Opinión

Hoy, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor

Hoy, inmersos en tantísimas oscuridades por la tenebrosidad de los acontecimientos que no cesan en su devenir, ha nacido para nosotros un niño y un hijo nos ha sido dado. Un ser frágil en la que la soberanía reposa sobre sus hombros y se le dará por nombre: ‘Consejero maravilloso’. Este niño se desenvolverá entre las alegrías y esperanzas y las expectativas y sufrimientos de los seres humanos.

Lo cierto es que nos encontramos en el corazón de esa vida divina del Hijo, que en este día de la Natividad quiere asumir nuestra naturaleza humana. Con este don recibimos el anuncio de la salvación y Dios es el Señor. Por eso brotan cánticos de alegría y la consolación del Señor es para su pueblo.

Esta noticia y regocijo no tienen límites y se expande hasta los confines de la tierra. Podemos repetir: “Toda la tierra ha visto la salvación de nuestro Dios”. Es una proclama que nos otorga el sentido universal de la Buena Noticia y que incluye a los seres humanos y la creación. Luego, toda la tierra sin excepción, está invitada a cantar himnos de acción de gracias.

La Navidad nos recuerda que Dios se ha unido para siempre a la humanidad y la creación, permaneciendo fiel a ella hasta conducirla hacia su plenitud. Estamos en el camino e indudablemente contemplamos los signos de la fatiga, del pecado y la muerte que nos interrogan para que pueda ser purificada nuestra fe. En este día confirmamos la confianza y pedimos crecer en ella. Verdaderamente ha despuntado un día santo y una luz espléndida ha descendido sobre la tierra.

“En este Niño y por este Niño, Dios mismo sale al encuentro del hombre y Dios viene a nuestro encuentro. En Jesús y por Jesús, Dios deja de ser inaccesible y se convierte en Dios con nosotros”

En este claroscuro se fusionan la luz y la noche, la pobreza y la grandeza unido a la pequeñez que se diviniza en el portal de belén. Verdaderamente la vida era la luz de los hombres y esta luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la vencieron. El hombre llamado a creer en este primado del amor del Padre en Jesucristo y en el Espíritu, derramado sobre la creación, capaz de alcanzar y transformar por caminos misteriosos a toda persona y criatura. Este amor permanecía en el mundo y el mundo fue hecho por Él. No obstante, el mundo no lo reconoció, porque vino a los suyos y los suyos no lo vieron.

Siempre es posible el cierre y rechazo y esta realidad parte de la tragedia de nuestra condición humana. Al mismo tiempo, a los que lo recibieron les concedió el poder de llegar a ser hijos de Dios. Por lo tanto, hoy este Niño es posible aceptarlo y en la frágil carne de la humanidad reconocer su modo inmutable de ser el Dios con nosotros y no sólo sobre nosotros, porque la Navidad se manifiesta dentro de una historia concreta de luces y sombras de la que Dios Nuestro Padre no queda impasible.

Y es que, el Nacimiento del Niño Dios no es una idea, como tampoco una invención humana, sino algo que ha sucedido en la historia universal. De ahí, que el Evangelio encuadre este hecho en un tiempo y espacio. Y comienza recapitulando al emperador César Augusto que ordenó realizar un censo y que a su vez, se hacía venerar e idolatrar como dios, e incluso se atrevía a llamar salvador del mundo.

A lo largo de la historia humana y fruto del pecado, son irrepetibles las tentativas del hombre por hacerse dios mediante el poder y la autosuficiencia. Estos conatos llegan hasta el presente donde se está dispuesto a asaltar el cielo para suplantar a Dios. Pero como es sabido, uno tras otro, cada uno de los imperios acaban sucumbiendo. Es un ensueño y llamémosle una utopía, desear hacerse dios o creerse el salvador del mundo. Todas estas intentonas se sostienen en el poder y el dominio sobre la persona y la sustracción de la dignidad. Fundamentándose en indagar los intereses personales para auparse en lo más alto y obviamente acarrean la esclavitud.

Dentro de este entramado existencial, puede ser que en nosotros resida el impulso de creernos dioses, cuando absolutizamos la autonomía de la libertad. La salvación y la vida en plenitud únicamente nos puede venir de Dios. Y eso es lo que actualmente ocurre: Dios nace para proporcionarnos su salvación.

