A la tarde, desde la calle “La Muralla”, o el Paseo de las Palmeras, como la llaman ahora, se elevaba un aroma dulce, de caramelo, que llegaba hasta más allá de la Marina… Este aire tan aromatizado de dulzor, procedía de la cocción de la garrapiñada en un caldero que, al fuego de un anafe, “Manolo”, preparaba junto a la palmera de la parada discrecional de la camioneta de Hadú, en la acera de enfrente al monumento de Gonzáles Tablas.
Los niños, nada más que salir del Instituto -en aquellos días sólo había uno, sin nombre propio, que es el que se encuentra actualmente ubicado en la subida de Las Puertas del Campo al Morro- bajamos prisioneros de ese olor a caramelo, a comprarle a Manolo, un cucurucho de esas ricas garapiñadas… Menos de una peseta creo que costaba el puñado de garrapiñadas, pero el sabor, ese sabor tan característico, se deshacía en nuestras bocas, como el mayor de los placeres que un niño puede pretender alcanzar, tanto, que aún hoy, de vez en cuando, compro garrapiñada, no por el gusto de comerlas, sino por la nostalgia de aquellos años de niñez que me produce el solo degustarlas…
Hace unos días me llamaron de Ceuta para decirme que Manolo había emprendido su último viaje y que ya no estaría más con nosotros… ¡Qué tristeza, Señor, sentí en ese momento! No lo pude evitar, ya sé que es algo inexorable, y que todos algún día, también hemos de irnos; sin embargo, Manolo, era algo más que un amigo, Manolo, era un “personaje” emblemático de Ceuta, allá donde los haya… Y es como si hubiese muerto con él, también, un paisaje…
Manolo fue guardia urbano, y el Ayuntamiento le sancionó por no considerar digno a la autoridad de un guardia elaborar su rica garrapiñada al pie de la calle La Muralla, a unos metros tan solo del Palacio Municipal; sin embargo, los responsables del Ayuntamiento se equivocaban, pues elaborar la mejor garrapiñada y que los niños soñásemos con ella, de ninguna de las maneras podía menoscabar la imagen de seriedad de la Casa Consistorial; así que al poco no tuvieron más remedio que restituirlo en su puesto, y acceder, ¡faltaría más!, a que continuase embalsamando el “Paseo”, con su olorosa Garrapiñada. Los niños, desde luego, volvimos a reunir: aquí, de un bolso; ahí, de un bolsillo; allá, prestadas, algunas perras gordas, para comprarle a Manolo, por una peseta, dos cartuchos y un puñaito de aquella sonrosada y sabrosa garrapiñada…
Pareciera que las personas cuando se cubren de la púrpura del “Poder”, perdiesen la inocencia, y como que les faltasen la sencillez tan necesaria para atender el negocio de la cosa pública, en un comportamiento abierto y generoso en atender los problemas de los ciudadanos. Y he de decir, que Manolo, cuando me relataba este suceso de su vida, en sus palabras no se mostraban ningún signo de resentimiento, más bien al contrario, mostraban ecuanimidad y respeto hacia aquellas personas que le había herido en su orgullo; sin embargo, sus ojos se tornaban como de cristal, como mojados por alguna tristeza, que en su bondad, no dejaba traslucir…
Algunos años más tardes, quiso la causalidad que un verano nos reencontrásemos en la playita llena de rocas que hay al final del Chorrillo, después del último espigón, y debajo donde hoy ponen las “volaeras”. Y aquella fue nuestra playa todos los veranos en agosto. Playa de guijarros grises y gordos que hacia difícil de caminar por ella; pero en cambio, playa de un mar pintado de azul y a trozos de turquesa, que semejaba sacada de las mejores láminas de Vincent van Gogh…
Algunas veces gustaba de sentarme a tu lado y arrojaba alguna que otra piedra plana -para que saltara- al mar. Y oyendo ese murmullo de las olas extinguiéndose en la orilla, íbamos desgranando uno a uno nuestro parecer de las cosas de la vida… Pero, al rato, como para romper un poco la seriedad de nuestras reflexiones, te llegabas a tus ropas y, al momento, volvías con un papel doblado, que con mucho cuidado ibas desplegando hasta dejarlo abierto delante de mis ojos. Y en él, como un secreto bíblico, llevaba escrito la primera frase de incontables chistes, que día tras día, como un ritual atávico de obligatoria presencia, nos recitabas… Tus chistes, tus chistes contados de manera magistral se habían hecho costumbre, tanto, que a veces, acabamos en el agua de pura risa y divertimiento…
Chistes de loros, de mariquitas, de catetos, de políticos, de la mili, de curas, de borrachos, de franceses, rusos y españoles, a saber el más listo… Chistes blancos y verdes de cualquier situación y modo que, Manolo, se complacía en recopilarlos en su famoso “incunable” para luego, lleno de humor, recordarlos hasta hacernos sonreír…
Y como no podía ser de otra manera, después del último, siempre alguien pedía ¡otro, otro, otro…! Y, claro, el otro era el del famoso tuerto, que cansado de que un loro le llamase cabrón, lo metió en el congelador, y al cabo cuando fue recogerlo, el loro a pesar de encontrarse congelado, con una patita se tapaba un ojo; y con la otra, con lo dedos, simulaba un cuerno.
Los hombres pasamos y, aunque no nos lo propongamos, vamos dejando una huellas en las horas que nos toco vivir.
Y yo he de decirte, desde la sinceridad y la soledad de la ausencia, que tus huellas han quedado señaladas en la memoria de los que tuvimos la fortuna de conocerte de cerca. La tristeza nos golpea el alma cuando alguien que amamos emprende su camino definitivo…
La tristeza nos golpea, es verdad, sin embargo, hay algo de esperanza en esta tristeza; porque es una tristeza que nos hace tener esperanza en un lugar sin distancia y sin tiempo, donde nosotros, los que hemos sentido alguna vez el susurro de Dios, podamos, de nuevo, reencontrarnos con nuestros amigos…
NOTA: Es probable que los ángeles hagan coro alrededor de la anafe y el perol de bronce que Manolo se ha llevado al cielo; de tal manera que, embriagados por el olor a caramelo que embalsaman los espacios celestes, no se vayan a los quehaceres que San Pedro de ordinario les ordena, hasta que Manolo, un poco apurado por el encargo, les entregue sus correspondientes cucuruchos de ¡la rica garrapiñada!... Y gratis, ¡Qué suerte…!
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