Categorías: Opinión

¡Han pasado cincuenta años, cincuenta, medio siglo!

Cursaba el grado tercero en la Escuela Nacional de Ataque Seco con un maestro excepcional, Don Cristóbal Maese y con unos compañeros inolvidables: Alejandro, los Millanes, Roca, los Gómez, Faus, Cárdenas, los Aguilera, Basilio, Molina, los Camacho, Manolo Mellado y otros, que ahora no recuerdo. Echábamos de menos la leche en polvo y el queso americano de cursos anteriores. Disfrutábamos con el mapa de bombillitas en que nos empapamos las provincias y regiones de aquella España y los calcados en los cristales, la tinta y el plumier y las quejas ante algún que otro cachetazo bien merecido –reconocido de mayor–, o al día siguiente para ser justo. Mi gran logro fue quedar sexto en el concurso de chapas de fin de trimestre, aunque al “chichi monete” no me dejaban jugar, por quejica.
De vez en cuando nos visitaban en clase algunos hombres con camisa azul y escudos con flechas, que nos daban lecciones, mostrándonos entonces más serios que nunca. Incluso nos proponían hacer actividades, a las que por un tiempo me apunté sin saberlo mis padres pues cuando se  enteraron, mi padre, que era muy socialista aunque me decía que nunca lo dijera a nadie, me dijo “a otra cosa mariposa”, que resultó ser mecanografía en una academia en la que se pagaba poco, creo recordar que por amistad. La primera máquina que toqué era una Olivetti, enorme, pero me gustaba y sobre todo, ver como iba adquiriendo velocidad, y sin mirar que era lo bueno, aunque yo hacía trampilla mirando de reojo y de lo que me arrepiento.
Recuerdo que fueron las Navidades en las que probé por primera vez, en mi vida, un mazapán y un alfajor. Fue en la casa consulta de la calle O’Donnell, del Doctor Andrés Santos, de cuyos hijos me había hecho amigo, una mañana en que tuvieron a bien invitarme. Fueron las mismas fechas en que mi padre se compró una bici ‘super azul’, a compartir entre su trabajo en el Hospital Doque y las palizas que le pegaba para que me la dejase un rato, no siendo pocas las caídas entre las risas de los carreros de mi calle, riéndose hasta los mulos y todo.
Fueron los días navideños en que en cierta mañana, a la puerta de la “Flor de Melilla”, Don Antoniano me pilló pidiendo con mi amigo Said. La verdad sea que me lió, pues yo no tenía tal necesidad, pero él me llevó al huerto, siendo más pequeño que yo, llorando y perjurando que era para su “yemma Fatma enferma”, y ¡claro!, pues a ejercer de solidario. Quedó en nada, en advertencia a mis padres, lo del correccional, aunque me meé del susto cuando me enganchó por el cogote. Después no sé por qué, cada vez que pasaba por su tienda, me llamaba y me daba un caramelo, preguntándome por los estudios y dándome la mano y todo. Dejé de tenerle miedo, aunque me costó superarlo. Y es que Don Antoniano impresionaba un mogollón.
El día de los inocentes de ese 1960, y como estaba comprometido, nos jugamos un partidazo en la calle Teniente Coronel Seguí, pues el guardia Lirola no nos dejaba jugar en la pista de los patos enfrente del palomar, y fuimos capaces de hacerlo usando solo cinco limones duros como piedras. Ganaron los de la calle Marina, hinchándose de dar patadas, pero al final todo quedó en paz, tras la prueba del tiro al dátil, donde Baldo se salió. ¡Era todo un campeón!
Las dos locuras que cometimos fueron sin ninguna duda, bañarnos en pleno enero en la ‘Boca del León’, toda una osadía y, bajar a los ‘Cortaos’ por la Bola del mundo de Ataque Seco para ver el temporal. Cada vez que lo pienso, y ahora de mayor, me acojono; pero se hizo y hecho queda, aunque otros, un poco más mayores, las hacían de aúpa pero se enrollaban mejor que nosotros, y los padres se lo creían, ¡los muy trolosos!
Quisimos formar parte de la pastoral de las canteras del Carmen, al no ser aceptados por  los de la Calle Castelar. Decían que éramos niños ricos, que vivíamos en el ‘Centro’, siendo yo hijo de una humilde portera y mozo de clínica, pero Baldo, por ser hijo de practicante, sin quererlo, nos fastidió a todos; bueno, perdón, menos a los hermanos Millán, los hijos del guardia ‘el eléctrico’, porque eran más simpáticos y yo creo, que un poco pelotas, aunque si lo leen ahora, no creo que se me enfaden. Bueno, Pepe no podría, pues se lo llevó el destino, pero su hermano Paco, seguro lo entendería, chiquillerías.
Se acababa la semana a tres días del día de Reyes, como ahora, y quedamos en reunirnos para preparar los deberes de regreso, el cálculo, las caligrafías y resúmenes de lecturas. Cuando nos reunimos fue un fiasco, un desastre, pues la gente no estaba por la labor, y decidimos montárnoslo a nuestra manera, pero eso sí, ¡sin romper nuestra sagrada amistad!, por siempre.
Por cierto que Don Emilio, el del quiosko del Parque, se portó de maravilla el día de Reyes, repartiéndonos unos tebeos un poco usados, pero de los buenos, de Hazañas Bélicas, del Jabato y del Guerrero del Antifaz, ni más ni menos. Era un buen hombre y su hijo, Manolo Gaitán, nuestro amigo preferido, más cuando nos regalaba pipas.
Y nos vimos entre abrazos, en el cole... otra vez con Don Cristóbal, nuestro admirado maestro, recordado por siempre. Sabíamos que allí algo habían dejado los Reyes de Oriente y estábamos más que impacientes por descubrirlo, fuera lo que fuese.
Han pasado cincuenta años, cincuenta, medio siglo. Gracias por vivirlo, por contarlo, por dedicarme tu/vuestro precioso tiempo. (Del proyecto ‘Recuerdos en Rusadir’ 1961).

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