En esta noche santa estamos llamados a acercarnos a la gruta de Belén y mirar fijamente a ese Niño humilde, descubriendo y adorando el misterio para que por medio de lo visible alcancemos lo invisible en la intimidad y el corazón.

Y ¿qué vislumbramos en ese Niño recostado? A Dios y al hombre. Porque ese Niño es verdadero Dios y verdadero hombre. Este Niño es fiel reflejo de la gloria de Dios, la impronta de su ser, aquel que nutre la creación y cuanto existe y que una vez nos ha redimido de la esclavitud del pecado por su muerte y resurrección, reina sentado a la derecha de Dios Padre y vendrá al final de los tiempos como Dios de la historia.

Ese Niño es verdadero Dios que sin dejar de serlo ha asumido la condición humana y nuestra naturaleza. Por eso es verdadero hombre, en todo es semejante a nosotros menos en el pecado. Y en ese Niño se han unido para siempre Dios y el hombre.

De esa forma a todo ser humano nos da la posibilidad de participar plenamente de su divinidad y vida para siempre, porque en el portal de Belén ya está contenido todo: ese es el gran mensaje presto a ser cobijado, el misterio y el acontecimiento que celebramos en la Navidad.

Por eso, con entera mansedumbre acerquémonos ante el advenimiento de la encarnación como hicieron aquellos pastores, porque solo los sencillos y humildes de corazón, los más pobres, los que no están llenos de sí, los que desean verdaderamente a Dios, pueden escuchar e ir como los pastores para hincar sus rodillas y adorar, ofreciendo sus presentes. Hoy, el mayor don que podemos ofrecer a Dios somo nosotros mismos para dejarnos empapar de su vida, amor y esperanza.

En ese Niño, valga la redundancia, verdadero Dios y verdadero hombre, porque asume la naturaleza humana, Dios se ha unido para siempre. En ese misterio está significada la razón, el fundamento y la raíz de la dignidad de cualquier persona humana, desde su concepción hasta su muerte natural.

Por eso la vida, la dignidad de toda persona humana es inviolable. Nadie puede determinar quién es digno de vivir o quien debe morir. Únicamente Dios es el Señor de la vida de todo ser humano. Todos estamos citados a participar para siempre de su vida. Es lo que da aliento en nuestro caminar incesante. Esta es la causa de nuestra alegría en la Navidad y de la que nadie nos puede despojar, porque es la satisfacción de saberse y sentirse amados por Dios en este Niño.

“Distingamos entre tanto ruido y agitación el arcano de la Navidad y hagamos silencio dentro de lo recóndito con la oración”

En ese Niño, Dios nos ha hecho sus hijos. ¿Acaso existe algo más grande para observar, corresponder y vivir con inmensa esperanza? La Navidad es misterio de luz, la luz que alumbra el caminar y la oscuridad que en ocasiones nos precede. Es misterio de vida, la vida misma de Dios de la que nos hace partícipes ahora. La vida física que poseemos y la vida nueva que hemos recibido al renacer a la vida de Dios por el Sacramento del Bautismo.

El Niño-Dios es un don gratuito de Dios. Todo nos es concedido en el Hijo de Dios que nace en Belén. Así, la vida es un don de Dios que hemos de cuidar amorosamente, tanto la propia como la ajena. Nuestra vida nueva del bautismo es un don de Dios. De manera, que todo se armoniza en el don y la gracia. Nuestra existencia es un don de Dios. Muchos dones son efímeros y pasarán. No podemos dejar que se aferren a nuestro corazón, pues somos peregrinos. La dicha que tenemos los creyentes es saber que el camino no finaliza en la muerte o en la materia inerte, como en ocasiones nos hacen interrogarnos, sino que termina en la vida misma de Dios que no tiene fin. Con lo cual, el Tiempo de Adviento concretizado en la Navidad nos llama a acoger con corazón agradecido los dones, las gracias y la gracia misericordiosa de Dios.

La Navidad evidencia la verdad de Dios y la realidad de cada uno de nosotros inmersos en la historia humana y la creación. Y esta verdad es que de Dios procedemos y hacia Dios transitamos. Y eso es lo que da sentido a nuestra existencia, lo que nos rescata de la incredulidad y la desesperanza. En otras palabras: la verdad que hemos de revelar a otras personas para que no desalienten en ningún tiempo.

