Los ceutíes vivimos en un peculiar régimen de libertad condicionada. Es cierto que la legalidad, teóricamente imperante, garantiza el ejercicio de las libertades públicas constitucionales. Pero esto en realidad no es más que una abstracción teórica pulverizada drásticamente por un contexto social fuertemente dominado por el miedo. El miedo siempre presente. Siempre victorioso.
La libertad de expresión es la piedra angular que sostiene la democracia. El menoscabo de este principio perjudica la dignidad de ciudadano, y con ello, arruina el concepto de soberanía popular. Por ello es fundamental defender activamente la libertad de expresión. La ambigüedad o la inhibición en este ámbito no son neutrales, más bien al contrario, son cooperadores necesarios para pervertir el sistema en beneficio de los poderosos.
Existen muchas formas de cercenar la libertad de expresión. Se puede hacer de manera directa y brutal, como en los regímenes autoritarios; pero también se puede hacer de modo taimando y sibilino con idéntica eficacia, como sucede en las democracias formales viciadas y sin contenido. En este caso, la trampa consiste en lograr que sean los propios ciudadanos los que renuncien a su libertad y se conviertan en silentes fantasmas que deambulan por la vida pública practicando la más fútil irrelevancia. Para lograr este objetivo, el miedo es un arma infalible. Nuestra Ciudad es un ejemplo de manual.
En Ceuta, el peso de la administración pública, es decir, el poder político, en todas sus manifestaciones, grados e intensidades, es enorme. Sus tentáculos alcanzan a los rincones más remotos. Asfixiante. Todos los ciudadanos tienen la convicción de que es imposible salir indemne de un enfrentamiento con el poder. Son tantas las posibilidades de agresión que no hay escapatoria. La gente es muy consciente de la limitación del espacio en que se puede mover. Sabe que las críticas se pueden admitir, sólo hasta cierto punto. Existen unas líneas rojas infranqueables, rebasadas la cuales, el riesgo de sufrir algún descalabro en la vida personal es inevitable. Miedo. Quienes están en el punto de mira del poder se ven sometidos a una presión social insoportable. Es una versión moderna del antiguo ostracismo de los griegos. Para quien disiente, las expectativas de empleo (propio o de sus familiares) se desvanecen para siempre. Para los contestatarios, la animadversión de la administración puede llegar a ser un calvario. Todo el mundo duda si merece la pena el sacrificio. El resultado final es que son muy pocos los que se atreven a asumir las consecuencias de mantener posiciones discordantes con una mayoría omnipresente y pletórica de fuerza. El miedo en nuestra ciudad está más extendido y arraigado de lo que pensamos, y de lo que sería razonable admitir. Lo he podido comprobar, muy recientemente, con motivo de la muerte de los quince inmigrantes en el Tarajal. Durante los primeros momentos, cuando pretendí manifestar el horror que sentía, siempre recibía el mismo consejo: “¡Juan Luis, ten cuidado!”. Difícil de entender. Difícil de digerir. Veía las imágenes y me espantaba. Me resistía a quedar callado ante la barbarie, y sin embargo, gente que se que me aprecia me repetía: “¡Juan Luis, ten cuidado!”. En toda España se sucedían los pronunciamientos y manifestaciones. Era un clamor. Ceuta hablaba en voz baja y con miedo. Superado el límite de lo soportable para una conciencia mínimamente sensible, decidimos convocar una concentración. No encontramos convocantes. Sólo evasivas. Nadie quería que identificaran públicamente su rostro con aquella iniciativa. “¡Juan Luis, ten cuidado!”. Descorazonador.
El miedo es indisociable de la debilidad. El de Ceuta es un pueblo muy débil, sometido y sojuzgado por un miedo ya casi incrustado en el subconsciente colectivo. Y así es imposible afrontar cualquier reto de una mínima envergadura.
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