Opinión

El honor ganado con sangre y viejos cañones en el campo de batalla

Inmersos en el origen de la Celebración de la Pascua Militar que se remonta al siglo XVIII, Su Majestad el Rey Carlos III de Borbón proclamado rey de España en 1759, estimó oportuno que para preservar su Imperio, por entonces cercado por Inglaterra, apremiaba proyectar el diseño de un ejército y ultramar con potencial suficiente para responder a las exigencias bélicas de la época.

Para materializar este empeño, sancionó en 1768 unas nuevas Ordenanzas Militares que facilitaron un reavivado espíritu y disposición más competente de las tropas. Este ímpetu conmutado con dedicación, le permitió emprender la operación de colonización y conquista en diversos escenarios como los que a continuación referiré.

Primeramente, en el entorno americano, empezando por California, donde en 1769 fray Junípero Serra Ferrer (1713-1784) instituyó la misión en la Ciudad de San Diego. Seguidamente, por las referencias llegadas de la recalada de rusos en esta región, se ensancharon los territorios en dirección Norte. Más tarde, en 1781, se recuperaría en Florida la capital Pensacola con la rendición del General inglés John Campbell.

Segundo, en el contexto de África, ante las incesantes acometidas a las guarniciones de Ceuta y Melilla por parte del emperador de Marruecos Mohammed ben Abdallah, en 1774, Carlos III le declara la guerra, forzándolo a levantar el cerco de Melilla que había conservado durante dos meses. La decisión hispana de abordar el puerto de Argel no alcanza el éxito esperado. Finalmente, en 1780, España y Marruecos acuerdan la paz, mediante un convenio de amistad y comercio con el Tratado de Aranjuez.

Y, tercero, en las adversidades del Mar Mediterráneo, en 1782, Carlos III recupera la Isla de Menorca a los ingleses, acto seguido de la incursión y bloqueo de Mahón por la flota franco española, acomodada por 52 navíos que trasladaba a 8.000 soldados.

Esta gesta de armas tan brillante, condujo a S.M., a distinguir la Pascua Militar, que tradicionalmente se conmemora el 6 de enero de cada año, coincidiendo con la celebración del Día de la Epifanía del Señor.

La preeminencia que se le otorgó a su restablecimiento subsistiría por siempre, variando en su significación hasta alcanzar el curso presente, porque la conmemoración se ha dispuesto como la Pascua Militar en la que el Rey, como Mando Supremo de las Fuerzas Armadas, coincide con los más Altos Representantes de los Ejércitos y del Ministerio de Defensa, entre algunas de las numerosas autoridades que concurren.

Carlos III (1716-1788), tenía razones más que suficientes para el deleite y deseó alargar su congratulación al Ejército de la capital y del resto de la Nación e igualmente, lo quiso hacer, como testimonio inconfundible de distinción personal.

Por ello, no tardaría en mandar a los Virreyes, Capitanes Generales y Gobernadores, que en esta ceremonia se congregase a los destacamentos y penitenciarías, para comunicar en Su Nombre, Su Soberano Saludo por la Pascua y las mercedes que se habían dignado conferirles con ocasión de la mención, que desde ese preciso momento debía denominarse como actualmente se conoce.

Desde lo acontecido, se dieron títulos nobiliarios, ascensos, medallas, premios y puestos valiosos para veteranos generales, como los de Administrador de Órdenes Militares, o de Maestranzas de Caballería y de fincas del Real Patrimonio.

Con la peculiaridad, que la Pascua Militar rompía el molde de la práctica habitual, ya que se fundamentaba en que fuese el Rey quien recibiera a la oficialidad y ésta procediese con su misma actuación, pero con la tropa.

Ahora, en la villa de Madrid y en los Virreinatos, Capitanías y Gobiernos, los oficiales comparecían en este gran día, pero no con las fórmulas de reverencias requeridas, sino, marchando por delante del Rey o de la autoridad superior, hasta congregarse en el recinto más idóneo para ello y saliendo el monarca o las autoridades concernientes a saludar, dar la enhorabuena y dialogar con los asistentes.

Más, como es sabido, otro procedimiento residía en dar las gracias personalmente “a quien mereciese ser reconocido por el monarca en persona”. Este sería el broche vertebrador de lo que con el transcurrir de los años, se convirtió en el rasgo diferenciador de la recapitulación en la reconquista de Menorca.

