Enmudecíamos días atrás cuando los informativos nos mostraban los desastres causados por los huracanes Eta e Iota, a su paso por Honduras. Antes lo había provocado en otros países de Centroamérica. Según fuentes oficiales, más de 3,5 millones de hondureños han sido afectados por las graves inundaciones, que han causado destrozos en toda la infraestructura productiva. En San Pedro Sula, la ciudad industrial del país, de donde sale el 60% de todo el PIB, el aeropuerto internacional quedó inundado. Lo anterior se suma a los más de 3.000 muertos y 106.000 contagiados que ha dejado la pandemia del COVID. Todo esto ha supuesto que la pobreza afecte ya al 70% de sus 9,5 millones de habitantes. Según el Foro de Deuda Externa de Honduras (Fodesh), el país retrocederá 20 años por los efectos de los huracanes y el estallido social es solo cuestión de días.
Justo hace ahora 20 años, llegué a Honduras para realizar una consultaría de su sistema de Seguridad Social, a través del acuerdo del Ministerio de Trabajo hondureño con el español. Mi llegada coincidió con el “Día de la Hispanidad”. Todo un eufemismo, dada la situación en la que se encontraba un país, que hacía apenas dos años había sufrido los desastrosos efectos del huracán Mich, uno de los ciclones tropicales más poderosos y mortales que se habían visto hasta entonces. Se informó de más de 20 mil personas muertas y otras tantas desaparecidas, a causa de las inundaciones y deslaves. Todo esto incrementó la pobreza y la violencia hasta extremos inimaginables. Guardias de seguridad armados hasta los dientes y con chalecos antibalas, o recepcionistas de hotel con varias pistolas colgadas al cinto, era normal por la zona en la que nos alojábamos, que coincidía con el lugar en el que también lo hacían muchos cooperantes, funcionarios de organismos internacionales, o extranjeros en viajes de negocio o de otro tipo.
Las oficinas del Ministerio de Trabajo eran unos cuantos despachos alquilados en una zona comercial del centro de la ciudad, en la que coincidían tiendas, música a todo volumen, hamburgueserías, etc. Después del huracán Mich, aún no habían podido reconstruir su sede. Y el edificio central del Instituto Hondureño de Seguridad Social era un moderno, aunque envejecido edificio, al que acudía a diario a realizar mi trabajo, que en sus sótanos aún se podían ver los efectos del desastre causado por el huracán. Que funcionaran los ascensores y nos subieran hasta la novena planta, que era en donde estaban los despachos de la dirección, era toda una proeza, además de una temeridad usarlos por nuestra parte. En una situación similar, o peor, se encontraban las sedes del resto de organismos que tuvimos que visitar para hacer nuestro informe, incluyendo el hospital central. Leónidas, el conductor del vehículo oficial que el ministerio puso a mi servicio, se convirtió en mi amigo y protector durante casi toda mi estancia. Sin su colaboración hubiera sido casi imposible desplazarme por una ciudad, Tegucigalpa, atestada de vehículos y con las “maras” campando a sus anchas, así como comprender muchos de los entresijos de este país y de su administración pública.
En el informe que presenté, destaqué algunas cuestiones que tienen relación con lo que ahora ocurre. Por un lado, se constató que la Seguridad Social en Honduras nació con una filosofía y unas bases de funcionamiento bastante avanzadas para la época. Se garantizaba la participación de los sectores implicados en su financiación, así como la suficiencia financiera, la solidaridad intergeneracional, la redistribución equitativa de la renta, así como la obtención de medios económicos adecuados en situaciones de necesidad. Los cálculos actuariales y el sistema de financiación utilizado eran, teórica y técnicamente, los correctos. De hecho, habían garantizado la pervivencia económica del Sistema durante casi 40 años.
Sin embargo, también se detectó un estancamiento de topes y porcentajes de cotización que hacían el sistema público inviable, además de una grave situación de inequidad entre poblaciones y la proliferación de sistemas de previsión independientes, muy beneficiosos para determinados colectivos (funcionarios, maestros, periodistas o militares), pero que arrastraban al resto a la ruina. De hecho, esto había ocasionado una crisis financiera gravísima, cercana a la quiebra, causada tanto por el estancamiento de topes de cotización, como por el hecho de que los gastos sanitarios hubieran subido a unos ritmos cercanos al 20% en los 5 años anteriores. Los cálculos efectuados indicaban que en el 2013 se habrían agotado todas las reservas de ambos regímenes, de seguir por este camino.
También se detectó una ineficacia en la gestión bastante elevada, como se demostraba con la mezcla de departamentos de funciones diferentes, además de una total falta de control de la recaudación de cotizaciones, excesiva centralización administrativa, y la carencia de procedimientos estadísticos y de cálculo actuarial adecuados. Respecto a su situación hospitalaria, se observó una deficiente situación, no solo por la escasez de medios de gestión, sino también de material sanitario, quirúrgico, de medicamentos o de reformas. Y, aunque se hicieron recomendaciones de reforma que fueron muy bien recibidas, sin embargo, la corrupción ha debido seguir enquistada en el sistema, que entonces estaba intervenido. Por ello, quizás no sea casualidad en que 2014 condenaran a 15 años de cárcel al que entonces era su director, Mario Zelaya, y otros, por crear empresas fantasma para sustraer fondos del Instituto Hondureño de Seguridad Social. En ese año, el Instituto tuvo que ser nuevamente intervenido. Con estos antecedentes y el deficiente sistema de protección social, no es extraño que los efectos de la pandemia del COVID, o de los huracanes, se multipliquen de forma exponencial en una población totalmente desprotegida.
Como se recoge en un reportaje de Jacobo García para El País, “Honduras ya era un país pobre antes de la llegada del agua. Hace cinco años era uno de los países más violentos del mundo y desde hace dos es un gran expulsor de su gente. Casi cien hondureños dejan cada día su casa para intentar llegar a Estados Unidos, según la encuesta de movilidad humana.”.
A lo anterior, se sumó la pandemia del COVID, que ha quedado como una mera anécdota ante los devastadores efectos de los huracanes, claramente relacionados con el cambio climático. Según el Índice de Riesgo Climático (IRC) que realiza anualmente la ONG Germanwath, Honduras es el segundo país centroamericano más afectado por el mismo. De hecho, se prevé que el sur del país quede bajo el mar en los próximos años. Como nos explica Enoc Reyes, responsable de la oficina de Cambio Climático, el panorama para los próximos años no consiste en “frenar el cambio climático, sino cómo adaptarse a él”. Tanto, que, según se informa en el reportaje mencionado, la estrategia del Gobierno hondureño es solicitar los “fondos verdes” de la comunidad internacional con el argumento de que Honduras paga ya las consecuencias del exceso de gases de efecto invernadero producido por los países ricos.
Transcurridos 20 años desde aquella colaboración internacional, a la que me ofrecí voluntariamente, y tras recordar con nostalgia y cariño a todas las personas y organizaciones de todo tipo con las que allí me entrevisté, cuyos nombres tengo registrados, pero que sería prolijo citar aquí, no tengo por más que expresar mi profunda tristeza, a la vez que solidaridad, con lo que, nuevamente, ha ocurrido en ese entrañable y bello país centroamericano. Por todo lo anterior, desde estas páginas hago un llamamiento a todas las personas de buena voluntad, para que ayuden en la medida de sus posibilidades a las gentes de este país. Y también pido a las organizaciones internacionales y a las instituciones de nuestro país, que liberen fondos de para contribuir a su reconstrucción.
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