Os confieso -queridas amigas y amigos- que cada vez valoro más la importancia de las personas normales. Reconozco que admiro a los mártires, a los caudillos, a los héroes, a los santos, a los sabios, a los genios, a los líderes y, sobre todo, a los profetas pero -permitidme que os lo diga- cuando están lejos. Cuando los contemplo de cerca muchos de ellos me asustan. Creo que, a veces, son necesarios para dinamizar la sociedad, para despertarnos del letargo y de la apatía; son imprescindibles para mover nuestras conciencias, para defender los grandes principios y para fortalecer a los débiles. Acepto que estos seres extraordinarios, estimulan el seguimiento, la admiración, la imitación, la obediencia, la entrega y la devoción. Estoy convencido de que ellos son los que, en muchas ocasiones, nos sacan las castañas del fuego: las castañas de nuestros derechos, intereses, ideas y sentimientos; el fuego de la arbitrariedad, de la fuerza, de la habilidad, de la mentira o de la injusticia. Pero, repito, los carismáticos, los fundamentalistas, los radicales, los perfectos, los puros y los puristas, los íntegros y los integristas me producen una profunda sensación de temor (y, también, de honda pena).
Cuando escucho las proclamas en favor de la aristocracia espiritual, de la hidalguía intelectual y hasta de la nobleza de cuna, recuerdo lo que sufría Sebastián al pensar en aquellos que han trabajado para pagar los heroísmos del héroe: “me duelen -me decía- las muertes de quienes han derramado la sangre en las guerras del excelente; me entristecen las manchas de barro de quienes velan para que los puros sigan limpios; me apenan los sufrimientos de quienes son atormentados para proporcionar el placer de la finura a unos pocos afortunados aristócratas”. Tengo un amigo a quien le hubiera gustado vivir en la Edad Media, pero, por supuesto, no como simple siervo, colono o miembro de la gleba, sino como emperador, rey, marqués o conde. Si a los ricos los hacen los pobres, a las verdades llegamos por las sendas de los errores, y a la bondad por el camino de los defectos. en la localidad de Madrid donde residió (Getafe) hasta su fallecimiento, por su contribución a la difusión de la música y la cultura, en dicha localidad.
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