Opinión

El inaprehendible prestigio de la política exterior española

Acostumbro a señalar para mejor caracterizar el accionar exterior español, a la búsqueda siempre del en mayor o menor medida, debido prestigio, lo que significa la aspiración digna y básica de toda diplomacia, dos axiomas, que constituyen si no leyes matemáticas desde luego que sí casi diplomáticas. Primero, que a pesar de contar con unas credenciales impresionantes o quizá por eso mismo, España a veces da la impresión de tener más dificultades que otros países similares no ya para gestionar sino para definir y hasta para localizar el interés nacional. Y segundo, que hasta que no resuelva o encauce adecuadamente su en verdad complicado expediente de litigios territoriales, no se integrará como corresponde en el concierto de las naciones.
Si el primer aserto no parece requerir ulterior consideración ante el argumento elemental de que salta a la vista, en desdoro de nuestros denostados por la mayoría coincidiendo aquí con buena parte de la clase pensante, políticos, a la espera de que en general ejerzan más de estadistas, sobre el segundo diríase oportuno el recordatorio de la permanente incidencia colonial, que antes fue imperial, en el devenir histórico nacional.
Cuando en Westfalia, en 1648, se oficializa la decadencia de la otrora potencia hegemónica, España pasa a ser el tercero, tras Inglaterra y Francia, en discordia, pero también en recursos, poseía un imperio, y “el mundo podía recorrerse por tierras de Felipe”, en la acuñación de Lope de Vega. Y cuando el Congreso de Viena, en 1815, la primera magna asamblea técnicamente, certifica el aislamiento, la solitud de España, la corona, luego del proceso imparable de la emancipación americana que reduce drásticamente la base territorial imperial, mantenía unas colonias de primera magnitud, desde Cuba a Puerto Rico pasando por Filipinas.
Y cuando a finales del XIX, con la nación prosiguiendo abocada a una diplomacia menor de retraimiento, las potencias europeas, sin alianzas significativas con un país más rico en problemas que en recursos, la dejen sola en el conflicto colonial con la emergente república imperial norteamericana, tras el tropológico 98 el interés nacional queda bajo mínimos y sobre pretendidas regeneraciones morales y políticas, por lo demás impracticables a corto plazo, se agiganta el espectro de las necesidades inmediatas a las que se dará una salida exterior, viéndose el país constreñido a intensificar su política de exportación de personal humano casi analfabeto a Sudamérica, en una práctica ya iniciada un cuarto de siglo antes y que se repetirá tras la Guerra Civil.
Si el XIX aparece como una centuria marcada por el déficit de victorias del antaño poderoso ejército español, las primeras décadas del XX arrojan otro déficit considerable, esta vez achacable a la diplomacia de una nación que malperdidos los últimos restos imperiales, se muestra capidisminuida y traumatizada, lo que se traducirá en una palmaria endeblez negociadora frente a interlocutores expertos y avisados en asuntos coloniales como Gran Bretaña o Francia, pasando entonces el vecino Marruecos a ser el único campo de acción para la política exterior española.
La calamitosa situación del país, económica y social más la agitación interna, con la Semana Trágica catalana, facultan a Alfonso XIII y al gobierno para inobservar su primer compromiso internacional, la Gran Guerra, en la que España se declara neutral aunque la contienda se seguirá, en una costumbre muy peninsular, en los medios, divididos entre aliadófilos y germanófilos. Además, la incidencia colonial vuelve a figurar y habrá que hacer frente a la guerra del Rif, con el militarismo crónico y su lacerante testimonio de Annual, resuelta con la ayuda gala. Tampoco acudirá España a su segundo gran compromiso internacional, la Guerra Mundial, apelando como en la primera a la situación de país quebrado ahora a consecuencia de la Guerra Civil. Aunque se declara la neutralidad, después de las fulgurantes victorias germánicas y la derrota fulminante de Francia, en junio del 40, coincidiendo con la entrada en el Eje de Italia, se pasa a la no beligerancia, lo que permitió al franquismo otorgar una serie de facilidades a los alemanes, e incluso el envío de la División Azul. El cambio de táctica obedeció, amén de las afinidades ideológicas, a de nuevo el factor colonial, aquí teórico, en la que los estrategas del franquismo, poco duchos en asuntos exteriores, otearon la posibilidad de configurar un imperio en el norte de Africa.
