Categorías: Opinión

Hosca, violenta y decadente

Sin pretender que la nostalgia haga presa en mí, a veces es conveniente, acaso, muy conveniente, echar la vista atrás y recordar cómo éramos en aquel entonces, no tanto para hacer hincapié en que cualquier tiempo pasado fue mejor, sino para ver en qué hemos fallado y por qué, y en qué hemos mejorado. Aunque “todos esos momentos se perderán como lágrimas en la lluvia”, tal y como escribió alguna vez Benjamin Franklin, sea como fuere, también es cierto que el pasado puede informarnos sobre el futuro. También no es menos cierto que cuando las cosas se tuercen es debido a nuestra propia voluntad y a nuestra propia negligencia. Como dice el adagio, “la gran derrota, en todo, es olvidar, y sobre todo lo que te ha matado”.
Y como ni quiero ni deseo olvidar, le contaré, amable lector, que, en aquellos días de finales de los 60 y comienzos los 70, solía llegarme con mis amigos de juventud  hasta la frontera del Tarajal y sentarme en los veladores del añorado bar El Espigón, enfrente de la actual parada de autobuses, y tomarme un jaimito con una tapa de pescado frito, calamares o lo que el tito Miguel, el dueño, nos ofreciera con su amabilidad característica y bonhomía. En verdad, el tito Miguel era de esa personas que no se olvidan. Tranquilo y pausado en el hablar, afable y risueño con quienes se acercaban a aquellos andurriales a degustar su cocina mientras trasegaban unas cervezas bien frías. Su tono de voz no se elevaba al tiempo que iba de mesa en mesa para conversar con los parroquianos, y siempre con la sonrisa dibujada en el rostro. Un tipo inolvidable. Alguien le había hecho una caricatura a lápiz y la tenía enmarcada y colgada allá arriba en la pared enfrente de la puerta de entrada al local. A los especialmente deliciosos y placenteros y huidizos días de aquellos meses de abril y mayo y junio se unían la ilusión y el adanismo propios de la juventud, época en la que no se tiene historia personal pero sí mucho presente por vivir, y disfrutar, y un futuro espléndido, que está ahí agazapado, aguardándote. Es tu futuro, que te pertenece por el mero hecho de ser joven. O al menos eso es lo que uno se creía. Pero, eso sí, se va perdiendo la juventud no sólo a fuerza de cumplir años, sino, acaso, a base de torpezas. De algún modo, nuestro pasado continúa en nuestro presente, pues como dice un personaje de la película El club de los emperadores, “el final depende del principio”. Presente que se desliza sin apenas ser notado hacia una época en la que ya no arden los antiguos entusiasmos.
Esto sucedía en Ceuta, ciudad provinciana al margen de los vientos huracanados del mayo del 68, que barrían las calles parisinas y de otras ciudades europeas. Ceuta permanecía adormilada por canciones de cuna ya añejas y añosas con letras de himnos militares y religiosos. Era una ciudad en la que el militarismo y la religiosidad a ultranza seguían obnubilando las mentes de los ceutíes. El casino y las exaltaciones patrióticas y las cofradías formaban parte de la vida diaria de los ceutíes sin solución de continuidad. Ceuta era, entonces, una ciudad placentera, grata, amable y acogedora. Pero ingenua.
Pero de pronto, sin saber cómo, o sí, a mediados de los 80 cayó sobre la ciudad una plaga de dimensiones bíblicas que empezó a desestabilizar la convivencia de la adormecida ciudadanía, ciudadanía que vio con horror cómo sus certezas se iban por el desagüe. Aquel exceso de certeza se derrumbaba como un castillo de naipes y sus restos eran engullidos por una ola de violencia de todo tipo que, con altibajos, no ha cesado hasta nuestros días. Casi treinta años de sobresalto en sobresalto han dado por tierra el optimismo del ciudadano más confiado, más seguro, en sus certezas. Aquella ciudad placentera, grata y amable de los 60 y 70 se ha transmutado en una ciudad hosca, violenta y decadente. Aquellos deliciosos días de primavera de abril, mayo y junio, que escribía más arriba, disfrutados en El Espigón, en el Tarajal, se fueron para no volver, y han sido sustituidos, en el mismo lugar, por un trasiego de individuos de mirada torva y de aviesas intenciones. Individuos de catadura de juzgado de guardia. Ya no existe El Espigón y los amables y luminosos y juveniles  días de primavera han dado paso a la inseguridad, al miedo y a la agresión, incluso ante personas que ni se inmutan ni piden auxilio para el agredido.  
Al tiempo, conforme la población crecía de una manera desorbitada debido al crecimiento vegetativo y al asentamiento de individuos procedentes del otro lado de la frontera al socaire del estado de bienestar en Ceuta, la violencia de todo tipo iba tomando carta de naturaleza, iba anidando en las entrañas del tejido social ceutí. El ciudadano del común, perturbado por la actitud de ciertos grupos violentos,  asistía a este estado de cosas en estado de estupor, a la vez que trataba de comprender lo que sucedía, y asistía  anonadado a cómo su mundo saltaba por los aires hecho añicos. La realidad se había vuelto de repente fea, desagradable, violenta. Realidad que no se podía soslayar, pues era noticia cada día en la prensa, a pesar de que hubo quienes apelaban a la inseguridad subjetiva tratando de minimizar el cambio brutal en el comportamiento social. Además, la realidad, como escribió Ayn Rand, existe como algo absoluto, independiente de las emociones, los deseos, la esperanza o los miedos del hombre. En fin, llegados a este punto, debo convenir con Nabokov, que la nostalgia ha sido (es) para mí algo sensual, íntimo. Inevitable, diría.

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