Hoy, en pleno siglo XXI, las incalculables hazañas de quiénes nos antecedieron en el cumplimiento del deber, se multiplican exponencialmente, pero, sin que su memoria pase de una exigua ojeada, casi arrinconada. Reconsideremos, que posiblemente, la innovación del armamento y las técnicas configuradas, hubiesen desvanecido al honor cosechado con sangre y viejos cañones en terrenos tortuosos.

Confundiéndonos erróneamente, al desecharse y omitir, como ninguna otra, la inmensa Historia de los Ejércitos de España; de los que por doquier, se envolvieron en el uniforme militar y abanderaron con sus acciones gloriosas, crónicas acrisoladas con cuantiosas tradiciones.

Con estas connotaciones preliminares, la Celebración de la Pascua Militar nos reporta a uno de los grandes antecedentes del siglo XVIII: el emblema de la clase militar como cuerpo profesional. Aquella sociedad era un entramado de comunidades de distinta naturaleza, a las que los sujetos se vinculaban por relaciones de pertenencia: valga la redundancia, por comunidades geográficas de la casa o el pueblo; o intermedias, como los señoríos y las ciudades y su tierra; o políticas, como las jurisdicciones, intendencias o reinos y coronas; o comunidades trabajadoras como grupos artesanales, cofradías de pescadores u órdenes religiosas, etc.

Si bien, a partir de la Edad Moderna, los Estados de Europa se equiparon de unas Milicias cada vez más superiores y permanentes, las expediciones de los siglos XVI y XVII se ejecutaron con partidas preponderantemente mercenarias, alistadas a la causa de las etapas de grandes complejidades bélicas, y a la postre, ser licenciadas en cuando se daba por concluido el conflicto.

La profesionalización del Ejército cabría catalogarlo como un proceso acompasado que aconteció en el siglo XVIII, cuando la clase militar desistió a hacerse imprecisa como en centurias anteriores y definitivamente despuntar.

España, que en más de siglo y medio destacó con sus unidades en el tablero europeo, su representación más bien era anecdótica, ya que el núcleo de las fuerzas se hallaban en el Norte de Italia y Flandes, sectores donde vigorosamente se pugnaba por la supremacía del continente.

La nobleza del Antiguo Régimen, encomendada en salvaguardar a cualesquiera en caso de contienda, gradualmente se desentendió de esta vieja función y ya en el siglo XVII, únicamente se encargaba de gestionar sus propiedades territoriales para, con su beneficio, lucrarse de una vida cortesana próxima al círculo real, donde obtener concesiones y privilegios.

Pero, en la monarquía de los Habsburgo, concretamente en las postrimerías del último medio siglo, el deterioro castrense no era en absoluto compatible con la mutación militar que se estaba originando en la Europa de Luís XIV (1638-1715), porque, obligatoriamente, en este período la envergadura de las huestes se habían acrecentado hasta límites insospechados.

Y es que, en el lapso conclusivo del siglo XVII y primeros del XVIII, la concepción consagrada de progreso militar con el encaje de la bayoneta para reemplazar al mosquete y la pica en cada uno de los ejércitos occidentales, promovió un encadenamiento de cambios que se valoraron como fundamentalísimos.

De ahí, que la entrada al trono de España de un descendiente de Luís XIV, funcionó como reconstituyente que removió las incipientes aguas del ejército, varado en las glorias de sus afamados Tercios, que en trechos de más esplendor habían destacado con sus picas, arcabuces y mosquetes.

Felipe V (1683-1746), el primer Borbón, ejecutó una amplia restauración al dotarlo con otro porte en paralelo al ejército galo: incrementando el número de efectivos, optimizando su equipo y enseres, como la dotación, instrucción y deferencia social.

Precisamente, es con el estreno del siglo XVIII, cuando estas reformas empiezan a irrumpir en el estamento castrense como cuerpo profesional. Pudiéndose corroborar, que se estableció como un precepto más dentro de la sociedad, parecido al clero, al disfrutar de una posición especial, como el fuero militar, que elocuentemente lo distinguía del estado llano.

De manera progresiva, se iba forjando la diferencia y el desapego de los integrantes del Ejército, con respecto a la comunidad civil.

