Identidad, dignidad y honor

Fenómeno singular en la naturaleza, el rostro humano posee características que no podemos apreciar en otras especies de mamíferos. Es lo primero que destacamos en el otro porque el conjunto de rasgos que lo conforma le confiere individualidad e identidad. Cuando recordamos a una persona que compartió tiempo y experiencias con nosotros o cuando añoramos a un ser querido, sus rostros se hacen presentes en nuestra memoria para acreditar que los sentimientos y recuerdos asociados están vinculados rigurosamente con ellos. Los rasgos y las facciones cumplen una función esencial en la comunicación social para transmitir a los demás no sólo nuestras emociones, sino también nuestros pensamientos e ideas. Es el rostro algo tan identificador, que lo calificamos como espejo del alma, aunque seamos capaces de inhibir, e incluso falsear, sentimientos y afectos ante los demás. En cierta forma, somos  socialmente nuestro rostro.
Días atrás, el rostro de una mujer ha quedado expuesto ante los demás por la publicación de un vídeo de carácter íntimo. Esa mujer es Olvido Hormigos, concejal socialista en el Ayuntamiento de la población toledana de Los Yébenes, pero podría haberse tratado de cualquier otra, con cargo público o no, una ciudadana común. Olvido ha visto su vida expuesta, contra su voluntad, por la difusión de unas imágenes que afectan a su intimidad debido al simple hecho del reconocimiento de su rostro y esto supone tanto como la violación de aquello que debe estar más protegido, nuestra dignidad. Es necesario hacer el esfuerzo mental y afectivo de la empatía para acercarse a los sentimientos de una mujer a quien no han truncado carrera política alguna sus adversarios, sino a quien ha visto a través de su intimidad, su dignidad y su honor tratados como un sórdido espectáculo. Me pregunto cuántas horas de soledad frente al mundo habrán roído lentamente el sosiego y la paz de Olvido; cuán pequeña y vulnerable se habrá sentido ante la mirada de los demás; con qué angustia habrá recibido el consuelo y la comprensión de sus seres queridos; cuántos sentimientos de culpa le habrán estrangulado el corazón como una soga al recordar lo sucedido; cuántas lágrimas de impotencia y rabia habrán dejado maltrecho su sentimiento de horfandad en un mundo que, como en una pesadilla, le muestra frío y hostilidad.
Olvido es el exponente, la punta del iceberg de una realidad, que mantiene aún a la mujer como un mero objeto con el que se puede comerciar, reducida a moneda de cambio devaluable, convertida en entretenimiento o instrumentalizada mediante fantasías e imágenes alienantes. Se suele admitir que el tiempo todo lo borra y debe ser así, pues de otro modo nos hundiríamos en el pozo de la locura, pero cómo se restituirá a esta mujer, a otras muchas mujeres sometidas en las prisiones del silencio, que ahora imagino esclava de unas imágenes sin interés público alguno, algo tan sutil y quebradizo como su dignidad y su honor. Quedar expuestos en tal tesitura al criterio cambiante e hipócrita de una sociedad que ha convertido la intimidad de las personas en un mercado de casquería, es un problema ético que deberíamos afrontar con coraje. Con el coraje y el espíritu íntegro con que en el drama de Calderón, ‘El Alcalde de Zalamea’, enfrentó Pedro Crespo la abyección moral de quien no respeta la integridad de las personas, “el honor es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios”.