Opinión

El huérfano (I)

Hace unos meses una persona de una edad considerable, nunca me dijo los años que podía tener, me empezó a hablar durante la celebración de una comunión en la localidad malagueña de Fuengirola. Se me presento como José y mientras nos traían los manjares en la terraza me dio una historia preciosa. Por lo menos a mí me gustó. Aunque tuve que estar con él desde las dos y poco de la tarde hasta cerca de las cuatro y media de la madrugada.
Resultó ser el abuelo de la ‘nena’ que era la hija de mi sobrina. Mi intuición fue premonitoria. Había un hombre solitario y a la vez con unas ganas de hablar y soltar todo lo que tenia acumulado durante su larga y dilatada vida. Se enfrasco en el relato diciéndome: Yo vine al mundo entre los cuarteles de la Guardia Civil. Allí viví, la verdad, muy contento hasta la muerte de mi padre. Según me dijeron fue producto del alcohol. Pero lo principal fue la decisión de mi madre. Éramos cinco hermanos yo era el mayor, tenía 10 años y los demás iban con un arco de dos años. Cuando cumplí los once años me metió mi nueva familia en el Colegio de Huérfanos de la Guardia Civil. Allí aprendí mucho. Lo principal era sobrevivir, ante un lugar que era el culto al hambre, era tener más cara que nadie y comerse todo lo que pusieran en lo alto de la mesa y también cucharones del vecino de al lado y el pan del que se distrajera por las buenas o por las malas. Allí aprendí que ser monaguillo también tenía sus buenas cosas. En especial beber un poco de algo que hoy en día me encanta: el vino. También el pan estaba por allí y tal como lo veía, me lo escondía donde podía. Yo no iba a pasar hambre, era mi idea principal. Le metía incluso las sobras de las lentejas que sobraron del menú del día. Yo donde pudiera coger algo de alimento allí estaba.
Me acuerdo como si fuera ayer cuando se me presentó mi padre vestido de Guardia Civil la primera vez. Estaba ya viviendo con mis abuelos cuando me dijo: "José, eres el hombre de la casa. Haz caso de lo que te diga tu madre. Será por el bien de todos ustedes. Vuestros hermanos y tuyo. No tengas miedo. Yo siempre estaré contigo ayudándote. Pero por favor, no me seas tan golfo. Piensa que también puedes ser un poco decente. Para que el futuro te venga bien".
Comprendí que esta advertencia era para poder entrar en el Benemérito Instituto de la Guardia Civil. Si hubiera tenido algo en mi expediente no hubiera podido acceder a mi ingreso en el Cuerpo. Creo que gracias a pensar solo en cómo poder comer, me libró de estar entre rejas. El verme encerrado en un lugar donde la disciplina era fundamental fue lo que me aceleró en desarrollarme intelectualmente. Yo ya sabía leer y escribir y llegué a hacer el bachiller completo. Era, según mis maestros, un superdotado.
Por eso todos me respetaban y temían. Yo sólo con decir una cosa era suficiente para que me dieran el bocadillo de los enchufados. Que había pocos, pero los había.
Recuerdo una tarde que fuimos al río que estaba muy cerca del colegio, me resbalé y me rompí el pantalón por las posaderas. Hubo un pitorreo generalizado. Pero quien ríe el último ríe mejor. Dándome un paseo por el río observé una casa muy cerca. No lo pensé dos veces y me escapé dirección a ese lugar. Y mira por donde había en un cordel un pantalón de mi misma talla. Estaba bien limpio y no tenía esa antiestética rotura en el culo, así que me lo puse y tendí el que llevaba puesto. Fue un intercambio comercial. Que tuvieron que cambiar las caras a todos y cada uno de mis acompañantes en la excursión. Creo que uno de los profesores se dio cuenta, pero se lo tomo con una buena sonrisa. Mis buenos amigos siempre fueron los chicos de más edad. Me respetaban y yo también los respetaba. Pero se dieron cuenta que conmigo tenían la garantía de que los deberes los tenían bien hechos. Siempre he sido muy espabilado y entre todos nos entendíamos. Recuerdo que estaba prohibido tener animalitos y yo conseguí que un pajarito se quedará en mi estancia cuando yo estaba y que saliera cuando yo lo hacía. Lo elemental era las migajas de pan que le traía todos los días. Él comprendió que a una cierta hora íbamos a nuestros cuartos donde dormíamos un total de seis niños en literas de tres. Se me posaba en el hombro, me daba un par de besitos en el cuello y buscaba algún rincón para meterse. Creo que era muy listo y comprendía que no le podían ver. Incluso se me metía entre las sábanas. Para mí, la verdad, era mi juguete preferido. Estuvo conmigo unos tres años. Aprendí muchísimas cosas que en el futuro me vino muy bien y, en especial, cuando fui al Cuartel de Úbeda.

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