirtieron en el epicentro de las ciudades, junto a las universidades y los gremios profesionales. Esto fue posible gracias a la agudiza percepción de que todo lo que les rodeaba estaba animado. La visión actual es muy distinta. Para la mayoría de la población de los países occidentales los lugares son algo inerte, carente del espíritu o genius loci que los animaba y daban personalidad. Todo ha sido cosificado y, como consecuencia, el mundo ha sido desencantado.

El desencantamiento del mundo parece que está llegando a su fin. Cada día hay más personas que han evolucionado hacia una estructura de consciencia integral. Este nuevo salto en el desarrollo de la mente permite integrar las precedentes estructuras de consciencia, como son la arcaica, la mágica y la mítica, además de la mental. Cada una de ellas aporta un ingrediente básico para lograr una vida rica, significativa y plena. Necesitamos volver a percibir esta fuerza que lo anima todo y reescribir los mitos que permiten interiorizar la complejidad de la vida y la naturaleza humana. En este sentido, Ceuta ha sido una tierra fecunda para la mitología. El confín de Occidente era un espacio de tinieblas que sólo el héroe elegido era capaz de atravesar y llegar a un jardín maravilloso rebosante de vida. En el centro de este jardín paradisiaco se encontraba el árbol de la vida que, como Axis Mundi (eje del mundo), conectaba el inframundo -del que brota el manantial vital- con la dimensión celeste. El paraíso está delante de nuestros ojos, pero la mirada mayoritaria no tiene la suficiente profundidad para ver más allá de lo aparente. De manera paradójica nos dirigimos a un mundo cada vez más dominado por lo virtual. El problema estriba en que esta realidad virtual ha sido diseñada por el pentágono del poder que se sirve de la megamáquina para formatear nuestra mente y luego cargar una aplicación que permite controlar a la gente. La mirada está cada vez más pendiente de las pantallas y menos de la naturaleza que nos rodea y de las personas que forman parte de nuestra vida.

La existencia exterior es cada vez más confortable, pero la interior es cada vez más pobre. La crisis interna del ser humano se ha agudizado de manera paralela a la promulgación del mito de la máquina. El pensamiento maquinal desprecia todo aquello que no puede ser cuantificado y aprehendido de manera tangible. El alma del mundo ha dejado de ser percibida. Pocos sienten la luz, aprecian las formas de la naturaleza, escuchan el sonido de las aves o captan el olor de las flores. La ambición espiritual ha sido sustituida por el ansia de poder y dinero. Las Musas han dejado de danzar e inspirar la mayor parte de los corazones. No obstante, ellas no han dejado de cantar para todos aquellos que les prestan atención. Confío en que los durmientes despierten y abran sus ojos para contemplar un mundo de nuevo animado y vital.

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