Categorías: Opinión

Incidente en Heathrow

Era el vuelo BA 172, de New York a Londres, que enlazaba con el BA 490, de  Londres a Gibraltar. El primero llegaba a las 8:45, y el siguiente salía a las 10:15, por lo que, en teoría, había tiempo suficiente para hacer el tránsito, a pesar de lo complicado de ese aeropuerto. Todo había sido tranquilo, salvo unas ligeras turbulencias en medio de la noche. El tiempo era bueno. Lucía el sol (algo inusual en Londres) y no hacía viento. Pero, como suele ocurrir, cuando algo va bien, siempre tiene que venir alguien a estropearlo. Es lo que nos sucedió con una empleada del servicio de seguridad.
Cuando embarcamos en el aeropuerto internacional JFK de New York pasamos todos los controles y protocolos de seguridad, que no son pocos. Por tanto, suponíamos que todo estaba en regla. En Londres, a pesar de que estábamos en tránsito, tuvimos que volver a pasar dichos protocolos. De la hora y media que teníamos de margen, casi media la consumió el retraso del vuelo. Otra media se nos fue en el traslado desde la terminal 5 a la 3. Por tanto, cuando introdujimos el equipaje de mano por el escáner, apenas quedaba media hora para la salida del vuelo. La puerta de embarque, suponíamos que estaba a más de cinco minutos de este control, a paso ligero. Vimos un par de bolsos de mano nuestros que los habían apartado en una mesa aparte.
Después de recoger el resto y colocarnos los cinturones, zapatos, relojes y demás utensilios, sólo quedaba que nos devolvieran esos dos bolsos. Los minutos parecía que transcurrían más rápidamente que en otros momentos. Me acordé de la teoría de la relatividad de Einstein. Nuestro nerviosismo aumentaba por momentos, pues el vuelo salía inmediatamente. Se nos ocurrió indicarle a dos empleadas de seguridad que teníamos prisa. Ellas hablaban tranquilamente sin hacer nada. Una de ellas, la más joven (no tendría más de 25 años) se enfadó y empezó a relatar frases incomprensibles para nuestro nivel de inglés, pero sin acercarse a nosotros. Continuó conversando plácidamente con otra empleada. Por el aspecto de su cara, daba la impresión de ser una persona con muchos complejos, mal educada y que había tenido una mala noche. Le volvimos a indicar que nuestro vuelo partía inmediatamente. Se enfadó aún más y nos pidió el billete para comprobar lo que decíamos. Efectivamente, solo faltaban 20 minutos para el despegue.
Entonces cogió uno de los bolsos y comenzó a sacar, uno a uno, muy despacio, todos los objetos que tenía, que los fue separando en bandejas dispuestas a pasar nuevamente el escáner. Los libros los abría y miraba entre las hojas. Los bolsos de aseo, aunque tenían partes transparentes con los productos líquidos y pastas de dientes, fueron vaciados. Los pequeños frascos los introdujo en otra bolsa, que luego cerró meticulosamente, después de haberlos sometido a otro control en una máquina especial. Cuando acabó, pasó todo nuevamente por el escáner y nos los devolvió. Quedaban 15 minutos para el despegue. Faltaba el otro bolso. Hizo como que no se había dado cuenta y comenzó a marcharse. Le volvimos a insistir en ello. El enfado fue aún mayor. Nos daba voces en un lenguaje ininteligible. La misma operación. Ya sólo quedaban 10 minutos para el despegue. La situación se hacía cada vez más desesperante. Cuando, por fin acabó, nos requisó un frasco de una crema muy cara que siempre llevamos, por prescripción facultativa. Era su “trofeo” que justificaba la innecesaria operación de seguridad que había llevado con nosotros. Le pregunté si tenía idea de lo que esto costaba. Me contesto con muy malos modales que ese no era su problema. En cinco minutos despegaba el vuelo. Ya no teníamos esperanzas de llegar a tiempo. Por nuestras cabezas pasaban rápidamente las escenas de las consecuencias. En Londres.  Sin equipaje. Sin saber cuándo podríamos adquirir otro pasaje para España, ni a qué precio. Muy cansados, después de más de 10 horas de viaje.  Comprobamos que la puerta de entrada a nuestro avión ya aparecía cerrada en los paneles de control. A pesar de ello decidimos no perder la esperanza y continuar hasta el final. Empezamos a correr desesperadamente. Se nos salía el corazón. Yo creí que me daba un infarto, pues mi corazón latía muy rápidamente y tenía un extraño picor en la garganta. Cuando llegamos, ya sólo nos esperaban a nosotros. Estábamos en tránsito y localizados, y el vuelo partía con cierto retraso. La sensación de alivio fue infinita.
El incidente relatado me deja varias enseñanzas. Primera. A los pasajeros de estos vuelos, normalmente se nos trata como a delincuentes. Es como si tuviésemos que estar demostrando continuamente que no somos terroristas. Segunda. El personal de seguridad que presta servicio en los aeropuertos, normalmente carece de experiencia, suele tener muy malas formas y, en la mayoría de casos carece de la preparación adecuada. Por último. Los problemas y sufrimientos de los ciudadanos les traen sin cuidado.  La conclusión más lógica es que, en lo sucesivo, trataré de evitar ese aeropuerto y esa compañía aérea en mis viajes al extranjero. Y además, trataré de difundirlo entre mis amistades para que hagan igual que yo.

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