Distingamos entre tanto ruido y agitación el arcano de la Navidad y hagamos silencio dentro de lo recóndito con la oración. A Dios sólo se le puede escuchar cuando hacemos silencio en nuestro interior. Veamos el don que Dios hizo a la humanidad en ese Niño que nace en Belén, para que no tengamos miedo de acogerlo y dejemos un pequeño resquicio para que Él nazca en el corazón. De manera, que no tengamos que decir que vino a su casa y los suyos no lo recibieron. Acojámosle para que crezca en nosotros lo que ya somos: hijos de Dios en su Hijo.

Como dice literalmente San León Magno: “Hoy celebramos la venida al mundo de Aquel que ha querido compartir con el hombre la condición humana para destruir, en la misma naturaleza humana, la raíz de toda tristeza, que es el pecado, y para que el hombre compartiendo la vida divina recuperarse la fuente de la alegría y alcanzase su dignidad de hijo de Dios. No puede haber lugar para la tristeza, cuando acaba de nacer la vida; esa misma que acaba con el temor de la inmortalidad y nos infunde la alegría de la eternidad prometida (…) Demos, por tanto, queridos hermanos, gracias a Dios Padre por medio de su Hijo, en el Espíritu Santo, puesto que se apiadó de nosotros por la gran misericordia con que nos amó. Estando nosotros muertos por los pecados nos ha hecho vivir con Cristo, para que gracias a Él fuésemos una criatura nueva, una nueva creación. Despojémonos, por tanto, del hombre viejo con todas sus obras (…) y renunciemos a las obras de la carne. Reconoce, cristiano, tu dignidad y, puesto que has sido hecho partícipe de la naturaleza divina, no pienses en volver con un comportamiento indigno a las antiguas vilezas. Piensa de qué cabeza y de que cuerpo eres miembro. No olvides que fuiste liberado del poder de las tinieblas y trasladado al reino de la luz”.

La solemne liturgia de la Misa Vespertina de la Vigilia de Navidad que se dilata con el sol naciente en el crepúsculo, pretende que seamos partícipes del acontecimiento en el cual el Hijo de Dios, nació del seno de la Virgen María, asumió nuestra débil naturaleza para instaurar el Reino de Dios entre nosotros y así poder salvarnos de la muerte y del pecado y las tinieblas que nos acechan. Misterio que será cumplido con su Muerte y Resurrección en la Pascua gloriosa. Porque “la palabra de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros”. Sin duda, es el mensaje central y el núcleo y fundamento.

En esto radica el curso del Tiempo de Adviento y el preludio de la Octava de Navidad, en la vivencia profunda del misterio que se hace presente en su Palabra y en la Eucaristía. Y al congregarnos en esta noche hacemos vida las palabras del Evangelio, pues contemplamos admirados al recién nacido de la Virgen María, Jesús de Nazaret, quien está presente en el pesebre desde donde su Palabra se proclama y donde su Cuerpo se nos ofrece como alimento en cada Eucaristía.

Es relevante que al igual que el Ángel hace partícipes a los pastores con el anuncio de esta noticia, también los exhorta a no tener miedo. Recuérdese al respecto, que la teología del Antiguo Testamento proyectaba a un Dios distante, inaccesible e imposible de distinguir, hasta el punto de que quien lo viese, moriría. Con la encarnación del Hijo de Dios, Dios se hace cercano, accesible y más aún, se hace uno como nosotros.

Por eso el Ángel les anuncia: “no temáis”, advirtiéndonos que de ahora en adelante ese Dios, es un Dios que podemos ver visibilizado en el pesebre junto a María y José. Acudamos en tono catequético y pedagógico sobre el significado del pesebre donde Dios se ha querido hacer presente. De manera, que si existe un obstáculo de muerte ontológica que nos imposibilita aproximarnos ante la Sagrada Familia de Nazaret, es tiempo y momento de dejarlo atrás y acercarnos. Vayamos a Él con plena confianza desde aquello en lo que tal vez, nos sentimos rechazados, o desde nuestros límites y pecados que nos aprisionan.

