Es bueno echar la vista atrás para repasar unas razones, que por aquel entonces pasaron desapercibidas. Así, nos transportamos a las tranquilas mañanas del domingo, cuando, con quince años, empecé a tener noticias del comentario periodístico.
En la salita de estar de la casa, mi padre se aplicaba como lector del ABC dominical, y reclamaba mi presencia sin dilación, con la voz suficiente: “Mira, Basilito, ven, mira lo que dice Campmany”.
Entonces, yo acudía solícito, y mi padre me pasaba el ABC por la página exacta. Mientras yo daba lectura, asentía con satisfacción.
Jaime Campmany tenía un estilo satírico, impregnado de un aroma antiguo, más propio del siglo anterior.
Cabe decir aquí, que la pureza del estilo es tan importante como la profundidad del contenido, ya que es la brillantez de la forma la que engancha al lector, y lo invita a continuar con la lectura. Si el estilo es pelma, el lector desiste, y la escritura pierde su sentido.
En realidad, pocos motivos me movieron a elegir la carrera de periodismo, más allá del sueño de representar al idioma castellano con la ilusión de los primeros estudiosos.
En un lapso, desembarqué en Madrid, y pude comprobar en mi cara el frío gélido de la temprana madurez.
Nunca estaré agradecido lo bastante, y es que se dio la circunstancia, por la cual, siempre tenía doscientas pesetas en el bolsillo. Llevado por la abundancia, inicié una costumbre que ha determinado mi contento por la vida. Resulta, que con una puntualidad germana acudía al quiosco para hacerme con un ejemplar del ABC. A continuación, me introducía en una cafetería para disfrutar de su calor, y de un café barato y prometedor.
Así fue, hasta que, al tercer año, Pedro J. Ramírez, tras ser cesado como director del Diario 16, fundó el periódico “El mundo”, y apareció en mi vida la columna de Francisco Umbral, de signo contrario.
Al igual que Campmany, Umbral era un enamorado de la belleza escrita, si bien, su suficiencia en el manejo de la lengua y de la historia, y su enfado con la mediocridad, le llevaban a cometer algunos excesos, un “gancho directo” que no encontramos en el mordaz Campmany.
Y pasó esa edad madura de la crónica española, donde uno podía encontrar un destello de originalidad. Lamentablemente, en los días de hoy, los primeros espadas del periodismo patrio están alineados con un pensamiento, y el artículo, o la tertulia, se han convertido en una ceremonia de pasmosa previsión.
Sirvan estas líneas para reivindicar un estilo periodístico más acogedor, y que sea a partir de la pureza de estilo cuando se desarrollen las diferentes ideologías.
No quisiera despedirme sin reconocer su esfuerzo con el idioma a Juan Manuel de Prada, al que considero el comentarista más preparado de mi generación. Juan Manuel es un pensador tradicionalista y católico, pero que exhibe un gran fervor de inconformidad.
Si hay algo que diferencia la información de la opinión es la riqueza del lenguaje.
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