Continuará omnipresente la variable colonial y tras normalizar su situación internacional con la entrada en Naciones Unidas, pronto se pedirá cuentas a España de sus territorios en Africa, a los que Madrid, luego de resistirse a informar cumplidamente, trasmuta en un santiamén de colonias en provincias, aunque queda vinculada por la descolonización a corto plazo. Pues bien, este mes de septiembre se cumplirá el 45 aniversario de la Marcha Verde, con el consiguiente e inacabado capítulo saharaui, donde yo me ocupé in situ y en solitario de los desorientados y desperdigados compatriotas que allí quedaron tras nuestra salida.
Ya con la Restauración, en esta apretada síntesis, primero hubo que agenciarse las credenciales democráticas frente a unas cancillerías escépticas, sólo cinco jefes de estado, incluido el de Mónaco, acudieron a la coronación y al de Francia hubo que concederle un desayuno con el rey previo a la ceremonia, yo estaba allí, para luego pasar a gestionar positivamente y con entusiasmo la fase desarrollista, que comportaba la recuperación plena del horizonte nacional. Es el “España en su sitio”, que se jaleará desde las filas gubernamentales socialistas, copiando el lema de sus correligionarios franceses. Quedaba así atrás, perdido en la historia, el dato esculpidor del interés nacional, el del retraimiento secular con su variable episódica del aislamiento, todavía más acentuado por la neutralidad en las dos guerras mundiales, como ya se ha dicho. Y de la mano de Bruselas, más el blessing francoalemán de Kohl y Mitterand, España, en lo que supuso una pirueta histórica, terminó pasando de ser excluida del plan Marshall al acabar la guerra mundial, lo que se plasmó en quedar descolgada del mundo occidental, a ser el mayor país receptor de fondo europeos.
Ahora, cuarta potencia en la UE, se ha iniciado hace siete lustros el camino hacia la modernidad, que después de unos años en franco progreso, como corresponde, luego se incurriría en el desviacionismo, la extralimitación y la reiterada falta de cumplimiento de la obligada y primaria disciplina financiera en la vía vital europea, llevando al país al casi recate del 2008 y prosiguiendo desde una condición reiteradamente mendicante con las ayudas y préstamos del 2020, donde lejos de la exigible ortodoxia, se proclaman los triunfos en base a los fondos obtenidos: cuanto más ingentes sean, mayor es el éxito. No parece, ciertamente, que ésa, y otras muy visibles variables nacionales comenzando por la crisis de valores, marquen la senda hacia el prestigio.
En cualquier caso, el discurso oficial de turno, al introducir los previsibles cupos de opinabilidad, acarrea un cierto grado de imprecisión sobre el peso atómico español, tanto internacional como y antes, europeo, lo que a la postre dificulta una objetiva visibilidad global del interés nacional así como complica con sus recovecos, bifurcaciones, zigzags, en un recorrido casi siempre tan curvilíneo que acaso se podría innovar el léxico para acentuar el grafismo y entonces sería también curvídeo, la búsqueda del iter hacia el prestigio, como explicito en “España y el dédalo diplomático”.
Analizar, por tanto, las dosis de realismo o lo que es lo mismo, detectar las cuotas en grado congruente de voluntarismo y ponderar las de posibilismo de una proclamada y también, aunque en apreciable menor medida, buscada política internacional de prestigio, su sindéresis en definitiva, implica un ejercicio de técnica de la política exterior cuyos manuales básicos no parece que figuren con frecuencia entre los libros de cabecera de algunos gobernantes hispánicos.
Y si bien ya hace un siglo el conde de Saint Aulaire sentenció que “la diplomacia es la primera de las ciencias inexactas” por la diversidad de circunstancias, por la pluralidad y complejidad de supuestos, por el cambio de escenarios, por el juego del alors, del en ce cas, resulta asimismo evidente, como enfatizo con la natural satisfacción del ciudadano concernido sólo moderada por la prudencia del profesional, tanto en “España y el interés nacional” como en “Una política exterior de prestigio”, que las notables potencialidades españolas sitúan la perspectiva hacia un bien ganado prestigio, siguiendo si se quiere la estela del pasado esplendor, como correspondería a un país que figura entre los fundadores del derecho internacional quizá al mejor de los títulos, la introducción del humanismo en el derecho de gentes, en la categoría de dato antes que en la de subdato a la vista de la incuestionable ampliación de las alternativas, lo que posiblemente sea el término con mayor carga en el ámbito de la relaciones internacionales.

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