Primero, se edificaron acuartelamientos que amén de hospedarlos, tenía la finalidad de romper el contacto directo con la urbe, impidiendo muchos de los inconvenientes que ello originó en épocas pasadas; segundo, se les proporcionó de atuendos bien llamativos, muy diferentes en su aspecto, matiz y complementos para hacerlos resaltar e identificarlos fácilmente; tercero, se dispuso de Academias y Escuelas Militares para el adiestramiento de los oficiales, convirtiéndose en los únicos medios de alta capacidad científica, ante la carencia de una opción universitaria valedera y, cuarto, se implantó el Montepío Militar para socorrer a los huérfanos y viudas en suma considerable.

Atrás quedan los argumentos de Cervantes, o Lope de Vega y Calderón de la Barca, en los que se reitera que un hombre se curtiera en las destrezas de la guerra, para inmediatamente reaparecer en el mundo civil, reservando para la totalidad de sus días la gallardía de la espada y los automatismos del combate.

Ciñéndome en el principal protagonista de la Pascua Militar, o séase, S.M. el Rey Don Carlos III, llamado “el Político” o “el Mejor Alcalde de Madrid”, entre los años 1731 y 1735, respectivamente, fue Duque de Palma y Plasencia; además, Rey de Nápoles y Sicilia de 1734 a 1759 y Rey de España, desde 1759 hasta su fallecimiento en 1788.

Su reinado, en cuanto al terreno militar se pormenoriza, para una inmensa mayoría de investigadores e historiadores se concatena en las Reales Ordenanzas promulgadas en 1768. Los efectos desencadenantes de esta máxima serían tales, que en más de dos siglos, diversos artículos aún proseguirían en vigor; realmente, hasta diciembre de 1978, con la publicación de las Reales Ordenanzas de Don Juan Carlos I de Borbón (1938-82 años), no serían suprimidas oficialmente las prescritas por su antecesor.

Sin embargo, la influencia de Carlos III iría más lejos de una regulación virtuosa sistematizada para la vida diaria y organización de sus tropas. Lo cierto es, que el Rey desde muy joven, se encontraba retratado con la hechura del soldado.

De hecho, triunfalmente lo había experimentado en las campañas de Italia, hasta el punto, de tomar con las armas en mano el Reino de las Dos Sicilias. Asimismo, especializado en cuestiones tácticas, en la doctrina y en el campo de maniobras, mantenía gran atracción por todo lo perteneciente al Ejército y la Marina, con un ofrecimiento perseverante a todas estas materias.

La idea activada por la Corona vislumbraba un elenco de medidas y afanes reformistas que abarcaban, entre otros: el desarrollo de otra percepción de la defensa, si acaso, más modulada a las circunstancias del siglo XVIII; la incrustación de una norma táctica; la formulación de planes de estrategia defensiva regional y suprarregional; la plasmación de entidades del ejército regular y miliciano, así como la tentativa de hacer válido a este último; la conformación de instituciones de coordinación; la constitución de redes logísticas y el acomodamiento de la estructura militar a la reorganización y racionalización del área americana.

En los prolegómenos del reinado de Carlos III, los menesteres de esta transformación eran incuestionables, cuando coyunturalmente sumidos en la Guerra de los Siete Años (1756-1763), la armada británica en 1762 invadió la Habana y Manila. La ocupación de ambas metrópolis, dejaban visibles la pertinencia a las eventualidades bélicas del sistema de plazas fuertes, hasta el momento aplicados.

La conceptuación de guerra empleado por Inglaterra, asentado en la invasión de una fortaleza, al objeto de poseerla como garantía en las negociaciones y conjuntamente, engarzar sus mercaderías a través de ella, sin tantear una ofensiva de invasión permanente, ni la instauración de su soberanía, auspiciaba que cualquier territorio de la zona, por muy distante que se juzgase, podía ser el destino de la primera potencia marítima y, por ello, tenía el mandato de ser preservado.

Con lo cual, era inexcusable fraguar un armazón defensivo a nivel continental.

Para ello, los ministros de Carlos III comenzaron una enorme tarea de modificación y engranaje en el método de defensa de las circunscripciones al otro lado del Atlántico. El fruto no podía ser otro: el plantel de un trazado táctico y logístico defensivo, en el que la servidumbre de reforzar las colonias se cimentaba en la conjunción de cuerpos veteranos llegados desde Europa y otros de la misma traza ya implantados en América; pero, sobre todo, la presencia de una espaciosa red de milicias provinciales y urbanas que, adecuadamente instruidas y subordinadas, ahora eran el instrumento primordial del nuevo dispositivo defensivo.

