El modo en que concebimos y practicamos la convivencia constituye el auténtico nudo gordiano de la vida pública en nuestra ciudad. Impregna nuestra existencia. Está permanentemente presente en nuestras conversaciones y decisiones. No es extraño. Nos enfrentamos al reto colosal de fusionar dos culturas (musulmana y cristiana) cuantitativamente paritarias, pero fuertemente desequilibradas en cuanto a jerarquía social se refiere. Es la consecuencia lógica de los antecedentes históricos. La comunidad musulmana ha ido creciendo paulatinamente, incrementando su peso específico en el conjunto demográfico, sin que este proceso haya venido acompañado de las decisiones políticas adecuadas para adaptar el modelo de organización social a la nueva realidad. Las instituciones se han apartado voluntariamente de este problema, contagiando (o viceversa) a un amplísimo sector de la población. Esta irresponsable deserción ha facilitado que el racismo, que habita entre nosotros de manera indubitada, sea hipócritamente negado, o incluso tolerado, como una patología leve perfectamente asumible. En cuanto se habla de este asunto, se eriza el cabello, se agria la mirada y se balbucea.
Nadie se siente cómodo tratando el racismo en Ceuta. Provoca vértigo. Pero es una obligación ineludible. Sin resolver esta cuestión de manera definitiva es imposible plantearse otras metas. Porque la Ceuta del futuro será intercultural, o no será. Y éste es un proceso complejo, que a todos nos concierne, en el que todos nos debemos involucrar y que es preciso trabajarlo con determinación y entusiasmo en sus múltiples direcciones.
Por este motivo, Caballas presentó en el pleno que versó sobre el Estado de la Ciudad una resolución, cuya propuesta de acuerdo decía literalmente lo siguiente:
–Promover las acciones precisas para lograr el justo reconocimiento institucional de las señas de identidad de la cultura musulmana.
–Promover los cambios educativos necesarios para que la sociedad en su conjunto, y cada uno de los individuos que la integran, interioricen la interculturalidad como un modo de vida propio.
–Promover medidas de discriminación positiva en aquellos ámbitos en lo que sea legalmente posible, para garantizar la igualdad efectiva de todos los ceutíes.
–Promover una movilización social orientada a erradicar el racismo en todas sus modalidades e intensidades.
La moción resultó derrotada. Sólo obtuvo cuatro votos favorables. Este es un indicador fiable del verdadero estado de esta ciudad.
El PSOE se abstuvo. No hay palabras para explicar esto. Inenarrable. Si un partido que se llama socialista, y que presume hasta el hartazgo de ideología progresista, no es capaz de apoyar una resolución que plantea avanzar en la interculturalidad y combatir el racismo, es que está estafando a la ciudadanía y traicionando a sus bases con una alevosía casi delictiva.
El PP votó en contra. No tienen la valentía necesaria para romper con los sectores más reaccionarios de su electorado, instalados en el irracional “no pasarán”. El PP ha adoptado como estrategia política, aceptar la concesión de derechos individuales a los musulmanes, pero negar con rotundidad que sus señas de identidad formen parte del espacio público institucional. Respeto en lo privado, intransigencia en lo público. Piensan que esta fórmula permite equilibrar las posturas entre las (crecientes) reivindicaciones del colectivo musulmán y la resistencia de los nostálgicos. Están en un grave error. Esta es sólo una forma de diferir el conflicto. Aunque a costa de empeorar la solución de futuro. Como públicamente no pueden explicar su posición, recurren a “negar la mayor” (palabras de su portavoz). “No hay nada que hacer, porque en Ceuta no existe racismo. Se convive en perfecta armonía”. Asunto despachado. El problema es que estos discursos, cínicos hasta la náusea, no tienen ningún valor. Todo el mundo sabe que están mintiendo. No es necesario rebuscar para encontrar ejemplos concluyentes. Podríamos enumerar infinidad de hechos y actitudes cotidianas que evidencian la profusa presencia del racismo entre nosotros.
Elijamos una muestra. La inmensa mayoría de las familias cristianas que va a escolarizar por primera vez a un hijo o hija, y se enfrentan a la tarea de selecciones centro educativo, preguntan: “¿Qué tal es ese colegio?”, “¿Hay muchos moros?”. La preocupación por excelencia no guarda ninguna relación con el proyecto educativo, sino con el número de alumnos musulmanes que rodearán a su vástago. Esto, dice el PP, que no es racismo. ¿Qué será?