Hablar de inmigración, criticarla, entenderla exclusivamente como un problema, un temor o una amenaza está a la orden del día. Incluso hay partidos políticos que utilizan a los inmigrantes como único fundamento de su supuesto ideario. La falta de conocimiento les hace moverse en una burbuja en la que les resulta imposible ver más allá de esa frontera virtual que les hace vivir en su mundo cómodo supuestamente amenazado por el que llega a estas tierras sin papeles. Esos extremismos conviven en nuestro día a día, hay lugar para ellos en nuestra sociedad porque sencillamente la propia sociedad les quiere hacer el hueco en busca de una protección corporativa que se alimenta del desconocimiento común. Esa es la realidad tanto de esta ciudad como de las del resto de Europa. Aceptar al inmigrante se produce cuando el ciudadano hace un esfuerzo por conocerlo, sino siempre lo verá como un peligro real o como algo ‘exótico’ que tenemos y de lo que nos percatamos cuando participan en el coro de Navidad o en la Semana Santa.
En mi vida me he topado con gente de todo tipo, hasta con xenófobos que realmente entienden la inmigración como una amenaza. Conocer sus impresiones, sus ideas y sus teorías no me produce enfado, ni tan siquiera me molesta. Forman parte de esa libertad de expresión que es reflejo de lo que hay en este mundo. En torno a ellos tengo otro sentimiento, el de lástima, el de auténtica pena por conocer que puede haber tanto individuo que prefiere cerrar las puertas al conocimiento, ocultarse en su caparazón, vivir en sus propios miedos e incluso creérselos. Felices cuando los países cierran sus fronteras a barcazas llenas de gente que pide ayuda y que no tiene la culpa de su situación, felices cuando alguien criminalizala inmigración porque así encuentran una ideología que ampare su pensamiento, felices de no sentirse ciudadanos de un absurdo que quienes sí conocemos a los inmigrantes, sus historias y sus luchas lo detectamos de lejos. Y lo lamentamos y compadecemos. Ellos se lo pierden.