Estas novedades no sólo influyeron en los temas logísticos o estratégicos, sino, que de la misma forma, se orientaron a concebir desde otro enfoque la demanda de lo militar en América. Con ello, comenzaba a denotarse una variación sustancial en las perspectivas del soldado, que incorporaba otros tintes en la mejora de las realidades en la vida cotidiana, hasta escalar la contextura de una estampa impensable de cara a la sociedad.

Uno de los ingenios dispuestos para lograrlo consistió en la identidad del uniforme, como indicio de equiparación, homologación, orden y disciplina.

La noción de Ejército de los atrevidos y audaces a la vera de Carlos III, lo desenmascara todo: el soldado era el actor básico incrustado en un eje de valores y virtudes, que tiene que desenvolverse ordenada y apropiadamente; concerniendo menos la resolución individual y la heroicidad particular, hasta ganar más enteros el desempeño colectivo de un cuerpo irreprochablemente emprendido y acomodado por sus oficiales. Resultando la noción de unidad militar, como cuerpos magníficamente adiestrados y curtidos para actuar coordinadamente con un mando centralizado.

En esta remozada instrumentalización en el paradigma del Ejército, los principios cardinales se fundamentaron en la disciplina, el orden y la mencionada, vestimenta.

Carlos III consumó una gran labor representativa y de articulación militar. Por antonomasia, el mecanismo más apreciable de este desvelo en favor de los españoles, incurriría en las Reales Ordenanzas decretadas en 1768, su determinación descansa a todas luces en el enunciado de las mismas: “Ordenanzas de S.M. para el régimen, disciplina, subordinación y servicio de sus Ejércitos”.

Su designio, era ostensible nada más hacerse cargo del trono. En escasamente un año, decidía reunir a una Junta de Generales para que examinase la propuesta de Ordenanzas transcrito en el reinado de su hermano Fernando VI (1713-1759). La verificación conllevaría a la divulgación de las primeras Ordenanzas en 1762. Posteriormente, se propagaría las célebres “Ordenanzas de Carlos III”.

En sus ocho tratados se guardan visos tan interesantes para amortiguar la vida militar como el vestuario, su coste y duración; así como, los tratamientos, actos y honores; o las leyes penales, régimen interior y táctica; o el servicio de guarnición y en campaña o el reclutamiento y organización. De todos y cada uno de los caracteres morales y éticos, estas Ordenanzas también refunden, primicias como el criterio del saludo militar.

Muchísimos otros aspectos que engrandecieron a más no poder, la figura de Carlos III, quedarían en este pasaje por puntualizarse, como los retoques en el sistema de enganche que se remató con la Real Ordenanza de 1770, precisándose las reglas comunes que debían respetarse para el Reemplazo Anual del Ejército.

Y, como no, en 1785, se instauró el disfrute de la Bandera bicolor, con dos barras rojas y otra amarilla en el centro, para los barcos de la Armada Española o mercantes. Esta es la anterior Bandera Nacional a la vigente, cuyo empleo se extendió para las unidades militares en el reinado de Isabel II (1830-1904).

Consecuentemente, lo que aquí se ilustra, es el mérito y la celebridad de la Pascua Militar, una evocación singular enraizada desde el año 1782, cuando Carlos III quiso exhibir la mayor de las lealtades y cariño a sus Ejércitos y muy especialmente, a su artillería, como la chispa de inducción de esta reconfortante tradición engrandecida con la conquista de Menorca, a manos de la Infantería de Marina Española.

Hoy y desde fechas inmemoriales, estos valores continúan revistiendo a la Institución Castrense, llámense la jerarquía o la ejemplaridad; o el honor y la lealtad; o el sentido del deber y la obediencia, entre algunos, que se yuxtaponen a otros tantos y que en numerosas circunstancias nos han reportado al espíritu de servicio y de un amplio ofrecimiento manifestado en la semblanza de los Ejércitos de España.

Hombres y mujeres adheridos a los instantes reales, sin perder de vista al mañana, teniendo muy presente las ricas usanzas como las sublimadas por S.M. el Rey Don Carlos III y esa herencia acumulada que los Soldados del siglo XXI, cuidadosamente guardan.

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