Cuando nos encontramos con alguna persona conocida, con la que no tenemos un trato frecuente, solemos hacerle la pregunta de rigor, ese “¿cómo está usted?”, que no es más que una expresión formal con la que se denota nuestro interés por el señor o señora a quien nos dirigimos, centrándolo en su salud. Es una prueba de educación, a la cual, de modo casi ritual, se responde con un “bien, gracias ¿y usted?”.
Hasta ahí, como norma general, nos conducen las reglas de la corrección desde un punto de vista social. Pero –¡ay!– a veces las cosas no suceden así, pues en eventuales ocasiones nos podemos tropezar con alguien que, aprovechando la pregunta, se dedica a relatarnos, con pelos y señales, todas y cada una de las enfermedades o achaques –reales o imaginarios– que le aquejan, convirtiendo el encuentro en algo verdaderamente temible, sobre todo si se trata de una persona hipocondríaca, porque entonces hemos de escuchar, y además poniendo cara de interés, una retahíla en la que se mezclan los dolores en las piernas, los problemas cardiacos, el colesterol, los riñones, el azúcar, los triglicéridos, la bilirrubina, la pérdida de visión, los catarros y, en fin, un conjunto completo de males sin mezcla de bien alguno.
Tamaña exposición exige que por nuestra parte, para ser corteses y tratando de demostrar que hemos estado atentos, nos consideremos obligados a corresponder con variadas sugerencias acerca de cómo paliar tales sufrimientos, a cuyo fin aconsejamos a tan sufrido interlocutor que se ponga en manos de un doctor del que hemos oído decir que es una eminencia, o que tome tal o cual medicamento del que nos han comentado que produce magníficos resultados para tratar el reuma, o que siga cierto plan alimenticio que le ha ido perfectamente a nuestro sobrino, o incluso llegamos a consolarlo con un “no se preocupe, que eso lo tuvo mi cuñada, y se curó del todo”, con lo cual la conversación continúa versando sobre el estado de salud de la persona con quien hablamos hasta que nos damos cuenta de que la entrevista –convertida en monotemática– se ha prolongado ya por más de media hora, y todo a consecuencia de haber formulado, por educación, una pregunta meramente formal.
Con lo fácil que es –o debería ser– responder al “¿cómo está usted?” con un simple “bien, gracias”, o con un “bueno, voy tirando”, sin entrar en prolijos detalles que, en general, poco o nada interesan.
Dejo constancia de que las anteriores consideraciones las efectúo a raíz de que alguien muy inteligente y con probada experiencia, a quien conozco desde hace mucho tiempo, me hiciera reflexionar sobre el tema cuando la pasada semana le oí pronunciar una frase realmente lapidaria: “No hay nadie más peligroso que aquél a quien le preguntas cómo está y va y te lo cuenta”.
Pues resulta que es verdad.
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