Tengamos la certeza que este Niño tiene muchísimo que enseñarnos y transmitirnos. No tengamos miedo de oír el susurro de su aliento que en lo secreto nos invita a seguirle. O lo que es lo mismo: Dios quiso hacerse hombre para que adquiramos la divinidad. Dejemos que Jesús Niño sea la razón de ser y el motivo de la alegría que inunda el corazón.

“En este claroscuro se fusionan la luz y la noche, la pobreza y la grandeza unido a la pequeñez que se diviniza en el portal de belén”

Como anteriormente indicaba San León Magno, nadie tiene por qué sentirse apartado de la participación de semejante gozo, a todos es común la razón para el júbilo, porque Nuestro Señor, destructor del pecado y de la muerte, como no ha encontrado a nadie libre de culpa, ha venido para liberarnos: “alégrese el santo, puesto que se acerca a la victoria; regocíjese el pecador, puesto que se le invita al perdón; anímese el gentil, ya que se le llama a la vida”.

Posiblemente, muchos podrán ser los argumentos y razonamientos para no estar gozosos en este día y vivirlo como una jornada cualquiera. Si bien, la reflexión de saber que Jesús ha nacido para nuestro bien, es suficiente motivo para estar radiantes de alegría. Hagamos un espacio en el corazón para que este Niño, el ‘Dios con nosotros’, ponga su morada entre nosotros. Con la garantía que su presencia no será un protagonismo invasivo, opresor o pesado, sino que por el contrario se convertirá en una manifestación reconstituyente, liberadora, vivificante y consoladora.

Dejemos que su estancia nos asista a sobrellevar el peso y el agotamiento que la vida misma lleva consigo. Si llevamos a Dios en el corazón, nada ni nadie podrá despojarnos de la alegría de vivir en el Señor. Porque ante el misterio de Belén no podemos quedar indiferentes y seguir cautivos del pecado. Ante un Dios que en su infinita bondad se nos muestra en la fragilidad de un recién nacido, mucho menos podemos continuar esclavo del egoísmo y la soberbia. Y ante un Dios que nos abre los brazos lleno de ternura en este Niño, uno tiene que ablandar el corazón y rendirse ante tanta generosidad y dejarse llevar por el que está dispuesto a acogerle.

Celebrar el Nacimiento de Cristo es exaltar nuestra liberación. Hoy, entrar en el misterio de Belén significa esponjarnos del amor inagotable de Dios. Como dice textualmente la Epístola a Tito 2, 11-13: “Porque se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres, que nos enseña a que renunciemos a la impiedad y a las pasiones mundanas, vivamos con sensatez, justicia y piedad en el siglo presente, aguardando la feliz esperanza y la Manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo”.

Abracemos a Cristo que viene a salvarnos, adentrémonos decididamente en la Iglesia que es nuestra Madre y en la que Cristo continúa vivo, alimentemos el espíritu con la Palabra de Dios hecha carne, acojamos la gracia del Señor en los sacramentos y marchemos hacia la santidad.

En contraste con la palaba humana que no es más que la resonancia de un sonido o concepto, ‘el Verbo’, ‘la Palabra de Dios’, es el mismo Dios, revelado, manifestado y puesto a nuestro alcance en este Niño. Porque la Palabra de Dios se ha hecho carne. Jesús no es una ficción retórica, sino un hombre de carne y hueso y de nuestra propia naturaleza que no es un mito o una leyenda piadosa.

Es más, este Niño que reposa en el portal no es un mero profeta que hablará de Dios, ni un simple maestro que ilustrará una nueva doctrina, o el precursor de un movimiento religioso. Este Niño es Dios mismo, es el Hijo de Dios. Si creemos así, admitiremos que el Nacimiento de Jesús es la Epifanía de Dios, la manifestación de Dios, porque es Dios mismo.

Aquí reside la singularidad de nuestra fe cristiana. Ninguna otra religión profesa la encarnación y el nacimiento de Dios en la naturaleza humana. Con la Navidad, Dios se introduce en la historia de la salvación como hombre en medio de los hombres, compartiendo la condición humana en todo un escenario de debilidad y sufrimiento, a excepción del pecado.

Fijémonos atentamente en el buey y la mula que reconocen al Hijo de Dios y que nos revelan el alcance profético. Ambos animales reproducen la realidad de la humanidad, que carente del discernimiento oportuno ante la humilde aparición de Dios en el Niño, llega al conocimiento del misterio y recibe la manifestación del ‘Dios con nosotros’.

