Si el mundo se midiera por insensatez, estoy convencido que muchos de nuestros responsables políticos tendrían, cuando menos, un doctorado en “descalcificación mental”, porque no me negarán que cuando lo que se busca entre las páginas del libro de la vida és, precisamente, vivir y dejar vivir, los nuestros se pelean por molestar y no dejar de hacerlo. Como el camino del Señor discurre por Valles invisibles, el nuestro, debe hacerse por carreteras cortadas y vallas amarillas. ¡¡Que difícil es conseguir el Cielo!! Sobretodo, si el estimado premio pasa por el Centro de Ceuta.
En una ciudad que carece de kilómetros cuadrados suficientes como para expandirse a lo ancho, no nos queda más remedio metafísicamente que crecer a lo alto, pero el hecho de construir (demasiadas veces sin sentido) no significa que tengamos que estar de acuerdo en el referente a la necesidad. Al hilo de tantos ladrillos y cemento, crece, considerablemente, la ocasión para dotar al ciudadano de los servicios adecuados al nuevo orden arquitectónico y por ello, se reestructuran calles, carreteras y acerados. Y ahí vamos…
Quien haya disfrutado de las calles de este pueblo-ciudad desde siempre, valora el esfuerzo realizado por la modernización de las mismas, pero también desvalora las “chalauras” que se cometen con el dinero de los contribuyentes. Una pequeña ciudad, casi toda en cuesta, con calzadas demasiado estrechas, con escasas posibilidades de ampliación, con un parque automovilístico tres veces superior a la media, que de repente, queremos convertirla en un lugar donde cada acera es más ancha que la propia carretera, es como pedirle a Villar que ya que le hemos pagado unos días aquí, ascienda al Ceuta por la cara...
Quien vive en el Centro de la ciudad, -ese centro que todos envidian pero en el que todos quieren estar- vive entre porrazos, camiones de obras, taladradoras, asfaltadotas, obreros gritando y calles cortadas.
Hay tal cantidad de vallas (de obras) cerrando el paso a los vehículos que se podría comparar con la “zona verde” de Bagdad…(con un poco de imaginación, claro) No hay calle por donde se pueda pasar. Si vives entre la Real y la Marina, estás condenado a dar vueltas cada vez que tengas que llegar a casa, y eso, si tienes garaje. ¿Es que nadie cae en la cuenta? ¿Es que no se piensa en los ciudadanos que allí viven? ¿Es que es tan difícil cerrar una calle y dejar otra abierta, como alternativa? Pués, créanme que debe serlo cuando cierran todas las calles adyacentes, las auxiliares, esas que comunican un centro con otro Centro y te encierran a base de vallas como si de un Gueto se tratara.
Aceras que volverán a ser revisadas en apenas unos meses, repuestos sus baldosines y cerradas en obras que se llevan meses. Y mientras tanto, sigo con mis paseos por una ciudad que ha perdido con todo ello parte de su personalidad de pueblo, de ese pueblo que tanto echamos de menos... Porque no entra en mi cabeza que un día llegue un técnico -o no técnico- y diga que hay que abrir las calles, ¡pero todas al mismo tiempo!, para meter tuberías, y al cabo de unos meses volverlas abrir para meter más tuberías y cuando parece todo resuelto, reabrir para meter.., tuberías. ¡La pinga! (americanismo, no confundir con “la pringá”) a ese le metía yo unas pocas de tuberías.., por su calle.
Lo mejor de todo, es que cuando se marchan las obras, o eso creemos, el oido, que ha estado adaptándose durante muchos meses a semejante aberración insana, termina por echar de menos al picapedrero de turno y un “sonotone”. Lo positivo, si es que lo hay, es que nos damos cuenta que no necesitamos coger el coche todos los días…¡¡por decir algo!!
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