En cambio, los pastores, son almas pobres y sencillas que velan e interiorizan lo que realmente acontece en torno suyo. Sin duda, son los privilegiados del Señor. Cuando los ángeles les dejaron, los pastores fueron a toda prisa y se atinaron ante María, José y el Niño. Éstos, no se demoraron ni un instante en el tiempo, al igual que lo hizo la Virgen para visitar a su prima Isabel.

El primer aliciente que impulsó a los pastores residió en el ansia de la curiosidad: conocer de primerísima mano cuál era aquel anuncio extraordinario. Pero, igualmente, lo consumaron con expectación y anhelo. Si hoy nuestra motivación para acudir ante el belén y adorar al Niño queda como una más de otras tantas, tristemente nos confundiríamos. La principal causa de nuestra veneración es el Mesías y el Salvador que se muestra ante nosotros como el acontecimiento central de nuestra existencia.

La Liturgia de la Palabra nos invita a descubrir desde la fe el significado del signo que el Ángel del Señor les había transmitido: “encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. Precisamente, en esta pobreza apreciamos el resplandor de la gloria de Dios que alumbra nuestras vidas. Comprendamos y entremos en la magnitud de la Navidad: nuestras vidas son encendidas de la oscuridad y transfiguradas por la gloria del Mesías que trae la liberación. En paralelo, San Agustín nos revive que el pesebre es el lugar donde se nutren los animales, vinculando a Jesús con la Eucaristía, el alimento de vida eterna y el verdadero pan del cielo que precisamos apremiantemente para vivir. Hoy, no sólo distinguimos el misterio de Dios hecho hombre en el pesebre, sino que participamos de Él por el Sacramento de la Eucaristía: “¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes Él se complace!”

He aquí la originalidad del cristianismo, pero también su locura para el razonamiento humano. Si la razón puede acoger, aunque no sin oposición, que Dios se pronuncie a algunos hombres o por medio de ellos ejecute cosas asombrosas, en cambio, se hace extraordinariamente dificultoso aceptar la historicidad de Dios, porque esto entrevé no sólo una declaración de intenciones de Dios en la historia, sino su concurrir en la misma. No obstante, ciertamente el existir de Dios en la historia en la persona de Jesús, es lo que hace al cristianismo característico para la humanidad y digno de su interés, porque así puede responder a sus más profundos designios.

En este Niño y por este Niño, Dios mismo sale al encuentro del hombre y Dios viene a nuestro encuentro. En Jesús y por Jesús, Dios deja de ser inaccesible y se convierte en Dios con nosotros, incrustado en la historia. Jesús es la manifestación de Dios, de su amor y proximidad a los hombres. Tanto sus pronunciamientos y obras son palabras y acciones de Dios.

Este Niño es la revelación definitiva de Dios. De manera, que Dios es ya y no es algo indeterminado y remoto, sino alguien personal y cercano. Jesús es el hermano que acoge y el padre que nos absuelve de toda culpa. Queda claro, que nuestra respuesta a este Dios hermano y padre es la total confianza. En Jesús y por Jesús, Dios es amor, un amor que es entrega absoluta hasta la muerte por amor a cada hombre y mujer, un amor que respeta la libertad.

Dicho esto, es un Dios de esperanza jamás aprisionado ni por el tiempo ni el espacio, ni por la idea ni el poder. En definitiva, un Dios que se hace hombre, que ama a todo hombre y que apuesta por cada uno de nosotros; un Dios encarnado y encajado en la historia que está a nuestro lado y combate las fuerzas del mal. Un Dios eternamente inseparable y presente, comprometido por el hombre y especialmente por los pobres y pequeños. Un Dios que experimenta el sufrimiento y muere como uno de nosotros, solidario con nuestros dolores.

En consecuencia, con el Nacimiento de Jesús, el tiempo llega a su plenitud y se lleva a término la promesa de Dios de salvación para todos. Dios coloca su tienda en medio del campamento de la humanidad, haciéndose responsable del propósito humano de cimentar la fraternidad universal. Y este Niño, que habrá de crecer y fortalecerse con la gracia de Dios, se colmará de sabiduría y unirá indisolublemente el amor de Dios y el amor al prójimo.

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